El británico William Hogarth (1697-1764) pertenece a la generación de Watteau y Chardin, pero, al lado de los anteriores, su técnica y estilo formal parecen inferiores: hasta hace unas décadas, este pintor no había llamado suficientemente la atención fuera del Reino Unido por esa supuesta torpeza en el trazo que hoy, prácticamente, consideramos aliciente positivo, dada su personalidad.
Artista autodidacta, Hogarth recibió formación técnica como grabador y luchó ya en vida contra la falta de reconocimiento y el esnobismo de la sociedad británica. Definió sus trabajos como comic history painting: pintura de historia cómica, afirmación que tendrá mucho calado. Hay que recordar que la palabra cómic procede de comedia, que en griego designa a las representaciones teatrales que tratan de la vida contemporánea (frente a la tragedia, que habla de héroes o dioses legendarios que desarrollan acciones sobrenaturales). Los relatos presentes en sus obras producían en el espectador risa o emoción en la medida en que veía en ellos reflejados sus propias historias.
Sus fuentes de inspiración para llevar aquel género a la pintura no son las tradicionales. El inglés era contemporáneo al escritor Henry Fielding, que se dirigía al lector en sus novelas para irle contando sus propios problemas como narrador al hilo de su texto. Decía: Lo que hago tiene gran mérito, porque estoy haciendo historia, no historia oficial, sino la que no se ve, la historia del pueblo, y para ello hay que meterse en los agujeros y escondrijos de la realidad. Se refería a que estaba vertebrando una historia de lo privado, no de lo público: de lo que se oculta o nadie observa. Amigo de Hogarth, ambos trabajaban en la misma tarea.
También tenía éxito en aquel momento la comedia musical, en operetas y zarzuelas: recreaciones musicales de cuitas populares con música igualmente popular.
El cómic, ya sabemos, consiste en una sucesión de imágenes; a la hora de captar la temporalidad en pintura, el artista no colocó en primer plano la escena principal y al fondo las anteriores, en el sentido clásico, sino que las hizo contiguas y las presentó una tras otra. Se estaba fraguando, en el siglo XVIII, la civilización de la imagen y Hogarth fue uno de los primeros en darse cuenta de que era imprescindible introducir en la pintura una nueva forma de narrar.
Representó la vida callejera, las andanzas de quienes emigraban del campo a la ciudad, de la gente común. No hay que olvidar que en el siglo XVIII se inventó la sociología y que Hogarth era también coetáneo a Rousseau y Hume y pintó asimismo desde una mirada psicológica. Los tres participaron de una misma creencia: no nos comportamos en función de la propia naturaleza, sino que la sociedad nos corrompe. Todo ello confluye en la sátira y en cierta crítica caricaturesca del pueblo.
En La atribución de la paternidad (hacia 1729) representó a una criada analfabeta y embarazada y a un hombre lavándose las manos: el burgués ha tenido relaciones con una campesina del servicio doméstico. La madre de la joven lo presiona para casarse, pero él se niega, por eso se ha acudido ante el juez de paz. Se añaden figuras anecdóticas a los que Hogarth presta detalle: una niña sentada en una sillita, un pillo tratando de engañar a la muchacha…
Como Greuze, el inglés abandona las pinturas costumbristas de pequeño formato que resaltaban la gracia y la presunta animalidad del campesino: plantea la historia en una escena solemne y trágica, superponiendo las composiciones piramidal y ondulante y utilizando el claroscuro con sentido naturalista, como conviene a este tipo de composiciones. Realiza, además, una descripción pormenorizada del ajuar doméstico.
Las figuras no aparecen disfrazadas, como reyes o nobles manifestando su poder, sino que visten como lo que son: burgueses y campesinos. Muestra Hogarth toda una tipología social y un amplio inventario de objetos no suntuosos, como la silla lacada y el mapamundi, que prueban que nos situamos ante una estancia burguesa corriente, como las descritas por los novelistas de entonces.
En la Iglesia (1728) es un buen ejemplo del espíritu satírico de Hogarth. Un exaltado clérigo se dirige con intensidad amenazante a su parroquia, produciendo el efecto contrario a sus intereses: todos duermen. Un reloj de arena sugiere que lleva mucho tiempo hablando.
La obra puede interpretarse en muchos sentidos, no opuestos sino complementarios: como una alusión a la dificultad de predicar a una sociedad corrupta por mucho esfuerzo que se haga (discurso moral) o a la proliferación de las sectas, en un momento en que se rompen los cánones absolutos y surgen el relativismo y el nihilismo. Solo en Reino Unido y Holanda existía en este momento libertad de credo y culto.
Todas las obras de Hogarth deben contemplarse pensando que no hay en ellas un solo objeto que no simbolice algo, con un carácter satírico o crítico: el ojo derecho del sacristán se dirige al escote de la joven dormida a su lado.
El poeta en la miseria (1729-1936) es una obra sorprendente en relación con la representación de la vida del artista, en posición social vulnerable. Su mitificación es un fenómeno contemporáneo, aunque date del siglo XVI la reivindicación de la condición intelectual, más que manual, de su trabajo.
Hasta entonces, el poeta, o el creador, no representaban socialmente casi nada, pero esa actitud comenzó a cambiar justo en el siglo XVIII: la sacralización del artista es simultánea al proceso de secularización de la sociedad, que transfiere el valor trascendente antes dado a lo sagrado al arte y a sus autores, los únicos a los que desde ahora se conceden poderes especiales.
Este trabajo de Hogarth informa de una situación frecuente: el poeta, por su excelencia, nunca tuvo proyección social. La dificultad de su literatura lo aleja aún del público, en un momento en que este se estaba gestando. En este caso vive en una buhardilla; en la zonificación social de los edificios, antes de que existieran la calefacción y el ascensor, era el espacio más pequeño, frío y peor considerado, donde habitaban normalmente el servicio doméstico o los miserables.
En un interior muy pequeño, aparece en bata, escribiendo junto a su mujer, que le cose quizá sus únicos calzones. La alacena se nos muestra abierta y vacía: viven en la pobreza. Llega a su cuarto la casera con su tabla de cuentas: esa miseria se ve realzada con la idea de que el escritor no puede pagar su alquiler, una imagen de lo que será después la bohemia artística.
Hasta aquel momento los poetas vivían, sobre todo, de la protección de un aristócrata. Cuando el mecenazgo nobiliario se sustituye por el burgués, solo importaba la venta de sus obras; si el literato no cultivaba la escritura de evasión, su supervivencia era difícil.
La espada de caballero que hay en el suelo es un atributo de los nobles, y en ese momento solo ellos podían llevarla. Que este personaje cuente con ella en su reducido ajuar habla de pretensiones de grandeza satirizadas.
Como decíamos, en comparación con la de Watteau o Chardin, la pintura de Hogarth parece paupérrima, pero no podemos valorarla solo por su cualidad formal: en no pocas ocasiones, la tosquedad conviene a los mensajes. Este artista británico incorpora muchos elementos humorísticos, influencias holandesas y realiza un arte popular basto formalmente, pero la suya no es una simplicidad gratuita o derivada de la incapacidad, sino que conviene para contar lo que se pretende.
La Familia Fountaine (1730) es una conversation piece (escena de conversación) creada por encargo. El antecedente directo de estas composiciones lo encontramos en los retratos de grupo holandeses de Hals o Rembrandt.
La familia no se presenta aquí como una especie heráldica, sino en actitud burguesa, en conversación distendida. Sus miembros son burgueses refinados, sin lujos pero confortablemente vestidos, comentando la adquisición de un cuadro, muestra de sensibilidad, como el hecho de que se encuentren en el jardín, manifestación de una atención a la naturaleza entonces creciente. Se trata, además, de un jardín muy inglés, pintoresco y frondoso aunque haya sido tocado por la mano humana.
En Recital infantil (1731-1732), unos niños realizan una representación teatral ante su familia. En la pintura tradicional, los niños no se encontraban presentes sino excepcionalmente (como putti, infantes), porque se consideraba la infancia un error reparable, física y anímicamente; en la obra de Hogarth, los niños sí son habituales y el pintor se recrea en su encanto y los convierte en protagonistas, porque su entretenimiento es representar una pieza teatral, lo que indica que saben leer y escribir, memorizar y recitar.
La diagonal de perspectiva ensarta dos realidades: lo visto y los que ven. La mirada se hace más compleja, inaugurando lo que veremos en el impresionismo y en grandes artistas decimonónicos: el ensamblaje de dos planos de la realidad. Se da el hecho (la representación) y su interpretación (niñez y cultura no están reñidas).
De 1733 data su Sarah Malcolm encarcelada (después fue ejecutada). Se trata de un retrato naturalista, inquietante por la serenidad y el aplomo de la mujer, que no se ve convertida en una arpía y suscita simpatía. Tiene también un aire ausente y la rodea un mobiliario escaso: una mesa y un armario.
Una de las batallas filosófico-morales del siglo XVIII es la reforma del Código Penal de cárceles y manicomios. El Tratado de los Delitos y de las Penas de Beccaria simboliza la racionalización y humanización de la sociedad en la Ilustración, que reacciona frente a la detención sin explicaciones y el juicio sin garantías. La humanización de la cárcel supone pasar del concepto tradicional de “el que la hace, la paga”, que podía implicar torturar a los penados, a creer en la reinserción. La venganza social frente al delincuente se sustituyó entonces por la redención; nace la creencia en que el hombre puede cambiar y que un error puede ser subsanable.
El de Malcolm es un retrato patético, trágico en su sobriedad. No vemos a una delincuente, sino a una mujer resignada a su destino: la muerte cercana. Goya también pintó, como sabemos, interiores de prisiones y manicomios y su visión y la de Hogarth obedecen a un mismo espíritu modernizador.
La carrera de un libertino (1733-1735) fue el primer docudrama o sucesión de imágenes que pintó Hogarth. El hijo de un noble rural (gentleman farmer) recientemente fallecido liquida las propiedades de su padre: quiere romper con el pasado y divertirse, alejándose de la conciencia moral burguesa, como refuerzan su tendencia al desorden y los relojes rotos (un desprecio al tiempo: el joven quema su vida entre vicios, ociosidad y caos). Finalmente, sus deudas lo llevan a la cárcel, para desesperación de una enamorada a la que desprecia.
Siete imágenes también componen El matrimonio a la moda, una parodia crítica del matrimonio de conveniencia, que solía ser propio del mundo rural y que contrasta con el nuevo matrimonio burgués por amor (Goya también incidió en ese asunto en sus Caprichos). Una campaña electoral que termina convertida en locura (1754) sería otra de sus series más célebres.
En Autorretrato con perro (1745), Hogarth dio de sí mismo, como Chardin, una imagen donde no luce una indumentaria lujosa, sino que pone de relieve sus cualidades intelectuales. El retrato tiene forma oval y se acompaña el artista de tres libros y de una paleta con una línea serpenteante, habitual en sus composiciones por el movimiento ondulatorio que podía crear. Más tarde, en 1758, se pintaría ante un caballete y desde la naturalidad, sin peluca.
Destacaremos, por último, las imágenes de las cabezas de sus sirvientes (tres varones y tres mujeres en distintas etapas vitales) que llevó a cabo en 1750-1755. Se trata de estudios de expresión, fisionomías, de larga tradición en la pintura occidental moderna; codifican estados del alma y caracteres. El estudio fisionómico sufrió una transformación radical en el siglo XVIII por los descubrimientos de Lavater, que vinculó psicología y expresión.