El cine gallego nos está dando últimamente buenas sorpresas, una de ellas es Las altas presiones del joven director de Marín Ángel Santos, que nos ofrece una cierta radiografía mental, o sentimental, de Miguel, un joven treintañero, interpretado por Andrés Gertrúdix, que regresa a su ciudad natal –Pontevedra- por trabajo; para buscar localizaciones para un filme que nunca siente como suyo y en una fase de desencanto hacia su vida al ver que nada de lo que esperaba de ella se ha materializado. Su marcha de Galicia no ha dado frutos, y regresar al punto de partida lo hace aún más evidente.
En el camino se traza también, con pluma ligera, el retrato de una generación, la suya, que se mueve entre el conformismo, la falta de expectativas y la búsqueda de un lugar propio (bien es verdad que el entorno del protagonista no es quizá el de una juventud media, sino el de ciertos colectivos con intereses culturales y maneras hipster).
La película de Ángel Santos también se desenvuelve entre la poesía y el realismo sin concesiones; la primera porque se da mucho protagonismo a los silencios y las miradas y obtenemos más conclusiones de nuestra intuición que de lo que se nos muestra como obvio; el segundo porque podríamos decir que Las altas presiones comparte el compromiso de autores franceses como Rohmer por hacer un cine muy pegado a la vida, sin más artificios que los imprescindibles.
Se trata de una vuelta al hogar que ya no es el que se dejó, porque el tiempo y la crisis lo han transformado, las viejas amistades no están o han cambiado y la mirada frustrada, necesitada de estímulos y melancólica del protagonista, también lo transforma.
Se nota que estamos ante una opera prima, pero por su frescura, y la buena coherencia del montaje es obra de Fernando Franco, director de la muy buena La herida. El resultado: Las altas presiones es más una atmósfera que una trama.
La frustración del protagonista se hace patente en su rostro desde los primeros compases de la película, cuando recién llegado a Pontevedra trata de contactar con Mónica, la que suponemos que es su ex novia. Sólo varios días más tarde consigue verla, y hasta su idea de la vida de ella, que parece idílica, se resquebraja: la relación con su estrambótica pareja está rota. En su casa, antigua, en medio de un bosque portugués, asiste precisamente a un teatrillo de muñecos casero (uno de los mejores momentos de la película, creemos) sobre lo que no termina como se espera, el desamor y la soledad. Tampoco pueden fructificar, ni llegan siquiera a empezar en serio, los intentos de relación de Miguel con la hermana pequeña de Mónica y con una enfermera de Pontevedra, presentes ambas en los planos más bellos y sensuales de Las altas presiones.
Él logra contener al máximo su frustración, que nunca llega a expresar verbalmente, sólo podemos observarla con claridad en sus momentos de ira contra sí mismo y contra lo que parece un destino insípido: cuando rompe tazas en una fábrica abandonada sin motivación aparente, al inicio del filme, o cuando lanza materiales de desecho a un camión y se auto hiere. Fábrica abandonada, materiales abandonados, zonas deprimidas…la desolación exterior parece una transposición de la interior y Miguel podría parecer un joven sin rumbo, como los protagonistas de Oh boy o Frances Ha, pero su ansiedad es mayor y su frivolidad, menor.