Lean on Pete, la soledad sin tregua

25/05/2018

Lean on PeteSi ayer hablábamos de que parece un prodigio que Hannah sea el segundo largometraje de Andrea Pallaoro, no lo es menos que un cineasta de la juventud de Andrew Haigh, con una trayectoria relativamente breve como director principal, haya logrado un lenguaje tan propio y sencillo, contenido y lleno de emociones, como el que mostraba en 45 años (los que él tiene ahora) y presenta ahora en Lean on Pete.

Ambas son historias de soledad en las que resulta fundamental la gestualidad de los actores principales; sus miradas y sus maneras de callarse cuentan mucho más que los diálogos, porque, además, a Haigh le gustan los personajes meditabundos, con vida y empleos discretos, de una normalidad aplastante. El que protagoniza Lean on Pete, un viaje iniciático hacia la vida adulta y en la búsqueda de un hogar, es Charley, un adolescente al que su madre abandonó y que pierde a su padre –más un colega que otra cosa– en una absurda pelea. Nadie se ha hecho nunca verdadero cargo de él, su única figura familiar es la de su tía Maggie, que vive lejos, muy lejos. Es posible que nunca haya tenido una conversación larga y sincera con nadie, y sus carreras hacia ninguna parte, buscando algo, y su interés por la estabilidad de las relaciones de su padre apuntan a una necesidad acuciante, que no deja de acentuarse a lo largo de la película, de abrirse y de encontrar personas-refugio.

En quien primero halla un lazo emocional incontestable, como muchos solitarios, no es en ningún amigo ni figura familiar sino en un animal: trabaja, para poder mantenerse, con un despiadado comerciante de caballos de carreras que no duda en sacrificarlos cuando dejan de ganarlas. Él se encariña de Lean on Pete, y cuando va a ser vendido huye con él, con la candidez del niño que se cree salvador y la fe y la necesidad de quien ha encontrado, por fin, una compañía fiel.

El periplo de ambos, de oeste a este, buscando a esa tía perdida que es su dorado constituye el acto más interesante de la película: Charley se atreve a desvelar al caballo, abandonado igual que él, como no pudo hacerlo antes a nadie, qué siente hacia su madre y cómo, siendo niño, encontraba el paraíso en las familias bien avenidas de sus amigos, en las que se hubiera quedado a vivir. En el camino se la juega para comer, aprende a confiar y a desconfiar, a tranquilizar al caballo y a tranquilizarse él, a defenderse por necesidad, a ganarse la vida… y a huir, una y otra vez, de la soledad y de quienes pueden desviarle del que considera su camino: su destino no puede ser otro que el de encontrar a la única persona conocida que lo ha querido.

En ese largo viaje, Haigh se detiene a retratar la pobreza y la marginalidad; lo que tienen de digno y lo indigno que propician, y desde un respeto mayúsculo, las aborda como una situación temporal e involuntaria a la que cualquiera puede estar expuesto, no como una eterna maldición de la que no se pueda escapar.

El filme se inspira en una novela de Willy Vlautin, realmente conmovedora, y aunque se ambienta en lo que se empeñan en llamar América profunda y no hace Haigh esfuerzos por escapar a algunos de sus tópicos, tiene una base universal de raíz: Charley son todos los que buscan, una y otra vez, el cariño y la compañía como tabla de salvación, aunque eso implique caer constantemente y luchar contra el mundo y la mala suerte, que no parece darles tregua.

 

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