En 45 años, Andrew Haigh retrató a un matrimonio con casi medio siglo de convivencia a sus espaldas en proceso de devastación gracias a un antiguo cadáver, y sobre todo se fijaba en una Charlotte Rampling cada vez más sola y confundida, tratando de mantener hasta sus últimas consecuencias una normalidad que no existe, quizá con la aspiración de que resucite si se la practica.
Aunque las tramas distan bastante entre sí, algo tiene que ver aquella Rampling buscando mantener a salvo una vida que se disuelve, forzando las rutinas, con la Rampling que encarna, hasta fundirse en ella, a Hannah, la mujer que es protagonista absoluta del último filme del director italiano Andrea Pallaoro.
Facilitando los datos justos para que podamos elucubrar su contexto, porque en Hannah casi todo lo que no es el rostro de la actriz es anecdótico y accesorio, y con un guion más que depurado, este joven cineasta nos enseña el día a día de una mujer madura cuyo presente –no tanto ella misma– está marcado por una vergüenza innombrable, una tragedia que se deja intuir al espectador a través de medidos gestos, miradas, pocas palabras… Es una mancha que se nos escurre, pero que pesa y se hace grave en el ambiente silencioso de su casa, que le impide prácticamente sonreír, que aleja de ella a su único hijo y que le niega la entrada a una piscina pública.
Esa marca que no desaparece por más que en el día a día, en su trabajo como limpiadora en el hogar de otra familia o en sus clases de actuación, Hannah mantenga una absoluta corrección con los demás, no procede de ella, sino de su marido en prisión. Continúa siendo su esposa, visitándole pese a sus hechos abominables, y también continúa, sin éxito, tratando de acercarse a su hijo y su nieto, y cocinando, trabajando, viajando en metro, pensando seguramente en el origen de su desgracia sin nunca hablar de ello, nunca gritar ni tomar decisiones que le ayuden a escapar. Solo sigue y sigue, como si el único futuro posible fuese la rutina y la continuidad mientras no se demuestre lo contrario. Únicamente rompe con ella cuando coge un autobús para viajar al mar y encuentra en la playa una muy metafórica ballena varada que ya solo puede ser pasto de las fotografías.
Lo que Rampling y Pallaoro nos ofrecen –es complicado, tras ver la película, pensar que Hannah podía haber sido otra actriz– es un retrato de la soledad, y del abandono en dos vertientes: de uno hacia sí mismo y de los demás. El director podía haber elegido recrearse en la distancia de un matrimonio que no está roto en lo legal, o haber abordado lo que significa la vergüenza para quien ha abusado de los demás y es castigado, pero muy oportunamente –sorprende mucho que este sea su segundo largometraje– ha decidido llevar nuestra mirada hacia una víctima colateral del daño, la mujer del monstruo, que vive en un infierno silencioso en el que las formas se respetan por fuera y corroen por dentro.
No es casual que, en las clases de interpretación a las que asiste, Hannah se muestre absolutamente comedida en lo que tiene que ver con la expresión corporal y el movimiento; ese comedimiento es el que mantiene –podemos presumir que ha mantenido– siempre en su vida; cuesta pensar en que alguna vez pudiera manifestar rebeldía. Como la Nora de Casa de muñecas, que es oportunamente la pieza teatral que el grupo prepara, aún no se ha emancipado. Tampoco podemos considerar una anécdota que su relación más estrecha la mantenga con el niño, ciego, de la familia para la que limpia: él no conoce ni su rostro ni su pasado, no puede juzgarla ni censurar el sometimiento y el sacrificio, también la ocultación, que sus gestos expresan. Y resulta igualmente significativo que elija ceder su perro, fiel a su marido encarcelado, a una nueva familia, en lugar de ser ella la que tome las riendas de su propia vida y haga las maletas.
Sin embargo, más que Ibsen –Nora queda lejos en edad y en contexto a la protagonista–, la referencia más clara de Pallaoro en Hannah ha sido Chantal Akerman y su ya clásico Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles: ambos han captado de forma soberbia en sus respectivos filmes toda la toxicidad, la frustración hacia uno mismo y hacia el entorno que fluyen (no fluyen) en la cotidianidad, en cada movimiento habitual; la tragedia que un par de veces al día viaja en metro y a veces está a punto de cerrarse con un salto al andén.
Es posible, y conveniente, encontrar lecturas múltiples de la película en relación con el rol de las mujeres en el matrimonio, ayer y hoy, y con el peso multiforme y espantoso que una mala elección/imposición amorosa en la juventud ocasionó para tantas, para siempre. Pero también podemos ir más allá y reflexionar, a partir de Hannah, sobre nuestro verdadero poder de decisión en determinadas circunstancias vitales, sobre los enemigos de sí mismos, incluso sobre lo que la inacción puede tener de decisión libre. En cualquier caso, el cineasta italiano ha venido a demostrar, de nuevo, que los mayores escenarios de terror son los cotidianos y que los grandes dramas son los familiares.