Manejar a la gente es fácil. Se le puede susurrar sus deseos y hasta sus sueños. Quien es tremendamente difícil de manejar es uno mismo.
Si sois de los que perseguís cada una de las traducciones de las novelas de Irène Némirovsky que paulatinamente va publicando la editorial Salamandra, hará ya algunos meses que cayó en vuestras manos La presa, que se publicó en 1938 y que tiene mucho en común con el resto de sus obras (el retrato sin edulcorar de un tiempo y una sociedad: la etapa de entreguerras y la burguesía y sus adyacentes), pero también algunas diferencias: más recogimiento, profundidad, y un no cargar las tintas evitando los juicios, porque se cuestionan comportamientos, no personas, tanto que podemos entender que la presa a la que se refiere el título es el propio depredador.
Némirovsky (hija de banquero, conviene recordarlo por lo que indica de conocimiento del medio) novela la vida de Jean-Luc Daguerne, un tipo modesto pero ambicioso que deja a un lado el consejo paterno de disfrutar de su juventud, y de la vida, porque las preocupaciones ya llegarán solas, para perseguir su objetivo único de enriquecerse, ganar prestigio e influencia. Se aleja de su familia, símbolo aquí de los afectos, para casarse con una joven rica con la que mantiene una relación interesada y obtener así el trabajo y el dinero que busca (estos sí, queridos muy sinceramente).
La jugada le sale bien hasta que ese castillo puramente material que parecía sólido se viene poco a poco abajo (el primero en caerse es el sentimental) y él conoce, por fin, con cierta vergüenza y confusión, el enamoramiento sincero… no correspondido. Finalmente nada le importa más que eso y eso no lo puede comprar; llegó tarde a lo bueno porque sus mejores años los pasó inmerso en un juego (con consecuencias) de mentiras, halagos falsos, traiciones, olvido de sí mismo y de los demás…
Némirovsky lo sabe todo de esos personajes deseosos de llevar una vida-trofeo en la que las raíces y lo verdadero no tienen cabida: la madre de la muchacha de El baile, la esposa y la hija de David Golder, el Dario Asfar último de El maestro de almas… son figuras materialistas (bastante más perfiladas que sus secundarios) que han confundido su ser con su fachada y han hecho de la opinión que los demás tienen de sí mismos su propia opinión, aunque a veces sea la vida la que les haya conducido a ese camino, sobre todo en el caso de Asfar. En Némirovsky queda claro que las riquezas, sobre todo las no acostumbradas, son muy difíciles de asimilar.
Y la rectificación a veces es posible y otras ya llega a destiempo; para cuándo se aprende la lección (a valorar “los bienes de este mundo”) no hay tiempo ni fuerzas para encauzar el futuro. Los de Daguerne, su esposa y su amante, son personajes que no se olvidan porque, aunque muy explicados por su contexto, contienen rasgos universales sobre los que esta autora ucraniana ofrece una mirada penetrante y nunca idealizada, aunque sí compasiva. Como un bisturí con mucha alma. Tras cada personaje hay un conflicto; (casi) tras cada relación, una guerra, y no parece que el tiempo vaya a cambiarlo.
Es una de sus novelas que más nos han gustado; tiene, en tema y forma, muchísimo que ver con el resto, pero -puede ser que se deba al tono pesimista y compasivo del conjunto, sin subidas ni bajadas- resulta más redonda y depurada, y su inmersión en la figura compleja de Daguerne, en su evolución sin posibilidades de éxito, invita siempre a continuar leyendo.