Todo

14/09/2015

Todo, Kevin CantySi, yendo por el camino simple, pudiéramos dividir a los hombres entre los que creen que no hay mujer a su altura y los que sienten que decepcionan a todas en cadena porque el femenino es un planeta enigmático, RL, el protagonista de Todo, la novela de Kevin Canty publicada en Libros del Asteroide, pertenecería al segundo grupo.

Separado de Dawn, una mujer a la que supuestamente había amado alguna vez, se enfrenta ya en su madurez (siempre relativa) a una soledad matizada por la compañía ocasional de tres mujeres muy distintas entre sí, pero a su vez con mucho en común, entre ellas y con el propio RL:  June, amiga viuda de un amigo que años después de la muerte de su marido se esfuerza por superarla y oscila entre el deseo de volver a tener pareja y la sensación de libertad que le ofrece no tenerla; Layla, su hija de diecinueve años, que para RL es su razón de vida aunque confiesa no entenderla en absoluto, e incluso, desconocerla; y Betsy, una ex pareja que regresa a él cuando una enfermedad terminal le deja sin apenas posibilidades de vida. Tras estar juntos ninguno de los dos encontró nada mejor, y su reencuentro, aunque dulce y bañado en alcohol, ya es tardío.

“Ellas necesitaban algo de él, y él quería algo de ellas. No solo atención, no solo sexo. ¿Qué? Nunca llegó a saberlo”.

Entre estos personajes, e incluso consigo mismos, la comprensión parece imposible: todos están en puntos de sus vidas (a lo mejor ni siquiera son puntos, sino líneas) en los que la duda, la necesidad de huir, prácticamente les dominan, sea por amor, desamor, salud, soledad o puro cansancio. Y las decisiones que van tomando parecen ser tan imprevisibles para ellos como para el lector. Algo hay en June, Layla o Betsy de las idas y venidas de la Sophie Wilder de la novela de Christopher R. Beha y entre las líneas de RL no podemos evitar acordarnos de los esfuerzos del Yoel Raviv de Amos Oz por entender a su hija, y a su esposa fallecida, en Conocer a una mujer.

Entre los puntos fuertes de Todo, además de mostrarnos un mismo desconcierto desde el punto de vista de cuatro figuras aparentemente tan distintas (a las que habría que sumar a Edgar, empleado de RL y enamorado de Layla igualmente confundido), está el estilo: sus conversaciones son espontáneas hasta el punto de que entre ellos parece cumplirse ese dicho de que un amigo es aquel con quien puedes pensar en voz alta. Desconocen su rumbo, pero lo reconocen, y saben también disfrutar de las cosas pequeñas.

Hay que prestar atención además a los paisajes de Montana y a los perros de June: su clima, su estado, nos ayuda a entender esta historia en la que la acción viene dada por los pensamientos más que por los brazos y las piernas.

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