Fuente de Cantos, en Badajoz, tenía unos setecientos habitantes cuando nació allí, en 1598, Francisco de Zurbarán, sexto hijo de un tendero en buena posición. Nadie podía imaginar que se convertiría en uno de los grandes de la pintura española, pero sabemos que desde niño dio muestras de su talento porque en 1613 su padre otorgó un poder para que pudiera formarse con el pintor de imaginería Pedro Díaz de Villanueva en Sevilla.
Su primera obra conocida es una Inmaculada de 1616 llena de ternura y cargada también de defectos técnicos, tantos como ilusiones. En 1617 finalizó su aprendizaje y regresó a su pueblo sin pasar por el examen de maestría; parece que tenía prisa por volver, y quizá tuviera relación con que a los pocos meses se casó con María Páez.
El Cabildo de Llerena, donde bautizó a su hija María, le encargó una fuente y, más tarde, pintó para la Cartuja sevillana de las Cuevas, donde su mujer tenía familia, La visita de San Bruno al papa Urbano II, donde ya se percibe su interés por la captación virtuosa de las telas; El Refectorio, muy desornamentada, en la que la blancura del lienzo juega con la luz marfileña de los hábitos, y La Virgen de las Cuevas, heredera del candor de las vírgenes de misericordia medievales, según Guinard. La datación de estas piezas se ha modificado: ya no se consideran producción tan temprana, sino que se fechan a mediados de siglo.
Esas pinturas ya impresionaron a Alonso Cano y, en este momento, los frailes cartujos le aconsejaron viajar a Granada para conocer la obra de Sánchez Cotán, uno de los pocos que trabajaban al natural en aquel tiempo. Pero aquellos primeros éxitos coincidieron con penas personales: en 1623 tuvo a su tercera hija y murió su mujer.
Parece que, desamparado en su soledad, se casó dos años después con Beatriz Morales, que le apoyaría mucho en adelante. Entonces comenzó para Zurbarán una etapa de trabajo febril: en 1626, el convento dominico de san Pablo le encargó 21 cuadros en un plazo de ocho meses, de los que se conservan La entrega milagrosa del verdadero retrato de Santo Domingo en el monasterio de Soriano y La curación milagrosa del Beato Reginaldo de Orleans, en la que, sobre un plato, aparecen una taza, una manzana y una rosa, detalles de cercanía que serían tan habituales en sus trabajos posteriores. De los doctores de la Iglesia solo quedan tres en Sevilla: San Ambrosio, donde profundiza en el retrato psicológico; San Gregorio Magno, un estupendo estudio de perspectiva, y San Jerónimo, seguramente una de sus mejores obras.
En 1627 pintó un Cristo crucificado de belleza sobrecogedora: sobre un fondo oscuro, iluminó el lado izquierdo mientras el derecho permanecía en sombra. Una mano se abre y la otra se encoge de dolor; el paño se entrecruza en mil pliegues y en la cruz realizó un estudio impresionante de la madera y la sangre.
Al año siguiente llevó a cabo un contrato de 22 pinturas con la Merced Calzada: se trata de escenas de la vida de san Pedro Nolasco que tenían que tener una dimensión dada de 1,65 x 2,10 metros. Zurbarán residiría allí con sus ayudantes y se le proveería de todo lo necesario, porque, en sus palabras, yo solo he de poner mis manos. De ellos solo se conservan cuatro lienzos; en el Prado se encuentran La visión de san Pedro Nolasco y Aparición del Apóstol san Pedro a san Pedro Nolasco.
Su éxito se extendió y el municipio de Sevilla le suplicó que estableciera allí su residencia: entonces la ciudad “tomará cuidado de favorecerle y de ayudarle en toda circunstancia”. En 1629 se encarga de continuar el ciclo Vida de San Buenaventura que había iniciado Francisco de Herrera; en estas obras, Zurbarán intenta mostrarnos el triunfo de la contemplación en el seno de la vida activa. Destaca La exposición del cuerpo de san Buenaventura, en el Louvre. Para Guinard, salvo El entierro del Conde Orgaz, ninguna pintura posterior al Renacimiento ofrece una imagen así de la muerte de los justos y su grandeza.
Los encargos se suceden. También en 1629 firma un contrato para pintar el retablo de San José de la Trinidad de Calzadas y se compromete a pintar doce doctores mercenarios, pero el panorama se torció en 1630.
El pasado siempre vuelve y ahora puede arrepentirse de sus prisas juveniles por regresar a Fuente de Cantos.
Un año después de la invitación del Cabildo para ir a vivir a Sevilla, Alonso Cano, en nombre del gremio de pintores, exige a Zurbarán que se someta a un examen conforme a la ley. La polémica se hizo agria, pero las autoridades lo apoyaron encargándole una Inmaculada. Es la hora del triunfo: pinta para la Catedral el Retablo de san Pedro y la maravillosa Inmaculada de Jadraque, una composición muy equilibrada.
Zurbarán vertía su profunda fe en sus pinturas; lo vemos en su Inmaculada Concepción con dos clérigos jóvenes (1632), en la que de la boca de los muchachos surge la súplica en latín Muestra que eres Madre; haznos dulces y castos.
En Un carnero, de menor tamaño, se recreó en los estudios del blanco entre los rizos. Además, se dedicó a plasmar escenas domésticas de la Virgen con el Niño y una serie de Vírgenes niñas que duermen, pintan o cosen con una ingenuidad conmovedora. Pudo inspirarse en su hija Isabel, de diez años entonces.
Comenzó también a llevar a cabo sus pinturas de la Santa Faz en numerosas variantes y escorzos mientras, al mismo tiempo, se sentía atraído por las que llamaba “naturalezas inanimadas”, los bodegones. El éxito le sonríe y por una orden real se le llama a Madrid, donde pintó para el Buen Retiro la serie Las fuerzas de Hércules, donde parece describir más la angustia del héroe que su gloria. Guinard habló de Barroco de fuerza, más que de movimiento; se dice que Felipe IV quedó fascinado.
En 1635 pintó el retrato de El joven Conde de Torrepalma, cuya silueta surgía de la sombra. Al mismo tiempo contrata el Retablo de san Esteban para la iglesia sevillana de ese nombre y, en 1636, Padre eterno, representación de Dios.
Al año siguiente, junto con Alonso Cano y José de Arce, comenzó un retablo para la Cartuja de Nuestra Señora de la Defensión de Jerez, pero abandonó el trabajo porque la ciudad de Sevilla deseaba obsequiar al rey con un barco y se le encargó su decoración, en la que Zurbarán puso a prueba todas sus dotes. Los elogios fueron clamorosos y llegó a firmar como Pintor del Rey.
Finalizadas las pinturas para el barco, volvió a la Cartuja de Jerez, donde realizó una Anunciación que ahora se encuentra en el Musée de Grenoble. Presentó la escena en un interior ideal que prolonga sus luces cálidas en las luces de un rompimiento de gloria.
En sus obras aparece la figura de san José representada como hombre joven lleno de fortaleza, como en la Circuncisión. Posteriormente, en el Monasterio jerónimo de Guadalupe pinta en la sacristía una magnífica colección de pinturas jugando con la luz del medio ambiente. Quedaba claro que su capacidad de trabajo era desbordante; para Camón Aznar, ni Rubens ni Tiziano en sus fases de mayor fiebre creativa igualaron su esfuerzo.
Pero el dolor volvió… de nuevo con la muerte de su mujer. Buscó refugio en la Merced Descalza y allí trabajó en Cristo con san Lucas como pintor, que pudiera ser su autorretrato como el santo que ofrece a Dios sus pinceles. Hacia esa época acabó su radiante Inmaculada del Museo Cerralbo.
Durante unos años su ritmo se aminora. Hasta que vuelve a casarse: en 1644, con Leonor de Tordera. Con ella tuvo seis hijos y regresó a la intensidad: realizó un San Antonio joven y alegre y sus grandes series, como los Siete infantes de Lara o Jacob y sus doce hijos, que despertaron mucho interés en su tiempo.
También tienen gran importancia sus series de santas, de las que conservamos medio centenar aproximadamente, casi todas obras de taller. Destacan Santa Margarita y Santa Casilda Niña, tratadas con gran delicadeza.
En 1649 la llegada de la peste se llevó por delante la alegría de Sevilla y también a cinco de sus hijos con Leonor. Le atosigan las deudas, le embargan sus bienes. En 1656 pinta Cristo con la cruz a cuestas, peso que podría sentir sobre sí mismo, identificándose con esa figura hundida en el crepúsculo violento.
En 1658 ya no puede resistir y viaja a Madrid buscando una gloria que se le escapa de las manos. Nunca volverá a Sevilla. En Madrid se encuentra por última vez con Alonso Cano ante un tribunal encargado de probar la limpieza de sangre de Velázquez, trámite necesario para convertir al autor de La Venus del espejo en caballero de Santiago.
Dos años más tarde, lo que queda de su familia se reúne con él. Trae algunos cuadros y los vende bien. Además, le llega un encargo serio: uno de los altares de la capilla de san Diego de Alcalá de Henares; los otros dos fueron obra de Cano y Bartolomé Román. Son piezas en las que se conjugan dolor y ternura, como Virgen con el Niño Jesús y san Juanito o Virgen amamantando al Niño, donde no faltan las flores o el juego alegre de las manzanas.
Ahora en los rostros de los personajes se refleja el dramatismo de su vida, como el de San Pedro arrepentido.
Tras afirmarse la doctrina concepcionista, en 1661, pinta la Inmaculada Concepción del Museo de Budapest, una evocación nostálgica de la de 1616. Falleció en 1664 y su testamento fue algo parecido un canto a la gloria efímera: Una capa de paño y dos sombreros… un vestido de color acanelado viejo… dos tablas de manteles ordinarios… seis toallas…