Marat asesinado, Bonaparte cruzando los Alpes, La coronación de Napoleón… Más allá de las etiquetas habituales de Padre de la Escuela Francesa o regenerador de la pintura, Jacques-Louis David nos ha proporcionado algunas de las escenas fundamentales que hoy nutren el imaginario colectivo en torno a la Revolución Francesa y el Imperio, desde el rigor clásico en las formas, pero también desde cierto sensacionalismo en el fondo.
Con motivo del bicentenario de su muerte en el exilio, en Bruselas en 1825, el Museo del Louvre le brinda una retrospectiva que subraya su inventiva y la fuerza expresiva de su pintura y que, al abarcar su trayectoria extensa, nos propone repasar los seis regímenes políticos que conoció en vida el artista, que participó activamente en la Revolución.
Solamente este museo (pese a los días convulsos en los que está envuelto debido al aparatoso robo de joyas, justamente, de época napoleónica) podía afrontar el reto de reunir préstamos excepcionales del autor, incluyendo un imponente fragmento del Juramento del juego de pelota -que el mismo Louvre había cedido al Palacio de Versalles- y la versión original de Marat asesinado, que llega de los Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica. Sólo el Louvre, porque alberga la mayor colección de sus pinturas de historia y de sus dibujos, y porque ya en 1989 le dedicó una extensa exhibición monográfica, junto a Versalles, para recordar otro segundo centenario: el de la Toma de la Bastilla.

Partiendo de los estudios en torno a su producción llevados a cabo en los últimos treinta años, esta antología hace hincapié en los estrechísimos lazos entre arte y política si hablamos de David. No sólo vivió en aquella época transformadora en la historia francesa (entre 1748 y 1825), sino que buscó convertirse en actor principal de los acontecimientos; puede que ningún otro pintor ejerciera una influencia tan decisiva en su tiempo, tanto en el terreno puramente creativo como por los altos cargos políticos que ocupó entre 1793 y 1794 y junto a Robespierre; por los que, como dijimos, pagó el precio del exilio tras la caída de Napoleón.
Como retrospectiva canónica, la exposición se estructura cronológicamente comenzando por un prólogo dedicado a la ardua búsqueda de David del prestigioso Premio de Roma, que en cuatro ocasiones trató de lograr sin éxito. Pero, al margen de ese repaso académico, también propone el Louvre discernir qué nos dice su pintura hoy: hombre de personalidad compleja, adorado por algunos y odiado por otros, encarna seguramente las contradicciones y esperanzas de un tiempo tan turbulento como definitorio (en parte, por esa razón) de la contemporaneidad europea.
Su compromiso político se había acrecentado gradualmente durante el Antiguo Régimen, participando en círculos liberales partidarios de una monarquía constitucional, para quienes pintó Muerte de Sócrates (hoy en el Metropolitan de Nueva York).

Posteriormente se acercó, como señalamos, a Robespierre; fue elegido diputado por París y votó por la muerte de Luis XVI. Durante los dos años del Terror (1793-1794), ocupó varios cargos destacados, entre ellos los de miembro del Comité de Instrucción Pública, presidente del Club Jacobino, miembro del Comité de Seguridad General e incluso presidente de la Convención Nacional. Y como tal, organizó las grandes celebraciones revolucionarias, los funerales nacionales y las panteonizaciones, y pintó imágenes de las víctimas de la Revolución: Le Peletier, Marat y el joven Bara.
Tras la caída de Robespierre, escapó por poco de la guillotina, fue encarcelado en 1794 y puesto bajo arresto domiciliario en 1795. Desde 1799, fascinado por la figura de Bonaparte -al que retrató a caballo cruzando los Alpes, como producto de la Revolución y el hombre que logró ponerle fin- se puso a su servicio.
Proclamado el Imperio, soñó con ser un nuevo Le Brun, algo que Napoleón nunca le concedería, pero como su primer pintor inmortalizó la escenografía de su poder en La coronación, hasta que con el regreso de los Borbones al trono, y como regicida, se exilió. El gobierno rápidamente intentó traerlo de vuelta a París, dado su prestigio, pero fue en vano: se asentó en el papel de comandante al que toda Europa, desde el rey de Prusia hasta Géricault, acudía a rendir tributo, mientras sus composiciones inauguraban la exposición del primer museo de arte contemporáneo, el Museo de los Artistas Vivientes, abierto en París en 1818 en el Palacio de Luxemburgo.
Sincero en el periodo revolucionario, y probablemente oportunista durante el Imperio, su compromiso político es completamente indisociable de su obra. Su concepto de la ética estaba ligado al de la acción y sustentado en la noción de gloria: afirmó que pintar es actuar. Conocedor del pensamiento de las élites intelectuales, culto él mismo, concibió el arte como instrumento para cambios políticos y morales; de ahí que diera a sus trabajos un sentido fundamentalmente público: buscó a conciencia, diríamos hoy, generar impacto.
Conocedor del pensamiento de las élites intelectuales, culto él mismo, concibió el arte como instrumento para cambios políticos y morales; de ahí que diera a sus trabajos un sentido fundamentalmente público: buscó a conciencia, diríamos hoy, generar impacto.
Transitó, como es sabido, entre dos géneros fundamentales (pintura de historia y retrato) y, en cuanto a temas y elecciones formales, entre la Antigüedad heroica y su presente más vivo. La etiqueta de neoclásico, por eso, sólo nos sirve para David a medias: tiende a reducir sus composiciones a un aspecto formal, importantísimo, pero en buena medida subalterno a su proyecto social, político, también moral.
Su primera gran obra fue El juramento de los horacios (1784), radicalmente moderna a finales de ese siglo XVIII, austera y audaz a un tiempo. Anticipa ese otro juramento, el del Jeu de Paume, monumental lienzo dedicado a la celebración del hecho fundacional de la Revolución que no llegó a completar (el devenir de la historia es más rápido que el de la pintura).

Pero su obra-icono respecto a este episodio fue, sin duda, Marat asesinado: por su esquema compositivo e intenciones, bebe tanto de la pintura histórica como de la religiosa, del retrato y del documento de época. Medio siglo después, Baudelaire brindó a esta escena uno de sus textos preclaros; junto con Bonaparte cruzando los Alpes, que llevó a cabo en 1800, constituye una de las imágenes más impactantes de la comunicación política de la modernidad.
Regresó a su vanguardia clásica en 1799, con Las Sabinas, en la que las mujeres desempeñan un papel central, recordando que fueron ellas quienes detuvieron las guerras fratricidas entre romanos y sabinos. Esa pintura de reconciliación tras la Revolución es contemporánea de sus retratos femeninos más difundidos, en particular el de Madame Récamier, inacabado tras una disputa con su modelo, y el de Madame de Verninac, hermana de Eugène Delacroix.

.En estas últimas obras, concedió gran importancia a la moda antigua, de la que había sido uno de los promotores en el teatro. Su amor por esta última disciplina le llevó a producir las que podrían describirse como las primeras “instalaciones inmersivas” de la historia del arte: expuso Las Sabinas, La Consagración y su último lienzo, Marte y Venus, frente a un gran espejo para que los visitantes se sumergieran en la pintura.
David también se acercó, finalmente, a la experimentación. En los últimos años de su vida, exiliado en Bruselas, trabajó en obras mitológicas, a menudo mordaces, otras sarcásticas o inquietantes, en las que el realismo erosiona gradualmente un ideal que se disuelve en la sociedad prosaica y temporalmente pacífica de la década de 1820.
Gracias a la conjunción de su talento como pintor y de su conciencia política, tuvo la autoridad necesaria para hacer valer una reforma de las artes que fue mucho más allá de la “regeneración” deseada por las autoridades al final del Antiguo Régimen y que obligó a las generaciones posteriores a posicionarse en relación a sus ideas. Como Rubens en el siglo XVII, dirigió un vasto taller en el que se formaron tres hornadas de pintores que dominarían la escena europea hasta mediados del siglo XIX, entre ellos Gros, Girodet e Ingres, quien traicionaría sus principios.
A través del contacto con sus alumnos (algunos, por primera vez, mujeres) pudo David reinventarse, lejos de la imagen monolítica que quizá tengamos de él. Varios trabajos de esos pupilos forman parte, igualmente, de esta muestra en el Louvre.

Jacques-Louis David
Rue de Rivoli, 75001
París
Del 15 de octubre de 2025 al 26 de enero de 2026
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