Cuenta Julian Barnes, que como narrador no necesita ninguna presentación y como conocedor del arte contemporáneo siempre ha tenido los ojos bien abiertos, que desde la primera vez que visitó la Phillips Collection de Washington una de las obras de sus fondos pasó a formar parte de su lista de diez pinturas favoritas. La lista, claro, quedó pulverizada con los años, pero la imagen no ha dejado de seducirlo: se trata de Mujer barriendo, de Édouard Vuillard.
Su formato es más o menos cuadrado, mediano (unos 45 centímetros de lado) y entre sus tonos predominan los marrones que se acercan al dorado. La única figura humana es una mujer, corpulenta y aparentemente impasible, con vestido de rayas, que barre una habitación con una gran escoba; a su izquierda apreciamos una puerta abierta que se equilibra con otro espacio, plano y sencillo, que ocupa una cómoda centrada al fondo. Y también a la izquierda, pero ya en primer término, contemplamos una colcha de cama a juego con el papel pintado de la pared.
Tanto la organización de la estancia como las tonalidades sugieren intensidad; al autor de El loro de Flaubert esa composición le evoca sabiduría, madurez o vejez, un conocimiento profundo de la vida. Entiende seguramente que las personalidades fútiles no son propensas a celebrar los instantes cotidianos, comunes y corrientes: lo doméstico. Y sin embargo… la imagen data de 1892, por lo que Vuillard en aquel momento no había cumplido ni los veinticinco. Quizá alcanzara una visión preclara antes de lo esperado, y puede que él mismo nos lo anunciara, porque haciendo referencia al proceso artístico dijo: Una de dos: lo alcanzas en un santiamén o, si no, cuando llegas a viejo.
Hace casi veinte años itineró en Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña y Francia una antología dedicada a este pintor en la que aparecía una fotografía suya en su estudio: se lo veía sentado en un sillón de mimbre, con las manos entre las rodillas y expresión seria en el rostro, puede que nostálgica. Intencionadamente o no, el retrato estaba desenfocado, pero unos metros detrás de él se apreciaba claramente una estufa, un cubo de hierro lleno de carbón y algunas obras, entre ellas una dedicada a Pierre Bonnard.
Por sensaciones como las que desprende esta foto, en la que el autor parece más interesado en que viésemos lo que él mismo contemplaba cuando trabaja que a él mismo, y por algunos testimonios, se da por cierto que era Vuillard un hombre tímido y observador, que vivió con su madre hasta que aquella murió, a los sesenta años de él. Eso no lo convierte en un solitario: se relacionó con Mallarmé, Valéry, Degas, Toulouse-Lautrec, Proust, Edith Warthon o Leon Blum y viajó con cierta frecuencia, desde luego varias veces a Londres junto a Bonnard (para su presentación en la capital inglesa se encargó de la escenografía de El maestro constructor de Ibsen, en 1895).
No aparece apenas en los diarios y en la correspondencia más jugosos sobre la vida social del momento y todo parece indicar su afán de discreción; fue un pintor reconocido, pero no tan señalado como para convertirse luego en figura a derribar para promover otras causas (como sí fue el caso de su citado amigo Bonnard, denostado por Picasso).
Sin embargo, no hace falta subrayarlo demasiado, nadie tiene por vida una balsa de aceite ni es mero espectador. Su amiga Misia Sert, de quien pintó una bella nuca, relata en sus memorias una de las pocas anécdotas conocidas del borgoñés, que habla de nuevo de su carácter sensible: él le evitó una caída durante un paseo campestre y se emocionó mirándola al levantarla, lo que ella interpretó como una declaración muy sutil. Fin de la intromisión personal.
John Russell comparó con astucia los preceptos poéticos de Mallarmé con la práctica de la pintura del Vuillard joven; el primero aconsejaba pintar, no la cosa en sí misma, sino los efectos que produce, y también escribió: En algún lugar del acto creativo subyace el intento de evocar un objeto situándolo deliberadamente en la sombra y refiriéndose a él por alusión y nunca por su nombre. Las composiciones de Vuillard son siempre menos etéreas y también menos excluyentes que los poemas de aquel, a quien conoció como dijimos.
Podemos volver a La nuca de Misia, aunque en realidad solo es media y vemos más espalda que nuca en sí. Apreciamos a la modelo ligeramente desde arriba, inclinando la cabeza hacia delante y con el pelo cayéndole sobre la cara. Lleva una blusa blanca y la obra es de un evidente erotismo.
Llamativamente, la producción de Vuillard ha sido rebautizada (modificados sus títulos) más que la de la mayoría de los pintores. Un ejemplo es la obra, de 1891, que durante décadas conocimos como El vagón de tercera clase y que representa a un hombre de perfil, de amplia nariz y con boina, que se dirige hacia una mujer y un niño sentados junto a él. El título remite a las variaciones que Daumier realizó sobre el mismo tema; además, años más tarde Vuillard llevó a cabo la serie El vagón de primera clase, bajo la influencia reconocida de aquel. Pero en 1990 se señaló que era imposible que El vagón de tercera fuera una representación de ese transporte público, donde no crecen árboles en flor; En el jardín es su nombre actual.
Ese cambio era necesario; otros no lo son tanto, como la sustitución de Interior con mesa de trabajo por El pretendiente o Interior con cama roja por La cámara nupcial, que parecen obedecer a un sentido comercial y nos invitan a fijarnos en un supuesto contenido narrativo más que en la composición y la estética.
Regresando a la maestría temprana de la que hablábamos al principio, hay que incidir en que la primera etapa de Vuillard es excepcional: a los veintipocos dominaba la pintura al óleo, la acuarela, la tinta y el pastel y sus grandes temas eran espacios interiores en los que las figuras viven o trabajan. Las posturas de estas son importantes; recuerda Barnes que decía Edmond Duranty que la espalda de un hombre puede revelarnos su temperamento, edad y posición social, no tanto el rostro. La identidad, en el fondo, es irrelevante.
Si La charla se denominara La novia podríamos pensar que nos encontramos ante una madre dándole consejos prenupciales a su hija, pero lo importante es la relación entre esta última, de blanco, y el florero también blanco tras ella, y la de la madre, de negro, y la colcha o manta a su izquierda, así como destacan los lazos entre ese blanco y ese negro y los marrones que ocupan casi todo el resto del espacio. Dijo Gide de Vuillard que no se esforzaba por la brillantez, sino por la armonía de tonos.
Del mismo modo, Desnudo en un sillón, una de sus pocas obras de este género, llama nuestra atención por el encuentro entre el rosa terroso del cuerpo de la modelo y la pared y el marrón castaño de su pelo, la silla y el suelo. Solo una línea de azul grisáceo separa las sombras. Y es habitual, casi siempre, que tejidos, ropas y papeles pintados desborden sus límites para fundirse y entretejerse; él mismo afirmó: Yo no pinto retratos; yo pinto personas en sus casas.
En sus colaboraciones con el teatro descubriría la peinture à la colle, un temple con base de cola muy adecuado para sus decorados que es posible que ningún pintor de caballete hubiera empleado antes, si bien los artistas dieciochescos lo utilizaron en paneles y biombos. Sus procesos eran engorrosos, pero podía cubrir áreas mayores que la pintura al óleo más rápidamente, porque secaba pronto y podía aplicarse sobre el papel extendido en el suelo. En el teatro, además, absorbía cualquier reflejo de las lámparas de petróleo que se usaban sobre el escenario.
En cualquier caso, el conocimiento de aquella técnica lo animó a elaborar obras de mayor tamaño: grandes espacios abiertos y cerrados. Y tanto sus temas como sus relaciones sociales lo condujeron a la alta sociedad. Sin embargo, es casi inevitable dejarse seducir, sobre todo, por sus primeras costureras.
BIBLIOGRAFÍA
Julian Barnes. Con los ojos bien abiertos. Ensayos sobre arte. Anagrama, 2018