Ha llovido mucho, casi tres décadas, desde que Jacobo Castellano finalizara sus estudios de Bellas Artes en la Universidad de Granada y comenzara a trabajar a partir de la recuperación de deshechos y retales, y más tarde empleando enseres y restos arquitectónicos abandonados, a veces conservados por los pelos tras integrarse en amalgamas más o menos precarias. Con ellos generaba piezas basadas en la acumulación, pero estéticamente depuradas, que dotaban a esos fragmentos de un nuevo contexto, incluso de nuevas raíces, y ya entonces empezaba a prestar atención a la madera, como material de evidente origen natural, pero también vinculándola a su propio cuerpo, concediéndole sus huellas.
En esa senda continúa este autor jienense, cuya producción reciente puede contemplarse hasta el próximo enero en la Sala Alcalá 31 de la Comunidad de Madrid, en la muestra “El espacio entre los dedos”, comisariada por Tania Pardo; se compone nuevamente de porciones de lo tangible que, en ocasiones, sugieren lo que no lo es: la memoria, ligada a las vivencias personales y familiares y también al mismo cuerpo. Hace un lustro, presentó Castellano en el CAAC de Sevilla y en Artium Museoa, en Vitoria, el proyecto “riflepistolacañon”, que se abría con un dibujo de unas inocentes armas realizado por un niño que lo dejó tirado en la calle y que nos trasladaba, a continuación, a una infancia habitada por imágenes incompletas y no siempre amables, la piedra de toque de una parte de los trabajos escultóricos o instalativos del artista, de forma más o menos explícita o velada.
Entre las propuestas que integraban aquella exhibición y las que desde hoy podemos contemplar en Madrid han cambiado, en cierta medida, las formas, pero no la profundización de Castellano en el tiempo y en su memoria personal y, a veces, en la colectiva: en sus obras pasadas y últimas asoman tanto su alergia a la lactosa en la niñez como los ritos de la Semana Santa andaluza, además de referencias goyescas, en peleles descoyuntados que caen al vacío casi como los condenados del Juicio Final miguelangelesco, convertidos sus miembros en líneas que marcan tensiones; ahora el germen de muchas de sus composiciones son, igualmente, arquitecturas que le son cercanas o maderas que adquiere a ebanistas que conoce bien, pero también visitas al Prado, nada canónicas, junto a la comisaria.
Apuesta Castellano, en definitiva, por no ceñirse solo a la investigación de lo externo como método en sus prácticas artísticas, eligiendo abrir las puertas al examen (factible) de la experiencia y el recuerdo personal a la hora de generar iconografías que siempre serán individuales, puede que tan diferentes como un tronco de olivo lo es de otro. Su técnica más habitual es la escultura -aunque haya trabajado también, y lo veremos en Alcalá 31, en los campos de la pintura, el dibujo y la fotografía- porque es dicha madera la que le permite obtener muy distintos, y personales, frutos expresivos a partir de su talla directa: acabados más o menos rudimentarios, suaves o contundentes, el rastro de sus uñas invertidas.
Pese a que sigue haciéndose patente el peso en sus creaciones de los espacios que habita (en proyectos anteriores evocaba la casa de verano de su infancia, el cine que su abuelo regentaba y objetos presentes en esos lugares que abordaba como contenedores de memoria, y a la actual exposición madrileña accederemos a través de la recreación de puertas de la Casa de las Flores de Secundino Zuazo, donde Castellano vive), es cierto que su producción ha ganado en capas de lectura de la mano de elementos que podemos relacionar con sus experiencias, y con una naturaleza de la que no ha dejado de nutrirse, pero también con la pintura barroca española: la leche -que se liga a su mencionada alergia a la lactosa-, el aceite -que es cultura y tierra en Jaén, donde Castellano nació, y que modifica paulatinamente la madera-, los metales, las ceras o el polvo.
Desea Pardo que, tras contemplar estas piezas, el público quiera acercarse a visitar el Prado para comprobar la presencia de estos elementos en no pocas composiciones, no solo bodegones: las creaciones de Castellano aquí reunidas, fundamentalmente escultóricas y pictóricas, surgieron del estudio de detalles, a priori secundarios, de determinadas obras de la pinacoteca, como los movimientos del cuerpo de Hércules en la serie que Zurbarán dedicó a sus trabajos, los escenarios sobrios de sus pinturas, las estructuras en las que Sánchez Cotán dispuso los alimentos de sus naturalezas muertas, o determinados métodos compositivos (El pelele) y modos de abordar la tragedia (El perro) de Goya. No solo este museo ha nutrido últimamente a Castellano, cuyos búcaros y jarras cuentan allí con extensa tradición, también la estructura del retablo de San Benito el Real que guarda el Museo Nacional de Escultura de Valladolid o los paisajes, nunca mejor dicho castellanos, de tonos telúricos y austeros, de Godofredo Ortega Muñoz (al que una exhibición en el Museo de Bellas Artes de Bilbao confronta actualmente con Eduardo Chillida).
El título de esta exposición, “El espacio entre los dedos”, se refiere al juego infantil consistente en esconder los pulgares y anticipa planteamientos presentes en el recorrido en un doble sentido: encontraremos en sus piezas en madera rastros que remiten a esa posición de las manos y, sobre todo, continuas reivindicaciones del juego, incluso de la magia; el público habrá de contemplar despacio cada una de las obras para hallar grapas que evocan heridas o pan de oro en bellísima conjunción con telas de lino grueso, parecido a la vista a la arpillera, como constelaciones sobre un cielo humilde emparentadas con los dorados de Berruguete o Murillo. Hay que subrayar que la superficie de esas creaciones, ejecutada con barras de óleo, no terminará de secar, de modo que su actual aspecto sumará progresivamente polvo. Constantemente recurre el artista al ensamblaje de materiales, especialmente de los frágiles y desgastados, de los que arrastran una historia; asimismo, la presencia del rastro de sus dedos, a veces de su nariz o de sus zapatos no deja de implicar una noción particular de autorretrato a través de la ausencia.
Nada materialmente artificioso hay en los trabajos de Jacobo Castellano, aunque no sea solo por elección: mientras estudiaba la especialidad de pintura en Granada padeció una intoxicación con productos químicos que le hizo virar hacia la escultura y al uso de componentes no tóxicos y no olorosos. Dado que llegó a la tridimensionalidad desde aquella otra disciplina, en el centro de este montaje encontraremos tres telas en disposición escenográfica; no contienen motivo alguno, únicamente pigmento sobre lino, el que tanto juego dio a Manolo Millares, José Guerrero o Antonio Saura.
“Jacobo Castellano. El espacio entre los dedos”
c/ Alcalá, 31
Madrid
Del 12 de septiembre de 2024 al 12 de enero de 2025
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