La ceniza es el blanco más puro: perderlo y ganarlo todo

11/06/2019

La ceniza es el blanco más puroDe nuevo intercalando historias personales con la de China en las últimas décadas y otra vez mimando tramas muy pulidas en las que cualquier pequeño desliz podía haber desbaratado (y no lo hace) la poesía general. Así ha regresado Jia Zhangke tras Más allá de las montañas, y también aludiendo a los ambientes de criminalidad que ya trató en Pickpocket o Unknown Pleasures, aunque esta vez ha elegido zambullirse en un jianghu, una pequeña, leal y cohesionada mafia local en la que se transmite violencia pero también ciertos valores.

Como Más allá de las montañas, La ceniza es el blanco más puro, esta nueva obra, cuenta con una sólida estructura temporal en tres partes, en este caso correspondientes a otras tantas fases de la evolución de una pareja: unida primero, forzadamente separada después y reencontrada, en el transcurso de casi veinte años en los que casi todo se transforma entre ellos, en la forma de ser de Qiao (una Zhao Tao de nuevo excepcional) y también en su país. Asistimos progresivamente, y de forma muy clara, al cierre de las minas tradicionales, a su reemplazo por explotaciones de petróleo y a la revolución en los transportes y las comunicaciones. Ante nuestros ojos envejece la pareja, pero también se transforman los paisajes y, desde luego, las relaciones personales y sus códigos.

Decíamos que esas tres secciones evidentes que articulan el relato estructuran la vida de una pareja, pero sobre todo nos permiten adentrarnos en la personalidad en evolución del personaje de Qiao, convertido en épico. Su rostro, aunque siempre contenido como el propio guion, marca el devenir de la película y la explica; también sus manos, que primero cogen una pistola con curiosidad, después con decisión y finalmente terminan aferrándose a una botella de agua, que emplea como nueva arma cuando lo requiere, y a las pocas pertenencias imprescindibles que le ha dejado su relación  devoradora con Bin (Liao Fan), que, en cierto modo, siempre le fue esquivo. Para salvar su vida empuñó un arma ilegal, para encubrirlo pasó cinco años en la cárcel y a la salida de la prisión solo encontró, en un principio, soledad. Bin regresaría, claro, al necesitarla de nuevo cuando su mala vida le dejó sin poder andar, pero ya nada fue igual… aunque muchas cosas, sobre todo en él, nunca cambiaron.

Qiao encarna a esas figuras, que son bíblicas y mitológicas pero también absolutamente de andar por casa, en las que el destino nunca termina de cebarse, como los boxeadores en su saco. Cuando parece que nada más pueden perder y que no hay opción de un hundimiento mayor, aún les esperan nuevos reveses, pero ellas saben encararlos, por experiencia, con las expectativas lo bastante altas o lo suficientemente bajas para no rendirse y tampoco esperar nada. Zhao Tao parece la protagonista de la tragedia griega de cada día, rodeada de violencia y música y haciéndose cada vez más sabia. Sabio es también el cineasta, que, pese a su juventud, no nos muestra gestos, objetos ni miradas sin una razón que haga aún más redonda la trama. A la salida de la cárcel, con solo un bolso y una mochila y tras ser robada, Qiao acude en busca de Bin a unas oficinas familiares y no consigue abrir una puerta automática por más que mueve sus manos intentando ser detectada. Una azafata llega entonces, caminando con toda seguridad, y ante ella sí se abre el cristal sin problema: la amante que espera y que recorre el país buscando a la pareja que la ha abandonado queda casi convertida en metáfora de quienes tienen todo perdido por más que luchen, porque la fortuna solo sonríe a otros elegidos una y otra vez. Incluso ante los sensores.

Lo que queda de la relación pasada de Bin y Qiao son cenizas purificadas tras varios fuegos; ella también termina siendo el rastro depurado, resabiado pero incorrupto, de lo que fue.

La ceniza es el blanco más puro

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