Félix de la Concha en la terraza de Torres Blancas

La Galería Fernández-Braso muestra su serie dedicada al edificio de Sáenz de Oiza

En parte por impulso y en parte por rebeldía (las de pintura y pintura de paisajes son las asignaturas que suspendió estudiando Bellas Artes, por su afán por representar la realidad de manera fidedigna), Félix de la Concha siempre ha trabajado sobre lienzo y en el campo de la figuración. Su terreno ha sido el de los retratos y los paisajes, pero sobre todo el de los paisajes habitados por arquitecturas en los que no encontramos presencia humana; artífices o moradores nunca están presentes, aunque sí su huella: estos edificios de algún modo los trascienden.

Al margen de esas construcciones, el gran asunto abordado en su producción es el tiempo: no solo busca congelar sus motivos de manera veraz, también mostrarnos las múltiples versiones de ellos que nos ofrecen las horas del día, las estaciones, los cambios de luz y lo que, pese al cambio, permanece. El suyo es, dice la crítica María Escribano, un combate contra lo mutable, a cielo abierto, porque este autor, como los realistas decimonónicos, trabaja casi siempre fuera de su estudio o más bien hace de cada lugar donde desarrolla sus obras su taller.

 

A mediados de los noventa, y tras su estancia como becado en la Real Academia de España en Roma, el pintor decidió permanecer en la capital italiana varios años, atraído por la convivencia en sus calles de lo pasado y lo presente, por la vida que continuaba su ritmo entre vestigios. Dedicó series al Circo Máximo, el palacio Doria Pamphili o las casas populares de Donna Olimpia, conjuntos que incluían grandes polípticos en óleo sobre lienzo, y prolongó esos trabajos durante meses porque quería ir más allá del reflejo del instante preciso, aunque este también le interesara: buscó descomponer el antes y el después de ese momento en una sucesión de imágenes que resultaran indisociables del resto y que, a su vez, albergarán visiones diferentes del tema, reflejando iluminaciones, tiempos y, por qué no, también el estado de ánimo del artista.

Para De la Concha, como para figuras como Hockney, conocedores de que, frente a la fotografía, la pintura otorga libertad a nuestra lente y desafía el estatismo, la captación de lo efímero supone, sin embargo, una ruta de acercamiento a lo permanente; justamente la arquitectura, como decíamos centro de la mayor parte de sus composiciones, es seguramente el campo de la creación humana con una mayor vocación de eternidad.

El grueso de sus trabajos nos trasladan a su entorno cercano, en el que ocasiones encontramos edificios emblemáticos pero también viviendas sencillas, caravanas abandonadas o ruinas modernas, en tránsito entre la melancolía y el entusiasmo. Tras dejar Roma, este autor se trasladó a Estados Unidos, en cuya Costa Este residiría durante algo más de dos décadas, pintando entonces sus edificaciones, y la luz que las envolvía, a veces hopperiana, con el propósito de hacer suyo también el espíritu de cada lugar: destaca la serie de las 365 vistas de la catedral de Learning, en Pittsburgh; A contrarreloj, sobre el Frick Center; las que versan sobre paisajes de Vermont, New Hampshire y Boone, la serie de la caravana solitaria y, sobre todo, el conjunto que brindó a la Casa de la Cascada de Frank Lloyd Wright, por encargo de su directora, Lynda S. Waggoner.

Trabajó allí durante dos años, pintando por la mañana y por la noche y registrando las variaciones lumínicas, atendiendo a su exterior pero también a sus cómodos interiores, aspiracionales para la burguesía americana durante muchos años. Parte de aquel conjunto puede verse hasta mayo en la Galería Fernández-Braso de Madrid, junto a su serie dedicada a Torres-Blancas, iniciada tras el confinamiento y realizada durante un año y medio.

Félix de la Concha. En el portal, 2020
Félix de la Concha. En el portal, 2020

Es sabido que Sáenz de Oiza era admirador de Lloyd Wright, así que para De la Concha llevar sus pinceles a este edificio era un modo de dar continuidad a su labor en la Casa de la Cascada. Gana peso, en estas nuevas piezas, la atención a las distancias visuales entre objetos y construcciones y también a las relaciones entre líneas horizontales y verticales, aunque Torres Blancas supusiera un desafío al predominio de las rectas y las formas cúbicas; entendió Oíza, justamente, que las redondeadas se aproximaban más a la naturaleza.

En algunas de estas pinturas prima la verticalidad, impuesta por la misma torre; otras recogen vistas parciales del exterior, marcado por los diseños circulares de las terrazas. En el portal, desconocido para muchos, la madera pintada convive con el metacrilato, el mármol rosado portugués y la escayola en los techos, y a él también ha dedicado De la Concha varias pinturas y dos polípticos: en uno de ellos se nos muestra la visión del visitante al llegar, con el jardín a la derecha y el portal al fondo visto a través de los cristales, mientras que, en el otro, también de seis piezas y realizado en el interior, el protagonismo recae en los grandes cilindros aplanados del techo.

Por otro lado, una buena parte de las obras de este proyecto las realizó desde la terraza, atendiendo al paisaje urbano circundante pero también a la bella barandilla de madera que marca ciertas distancias respecto a aquel. En otras ocasiones jugó con las ondulaciones azules de la piscina, objeto de deseo para muchos vecindarios españoles a mediados del siglo pasado.

Félix de la Concha. En la piscina mirando hacia la Torre Picasso. 2021
Félix de la Concha. En la piscina mirando hacia la Torre Picasso. 2021

 

 

Félix de la Concha. “TORRES BLANCAS. After Fallingwater”

GALERÍA FERNÁNDEZ-BRASO

c/ Villanueva, 30

Madrid

Hasta mayo de 2022

 

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