Oh Boy, mi mundo por un café normal

17/03/2014

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Un veinteañero inconformista en busca de sentido o un inmaduro irremediable, según la mirada del espectador. Así es el protagonista de Oh boy, el primer largometraje de Jan Ole Gerster, su director y su guionista.

Esta película, que ha sido recibida como una espléndida savia nueva en su país (se ha llevado seis Premios del Cine Alemán, incluyendo los correspondientes a película, dirección y guion) nos habla, sin filosofar ni emitir juicios, de los intentos, más o menos válidos, más o menos infructuosos, de un joven por encontrar su lugar en el mundo; un mundo donde dar con un café “normal” es tan complicado como encontrar sentido a la vida, una enfermedad o un defecto físico pueden dejarnos fuera de juego, una carrera y un buen swing son grandes metas vitales y gritar sobre un escenario teatral logrando que nos miren puede ser un asidero.

Nikko, un nini pensador financiado por papá que ha dedicado dos años exclusivamente a reflexionar, es también un joven que, tras el buen impulso de ayudar a un vagabundo, intenta recuperar sus monedas del vaso del pobre al darse cuenta de sus números rojos y que se siente atraído por la personalidad de los ancianos que salen a su encuentro aquí y allá en cuanto que encuentra en ellos la generosidad y, sobre todo, la autenticidad. Se trata de un antihéroe que, como el Llewyn Davis de la última de los Coen pero sin su soberbia, busca su camino a veces ayudando y a veces hiriendo, pero, como en el buen cine, no nos queda claro si llega a encontrarlo: ¿qué es el éxito?¿es diferente para cada cual? ¿realmente existe? ¿y si no es así, no debemos aprender a saborear la derrota?

Rodada en blanco y negro (no importan las décadas, y los personajes, marcados todos por su soledad, nos resultan atemporales), Oh Boy incorpora atmósferas que evocan la Nouvelle Vague, el cine de Truffaut y el de Jim Jarmusch. Como su Extraños en el paraíso, esta obra aborda las motivaciones existenciales de la juventud, pero resulta muy muy difícil encontrar en sus protagonistas unos ideales concretos. Apurando mucho, podemos contemplar a Nikko como un moderno Chaplin, muy ingenuo y muy necesitado de verdad y de certezas, o al menos de un espacio donde poder buscarlas atendiendo al propio ritmo. En relación con sus cadencias personales, podemos tener la sensación de que todo transcurre muy lentamente y que la juventud (la del protagonista, y quizá la de todos) se desaprovecha. Nikko espera algo, pero, como el vivido escritor de La gran belleza, no sabe nada acerca de ese algo (y nosotros tampoco).

La película deja un poso de nostalgia por modos de vida perdidos, para bien o para mal (también de formas de entender la cultura que ya no volverán, en un Berlín que es su meca contemporánea), y nos invita a plantearnos si no hay un Nikko perdido en cada uno de nosotros dispuesto a cuestionarlo todo, aunque sea a costa de frenar, de trastocar nuestros tiempos.

A destacar, por otro lado, una estupenda banda sonora, a ritmo de jazz.

 

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