A finales de 2017 se estrenaba en los cines españoles ¡Lumière! Comienza la aventura, un documental en el que Thierry Frémaux compendiaba y nos explicaba con amenidad algo más de cien películas escogidas entre el millar largo que integran el acervo de los hermanos Lumière: caramelos de cincuenta segundos, que resultan un ejercicio artesanal a ojos actuales y que supusieron el inicio de una transformación honda en nuestro modo de mirar y de relacionarnos, individual y colectivamente, con las imágenes.
Ahora Frémaux, que además de ser director del Festival de Cannes es responsable del Instituto Lumière, y seguramente el mejor experto en su legado, ha retomado esa labor, merecedora de premio, de recuperar para las salas otro centenar aproximado de aquellas píldoras preciosas del primer cine acompañándolas de lecciones valiosas sobre su relevancia histórica y sobre su virtuosismo -o falta de él, aunque nada nos importe, en el caso de algunos primeros actores-. Salvo algún ejemplo muy puntual, en estas obras no encontramos ficción, sino vida (captada por camarógrafos que no podían moverse del sitio a no ser que utilizarán algún medio de transporte y nos regalaran tempranos travellings, que lo hacían), pero ello no les impedía experimentar con distintos tipos de planos, en algún caso cercanos a los encuadres de la pintura impresionista, o con las puestas en escena, desde unas intenciones en las que puede adivinarse cariz artístico: así lo defiende Frémaux.
Frente a la habitual afirmación de que estos hermanos de Besanzón inventaron el cine, pero Méliès, amante de la fantasía, fue el primer director, este cineasta entiende que si los pioneros no hubieran mantenido una considerable fe en su hallazgo -fruto de las previas invenciones de otros, como Edison- no habrían rodado miles de películas y que por su atención a lo real sin excesivos aderezos, y su deseo de registrar la cotidianidad, es posible situarlos en el inicio de una tradición a la que se sumarían más tarde Ozu, el neorrealismo italiano o la Nouvelle Vague (a diferencia de la magia e invenciones del creador de El viaje a la luna, que encabezaría una senda de elucubración de mundos con la que comulgarían, por supuesto en el paso de las décadas, de Fellini a Hollywood).
Antídotos frente a la prisa, las películas de los Lumière resultan pequeñas solo en duración: además de implicar la consolidación de los dispositivos antes concebidos para atrapar el movimiento, y por tanto lo transitorio y fugaz, pueden suscitar en el espectador de hoy un placer intenso, el derivado de contemplar filmes de la mayor naturalidad posible, sin relatos ni moralejas, en los que no se resta valor al divertimento ni de esos actores primeros ni del espectador, y probablemente ideados desde la conciencia de que existía una forma de belleza en la captación de lo común: de la primera salida de los trabajadores de una fábrica al llanto de dos bebés, las acrobacias de los niños y los juegos familiares en el mar, de los ejercicios militares en tiempos prebélicos al bullicio de las calles de París. Y de muchas otras ciudades: dado el éxito del cinematógrafo, los hermanos pudieron enviar operarios a lugares lejanos, de Argel a Nueva York pasando por Vietnam o por Madrid.
Las películas se fechan en un arco de diez años (de 1895 a 1905), han sido convenientemente restauradas y su proyección en salas hoy -algunas no habían vuelto a mostrarse desde su estreno- tiene mucho de emocionante, e incluso de histórico, si el público atiende a percibir que en ellas está casi todo: sonido, color y desarrollo de la ficción serán solo complementos a ese primer impulso básico por filmar(nos), por desarrollar un nuevo lenguaje que conseguiría, como llegó a afirmar alguno de los primeros espectadores, que la muerte y los tiempos pasados lo fueran un poco menos. Nada hay más contrario a la exuberancia hueca que los retazos de vida de los Lumière.