La primera noticia de que Velázquez fue a Italia, en su primer viaje, data del 28 de junio de 1629; embarcó en Barcelona el 10 de agosto y marchó con un criado llamado Juan Bautista (se maneja la opción de que se tratara de Juan Bautista Martínez del Mazo, que entonces tenía 18 años). Acompañaba el sevillano a Ambrosio Spínola, vencedor en Breda, que fallecería precisamente en Italia en 1630, aunque podemos suponer que la distancia social entre ambos impediría que mantuvieran una relación estrecha.
Se han conservado cartas desde Madrid de diferentes embajadores que dieron cuenta de esta partida; en ellas se lo menciona como favorito del rey y del Conde-duque de Olivares y se pide que sea tratado como pintor, señalando que sería bueno que efectuara el retrato de alguna personalidad importante y que fuera pagado con una cadena y una medalla (uno de los textos lo señala, incluso, como posible espía).
Desembarcaron en Génova y pasaron probablemente por Milán y Parma; Francisco Pacheco, su suegro, informa de que estuvo Velázquez en Venecia y Ferrara, la ciudad donde se encontraba Giulio Sachetti, quien fue nuncio en España del papa Urbano VIII. Allí empujaron al artista a que visitara Cento, una pequeña ciudad, sede de obispado, donde residía Il Guercino, que con el tiempo influiría en su pintura. Sabemos que no paró en Bolonia y que no conoció Florencia, quizá porque no quería salir de territorios pontificios o porque, por devoción, se desvió hacia el Adriático para dirigirse al santuario de Loreto. Pudo hacer parada en Urbino y llegó a Roma a fines de 1629 o principios de 1630.
Allí lo favorecería el cardenal Barberini, que lo hospedó en el Vaticano, donde copiaría el Juicio Final de Miguel Ángel, tomando apuntes y dibujos que no se han conservado, y donde se empapó de conocimientos sobre escultura clásica. Cuando vio la Villa de los Médicis, en la parte alta de la ciudad, pidió Velázquez al conde de Monterrey que negociara con la embajada de Florencia para poder pasar allí el verano; con ese fin se lo definió en los papeles como “pintor retratista del natural”. El 21 de mayo de 1630 ya se encontraba alojado allí, donde permaneció más de dos meses, hasta que unas fiebres terciarias lo obligaron a establecerse en casa del conde.
De modo que fue entre mayo y julio de 1630 cuando, casi con toda seguridad, llevó a cabo Velázquez sus vistas del pabellón de Ariadna y de la loggia de los jardines mediceos, una de ellas ejecutada en el sentido de la trama del lienzo y la otra en el contrario, seguramente una señal de espontaneidad. Para su preparación utilizó una especie de barro de Sevilla y albayalde, que no había empleado antes en Madrid (en su segundo viaje a Italia se valdría solo de albayalde).
A partir de la imagen velazqueña de la loggia se han investigado, precisamente, las construcciones habidas en el jardín de los Médicis, donde se realizaron obras en 1626 preparando la llegada del duque don Fernando, siendo posible que quedara algún edificio abandonado, como este. Se encuentra, en todo caso, en un espacio del jardín bastante retirado, y esos trabajos de remodelación afectarían solo a la villa, donde se alojaban los visitantes de relieve.
El conjunto de la composición dedicada a esta loggia está realizada a base de azules mezclados con tonos ocre; para su preparación bastaría con albayalde, porque el barro de Sevilla oscurece, por eso comenzó a eliminarlo a partir de este momento. El género del paisaje, en estas fechas, se encontraba ya en desarrollo, pero los ejecutados al aire libre se llevaron a cabo en dibujos sobre papel, rara vez en acuarela; Carracci, por ejemplo, trabajaba siempre en su obrador y no en exteriores, y algunos pintores extranjeros, admirados por sus naturalezas, las representaban a las afueras de Roma, pero como decíamos dibujando. Velázquez, sin embargo, opta por trabajar en el propio jardín y en óleo sobre lienzo, perdiendo así estas obras la idealización de las piezas de taller.
Si Poussin y Claudio de Lorena, contemporáneos al creador de La fragua de Vulcano, incorporaban figuras a sus paisajes (también idealizados), aquellos pintores que se inspiraban en los alrededores de Roma no solían hacerlo (si aparecían eran casi insignificantes). El español comulga con esta última línea y las suyas son casi transparentes; parecen añadidas por cumplir la tradición y sus acciones son anécdotas que no aportan información relevante.
Como la del pabellón de Ariadna, esta composición de la loggia es una pintura privada, íntima y sin trascendencia pública, que tiene como eje el elemento serliano del arco entre dinteles, aunque Velázquez seguramente no quedó impresionado por él porque pudo verlos en nuestro país. Acabaron ambas imágenes en la colección real, pero no fueron vendidas para el Buen Retiro: no cabe pensar que se realizaran con ese fin, el de regalarlas o venderlas, sino como posible recuerdo de este lugar. Se trata, en todo caso, de obras preciosas, menos luminosas que otras suyas, como San Antonio Abad y san Pablo ermitaño, y de pincelada suelta y deshecha, con muy poca pasta, espontánea y sin trabajo minucioso.
La loggia ofrece perspectiva, marca espacio, y las luces son más grises. Para Lafuente Ferrari, representaría la tarde, el momento en que acaba el día y el sol se ha retirado pero se mantiene cierta luz. En cuanto al Pabellón de Ariadna, también incorpora profundidad y la luz es de mediodía, por eso se ha llamado a esta composición justamente así; el sol se cuela entre las hojas de los árboles y genera sombras tanto en las figuras como en los setos. Si nos fijamos bien, por cierto, la construcción de la primera imagen parece de mampostería vista, como si se hubiera caído el revoco: el efecto se produce porque el propio Velázquez se saltó aquí la preparación del lienzo para generar esa sensación de efecto ruinoso.