Una expresión latina reza Corruptio optimi pessima, refiriéndose a que la corrupción de los mejores es la peor de todas (peor también que la de los mediocres). Es posible también que los chispazos de virtud y brillantez en lo aparentemente pésimo sean óptimos.
La religión, o el peso de la fe, continúan estando muy presentes, de forma explícita o implícita, en el cine polaco; basta pensar en los filmes recientes de Paweł Pawlikowski, y es posible que la revisión de las formas de creer, y la necesidad de cultivar una forma de fe personal, formen parte de cierta corriente cinematográfica reciente, más allá de Malick (El insulto, Calvary, El reverendo, Las inocentes…).
Corpus Christi, tercer filme del director Jan Komasa, puede inscribirse en esa línea pero podemos decir que nos habla, en un sentido más amplio, de las opciones y escapatorias humanas en situaciones de degradación casi absoluta; cuando se ha caído extremadamente bajo (tan bajo como el asesinato) y en ningún sitio y en nadie parece encontrarse el camino de vuelta, no hacia la luz, sino a la autoaceptación. El protagonista de esta historia es Daniel (Bartosz Bielenia), joven proclive a la bebida y a la violencia pero también a la lucidez, alienado pero consciente de su situación y atraído por la fe cuando es acogedora y no exige la apariencia de virtud como punto de partida. Toda la complejidad del personaje se condensa en la expresividad elástica del rostro de Bielenia, capaz de transmitir depravación y compasión, total conexión con los vicios terrenos y misticismo. Detectamos pronto su inteligencia extraña, un aire alucinado que parece venir de haber comprendido lo que a la mayoría se nos escapa y que se extiende a la realización y la fotografía, entre el naturalismo y una neblina que nos sitúa en terrenos más etéreos.
Recluido en un reformatorio y obligado a trabajar en un aserradero junto a muchachos no menos embrutecidos y despojados del respeto ajeno que él, seducen a Daniel las maneras libres y la concepción abierta de la religión del sacerdote que los atiende y a veces alivia. Desea ser investido él también, pero sus antecedentes se lo impedirían (como un conductor de autobús le recuerda, la mancha no puede disimularse ni en la distancia).
A priori sin mucha confianza en sus opciones de resultar creíble, decide hacerse pasar por el nuevo párroco de una localidad cercana, ofreciendo a sus feligreses la clase de acompañamiento y escucha que considera que todo individuo castigado (todos lo están, por un motivo u otro) necesita. Se deshace de ritos y encorsetamientos para cuidar de lo que considera esencial, levantando algunos apegos y muchas suspicacias. Él mismo se alimenta de su experiencia, de la posibilidad de desarrollar la empatía que su nuevo oficio le ofrece: una secuencia clave de Corpus Christi, una de las más depuradas y bellas, se dedica a su encuentro con una anciana a la que vio morir; Daniel quedó profundamente conmovido, y nada inquieto, acompañándola en su marcha tranquila. El que fue asesino es ahora un cura impostor, pero su profunda humanidad y su comprensión de los pecados y las penas ajenos enfrenta a muchos supuestos virtuosos a sus propias imposturas.
No se convierte Daniel en el pueblo, porque no estrenó allí su fe. Y no fue el pueblo el que lo salva, no es esta una historia de redención por la senda religiosa. Su trama y su desenlace, en muchos sentidos punk, hablan de culpas y de perdón hacia dentro y hacia afuera; también de estigmas sociales, de autenticidad y de lo muy cerca que pueden estar los cielos y los bajos fondos, (la carne y el espíritu).