El año pasado se conmemoraron 120 años del nacimiento, y sesenta de la muerte, de Yasujirō Ozu, cuya carrera fue tan breve como prolífica, sobre todo teniendo en cuenta que casi la mitad de su filmografía la llevó a cabo en su primer lustro de andadura como cineasta. Para recordar ese aniversario el pasado diciembre llegó a cines, de la mano de A Contracorriente, la restauración en 4K de Historia de un vecindario (1947); ahora Atalante presenta Las hermanas Munekata (1950), filme que antecede en tres años a la obra más célebre del japonés, Cuentos de Tokio, pero que ya esboza su tratamiento en ella del distanciamiento progresivo entre padres e hijos con el paso de las décadas, y en el contexto del mundo contemporáneo, y el aterrizaje en su país de estéticas y modos de ver la vida occidentales.
Ambos filmes, en realidad, Cuentos de Tokio y Las hermanas Munekata, reúnen en fondo y forma las claves del cine del Ozu maduro: su propósito de acercarse a la personalidad y sentimientos de cada uno de sus personajes, siempre en relación con un grupo familiar (la soledad lo es por distanciamiento de otros, no empieza y termina en cada uno); el respeto a la ancianidad y a la diferencia; la captación de la intimidad; la constante presencia de las formas de vida y la arquitectura japonesas -esta última, determinando muchos de sus planos-; o su recurso, también habitual, a los pillow shots, los planos de transición entre escenas dominados por paisajes.
Suele decirse, no obstante, que el trabajo de Ozu que inauguró su etapa de esplendor fue, aún, anterior a estas dos películas: se trata de Primavera tardía (1949), en torno a la convivencia de una mujer de cierta edad con su padre viudo, que desea casarla pese a que ello implicaría quedarse solo en la vejez. Los últimos días de otro padre viudo y las dificultades que rodean la vida matrimonial también se hacen presentes en la obra ahora recuperada, que cuenta además con un actor común: Chishû Ryû, figura fundamental del cine nipón que rodó asimismo para Akira Kurosawa.
La llegada a salas de Las hermanas Munekata supone una oportunidad excelente para disfrutar de esta obra de Ozu, poco conocida hasta el momento (por cuestiones de derechos y por la difusión escasa de su trabajo hasta no hace demasiado, dada la creencia de que no sería entendido en Occidente) y en ciertas ocasiones sorprendente: cuenta con secuencias de humor evidente, desde sus mismos comienzos en una clase de ciencias en la Universidad de Kioto hasta las mejores intervenciones de Hideko Takamine, la pequeña de las parientes de esta historia, en las que despliega Ozu una ironía abierta que encaja con sus primeras comedias pero no tanto con las obras llenas de sosiego y ternura que firmaría después.
Supone en todo caso, ese humor, un aderezo, a veces elegante y otras más visceral, pero aderezo: veremos que la trama se enmarca entre dos muertes, la del padre de las Munekata, anunciada al comienzo a la hija mayor y más introspectiva, Setsuko (Kinuyo Tanaka, cuyo rostro alcanza aquí cotas enormes de contención, hasta convertirse casi en símbolo de madurez), y la del marido de esta, Ryosuke (So Yamamura), hombre poco interesado por trabajar y aficionado a la bebida que parece mantener cariño solo hacia los gatos. La primera, aunque abre el filme, no tendrá mayor peso argumental (sí resultarán valiosos en la trama los consejos de aceptación y calma que el anciano venerable, interpretado por el mencionado Ryû, dará a sus hijas antes de fallecer); caso diferente será el de la segunda, por inesperada. Pese a que Setsuko ya había decidido separarse e iniciar una nueva vida tras años de paciencia, la desaparición de su esposo, que apenas la miraba y la trataba con desprecio, dejará en ella, una mujer reflexiva y de moral personal y muy desarrollada, una huella que desbaratará sus planes.
Sabemos que a Ozu la productora Shintoho le había encargado filmar un romance adaptando una novela de Jiro Osaragi, pero el director llevó esta historia a su terreno, depurándola al máximo e incidiendo en la psicología de sus personajes: una Setsuko apegada a la tradición y al deber (y por eso, a su marido), un Ryosuke semejante a una sombra que se escurre, que parece ahogar su desesperación en el alcohol; y, como contrapunto, una hermana pequeña, Mariko, alegre y empeñada en buscar la felicidad de todos, y un antiguo amante de Setsuko, apocado y apacible (Ken Uehara), al que unas u otras circunstancias de la vida alejan de esta familia repetidamente. En él parece encontrarse la promesa de días más amables que no llegan.
No casualmente, por cierto, Setsuko viste con kimono y Mariko conforme a la moda occidental; representan las hermanas la convivencia de la tradición y lo moderno en el Japón que resurgía después de la Guerra Mundial; quizá incluso en el propio cine de Ozu, muy pacifista y aficionado al sake. Llamativamente o no, el que fue uno de los directores que más abordó los asuntos de familia nunca se casó ni tuvo una.