Después de un periodo de aprendizaje junto a Raffaellino del Garbo, en 1522 un joven Bronzino (1503-1572) trabajó junto a Pontormo en la ejecución de los frescos de Certosa di Galluzzo, en las proximidades de Florencia, y allí, seguramente, tomó el impulso artístico que decidiría su carrera. Sin embargo, con el paso del tiempo, este autor, nacido en Monticelli, dejaría a un lado las tendencias espirituales de aquel en favor de un esteticismo refinado.
Década y media después, en 1539, colaboró en las decoraciones que debían acompañar la boda de Cósimo I de Médici con Leonor de Toledo, y se ganó el aprecio de la influyente familia de mecenas hasta convertirse en pintor de su corte y en su retratista predilecto; sus retratos destacarían por sus tonalidades frías y por figuras que, a modo de siluetas, cobran presencia sobre el fondo: se encuentran, seguramente, entre las composiciones más elegantes de este género en el siglo XVI.
En su estancia en Roma, que tuvo lugar entre 1546 y 1548, Bronzino conoció a fondo la producción de Miguel Ángel y de Rafael, y de ellos encontramos referencias en su Martirio de San Lorenzo (1565-1569); en adelante, su trabajo evolucionaría bajo la influencia de los postulados de los teóricos fundamentales de su tiempo: acabaría derivando en alegorías cifradas, de sensualidad apagada y procedimientos compositivos muy originales.
Es habitual que la superficie de sus cuadros parezca ofrecernos una tersura esmaltada, y un ejemplo significativo lo encontramos en Alegoría del triunfo del amor (Venus y Cupido), pieza fechada hacia 1545. Presenta aquí el italiano las alegrías y tormentos causados por el amor de manera críptica: en un primer plano, vemos a Cupido retorciéndose en espiral para abrazar a Venus, que se vuelve frontalmente al espectador. A la derecha aparece una figura adolescente que arroja rosas y, al fondo, quedan representados la ancianidad, la infidelidad y los celos.
La artificiosidad del conjunto es deliberada: los brazos y las piernas de Venus parecen orientarse en paralelo al marco de la pintura y los diferentes planos, disponerse como en un relieve. Nos atrae el brazo del anciano, por lo muy marcado de su anatomía, así como la astucia cromática: Bronzino crea una superficie lisa, como de esmalte, dijimos, que explica la elección de una tabla como soporte, en vez de un lienzo con su textura característica.
Llevó a cabo esta obra, de erotismo frío, para el rey Francisco I de Francia, y entronca seguramente por ello con un arte cortesano específicamente francés, con raíces en el siglo XV y en Jean Fouquet.
Solo cinco años más tarde, hacia 1550, se data la Diana cazadora de la Escuela de Fontainebleau; la integraban artistas de origen italiano que participaban en la decoración del palacio del mismo nombre, comenzado en 1528, esto es, siendo rey el propio Francisco I. Este grupo introdujo el estilo manierista en el contexto francés y facilitó la difusión de ese estilo al norte de los Alpes.
Con las llegadas sucesivas a Francia de Rosso Fiorentino (1530), Primaticcio (1531) y Niccolò dell´Abbate (1552), Fontainebleau se convirtió en un centro de intercambio artístico entre Italia y Francia, encontrándose las obras más significativas del palacio en la galería de Francisco I (a cargo de Rosso) y en la de Enrique II (obra de Primaticcio), concebidas desde la integración de todas las artes.
La llamada segunda Escuela de Fontainebleau, activa desde 1590 bajo la dirección del amberino Amboise Dubois y de los galos Martin Fréminet y Toussaint Dubreuil, germinó un estilo decorativo que se expandió en Europa grabados mediante.
Se desconoce el autor de esta Diana cazadora, pero por las proporciones delgadas de su figura, su pequeña cabeza y la complejidad de su postura podemos suponer que se formó en la primera Escuela de Fontainebleau. Aunque la diosa marcha de perfil, de izquierda a derecha, la vista lateral suaviza su posición y, con un movimiento contrario a los pies, la torsión suave de los hombros permite hacer visible la línea de la columna vertebral. El giro de la cabeza contrasta, asimismo, con la postura de los hombros.
Resulta típicamente manierista la diferencia entre la intensidad de los movimientos de la cazadora y la de los del perro: ella anda con paso sereno, el animal con dinamismo vivo, y dos movimientos distintos comparten escena. El árbol que aparece tras ella y el paisaje del fondo se reproducen con detalle y amplitud; obras como esta serán el punto de partida para el desarrollo de la pintura de este género en Francia ya en el siglo XVII. Como la obra de Bronzino, esta también cuenta con un erotismo frío y preciosista, alineado con el gusto del país vecino entonces.
Como avanzamos, con una y con otra pieza podemos relacionar a Pontormo (1494-1556), figura fundamental de la pintura italiana del siglo XVI y de las tendencias manieristas. Fue discípulo de Andrea del Sarto, al igual que el mencionado Rosso Fiorentino, y en su primera obra importante, la Visitación de la Santissima Annunziata de Florencia, dio prueba de su alineación con los cánones del Alto Renacimiento.
Poco tiempo después, sin embargo, se distanció de ellos: suprimió la armonía en las composiciones, la lógica en el tratamiento del espacio, la idealización en la representación de las figuras y los colores nítidos, como dejó patente en su Sacra Conversazione de San Michele Visdomini (Florencia) y en los citados frescos donde se codeó con Bronzino: los de Certosa di Galluzzo, basados en el estudio de los grabados de Durero.
En los años siguientes, se propuso Pontormo ilustrar el movimiento deformando las proporciones ideales de los cuerpos (en favor de cabezas pequeñas y formas alargadas), suprimiendo elementos estáticos y empleando colores vibrantes y también, a veces, irreales. Llevó asuntos tradicionales de la pintura a una cierta nueva trascendencia, que en ocasiones podemos pensar que conecta con lo medieval. Su encuentro con Miguel Ángel en Roma, hacia 1530, determinaría la estética de sus figuras en sus imágenes finales.
Bajo la protección de los Médici, con la que también él contó, se le encargaron frescos importantes que no se conservan, pero sí conocemos sus retratos, piezas relevantes en su género en el ámbito florentino.
Su Descendimiento, en absoluto clásico, es una de esas obras que marcarían tendencias a futuro. Es difícil, incluso, determinar claramente su tema sin fijarse en el título: falta la cruz. Para una sepultura, carece de sepulcro y, para una Piedad, no se aprecia relación directa entre Cristo y la Virgen.
Aquí parecen encontrarse captados los distintos momentos que comprende el descendimiento de la cruz, asociados como si sugiriera el pintor que este puede ocurrir en un momento cualquiera: las figuras están unidas por una línea en serpentina que se da varias veces en esta imagen, con tendencia descendente, como se aprecia en la figura de la Virgen y en la diagonal que se dirige hacia abajo a la derecha. No existe ninguna estabilidad y ningún paisaje o arquitectura proporcionan un marco espacial (y por tanto, una sujeción); más bien se yuxtaponen equilibrios precarios.
Los tonos, transparentes y modulados, se deben a la influencia de Rosso y restan gravedad a las figuras, que parecen escapar a la realidad.
BIBLIOGRAFÍA
Manfred Wundram. Renacimiento. Taschen, 2006
Claude-Gilbert Dubois. El manierismo. Península, 1996