Hace no mucho tiempo dedicamos un rebobinador a los primeros pasos del dadaísmo en Zúrich y hace menos tiempo aún repasó el desarrollo del movimiento en Rusia el Museo Reina Sofía; a esos prolegómenos nos remitimos para contaros que, aunque no podamos considerar en sentido estricto el surrealismo como hijo de Dadá, sí que podemos entender que lo que aquella corriente no pudo hacer, por su naturaleza ajena a toda regla, sí intentó lograrlo el surrealismo.
Si el dadaísmo encontraba su ansiada libertad en la negación continua, el surrealismo quiso dar a esa negación el fundamento de una doctrina, pasando así, en definitiva, de la negación a la afirmación. Muchas posiciones, gestos y actitudes destructivas de los dadaístas se mantienen en el surrealismo, y también su espíritu rebelde y sus métodos provocadores, pero adquirieron formas distintas, esta vez constructivas.
Pretendían una libertad medianamente realizable, buscada experimentalmente apoyándose en la filosofía y la psicología; trataron, en fin, de dar forma a un sistema de conocimiento frente a la anarquía. La guerra (la primera mundial) había acabado y los temas de los surrealistas tampoco podían ser los mismos: sus artistas se hicieron conscientes de la fractura existente entre sociedad y arte, entre el individuo y su subjetividad y el duro entorno, entre realidad y fantasía… y buscaron crear puentes entre estos dos mundos: una solución al desarraigo vital y al problema básico de la libertad.
Nunca quisieron conformarse como escuela artística o literaria, porque abordaron el destino del hombre en la tierra (la fortuna o el desastre) y este les parecía un asunto que trascendía en mucho el solo pintar o el solo hacer versos. Decía Breton a mediados de los veinte: En el estado de crisis actual del mundo burgués, día a día más consciente de su propia ruina, yo creo que el arte de hoy debe justificarse como consecuencia lógica del arte de ayer y, al mismo tiempo, someterse lo más posible a una actividad de interpretación que haga estallar en la sociedad burguesa su malestar.
No querían protestar, sino revolucionar, y concebían el problema de la libertad desde dos vertientes: el de la libertad individual y el de la social, entendiendo que a cada uno le correspondería una solución distinta. Sobre este asunto giran muchos de sus poemas y ensayos, que tuvieron como referentes a Marx (en lo social) y a Freud (en lo individual).
Mientras buscaban irrumpir en la historia y la política para materializar una libertad individual y colectiva, trabajaban por llevar la cultura más allá de las crisis de la época, a un terreno creativo nuevo. No es un propósito que no hubieron manejado expresionistas y dadaístas, pero quizá los surrealistas fueron el primer grupo, más o menos unido con esfuerzo por Breton, que en su conjunto quiso llevar a cabo esa exigencia. Rimbaud hablaba de cambiar la vida; Marx, de transformar el mundo, y los surrealistas unieron esas dos premisas.
Un año después del Primer Manifiesto surrealista, en 1925, Breton, Aragon, Eluard y Péret entraron en el Partido Comunista francés, pero las diferencias con sus miembros (y entre ellos), pronto notorias, motivaron el abandono de Eluard y Breton en 1933. Sin embargo, esa orientación se mantuvo.
Pero tan referente como fue Marx para estos artistas lo fueron también, por otros motivos, Lautréamont o el Marqués de Sade. Ambos eran rebeldes morales: el primero por los violentos sentimientos de los que habló en los Chants de Maldoror, el segundo por ensalzar los instintos. Tenían en común su oposición a lo falso y artificial (lo civilizado, vaya) por considerarlo una realidad embustera e indigente que humillaba a las personas.
Para los surrealistas, Sade anticipó los postulados de Freud y de la psicología moderna. El psicoanalista los sedujo por sus aportaciones sobre la interpretación de los sueños y la vida inconsciente; Breton no dudó en afirmar que, gracias a él, la imaginación quizá estuviera a punto de reconquistar sus derechos. Parecía, por fin, que la tarea de hacer brotar las profundidades del espíritu ya contaba con las energías de científicos y poetas.
Plantean los surrealistas que, ya que el sueño representa una porción de la vida no inferior a la vigilia, sería deseable hallar el punto de encuentro entre ambos estados, solo teóricamente contradictorios: una surrealidad.
Breton definió el surrealismo como automatismo psíquico puro, por cuyo medio se intenta expresar, verbalmente, por escrito o de cualquier modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral.
En el dadaísmo ya se había manejado cierto automatismo (el pensamiento se forma en la boca, decía Tzara), pero aquel era menos psíquico y más mecánico. El automatismo surrealista no consiste en la mera mecanicidad: la psique ofrece sugestiones canalizadoras. Lo explicó Aragon: El fondo de un texto surrealista es de una gran importancia, porque es este fondo lo que le da el precioso carácter de relevación. Si escribís siguiendo el método surrealista tristes sandeces, seguirán siendo tristes sandeces, sin paliativos. Y en particular si pertenecéis a esa lamentable especie de tipos singulares que ignoran el sentido de las palabras, es bastante probable que la práctica del surrealismo no ponga en evidencia más que vuestra ignorancia. Hay quien interpreta que nos encontramos ante los últimos coletazos de la noción romántica de inspiración.
Situados en el terreno de las artes plásticas, evidentemente pintura y escultura no ofrecían las mismas opciones de rápida transcripción automática que la escritura. Pero sí otras: dijo Breton que la obra plástica, para responder a la necesidad de revisión absoluta de los valores reales (…) se inspirará en un modelo interior o no podrá existir.
El principio básico del que parte la pintura surrealista es el de la toma de conciencia de la traición de las cosas sensibles: las cosas ya no proporcionan emoción ni consuelo al hombre; están fijadas en los males que esclavizan a una sociedad equivocada y ellas mismas son esclavas de la lógica convencional y están sometidas a las costumbres. Así que la pintura debe subvertir las relaciones dadas, contribuyendo a una crisis general de las conciencias para dar lugar a un mundo en el que el hombre encuentre “lo maravilloso” (comparable a lo nuevo e ignoto de lo que hablaba Baudelaire y anticipador de una fusión de sueño y realidad que devolverá a la humanidad su integridad y su libertad).
Sus procedimientos en esa misión no fueron siempre nuevos. Se sirvieron del fotomontaje, el collage o la escultura de objetos, que ya emplearon los dadaístas, pero se los orientó a otros caminos. Partieron, claro, de la imagen, pero no de una imagen similar a lo real, sino disímil: no se aproximan hechos a realidades semejantes, sino que se enlazan dos realidades, lo más distantes posible una de otra. El resultado en el espectador es un choque que pone en marcha su imaginación. A este respecto, hay que mencionar la célebre cita de Ernst: Bello como el encuentro casual de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de operaciones (…) El acoplamiento de dos realidades en apariencia irreconciliables en un plano que, en apariencia, no conviene a ninguna de las dos.
En definitiva, las imágenes surrealistas atentan contra la identidad. Mirar esos objetos híbridos desde un enfoque estético es traicionarlos; a veces, su único pegamento es la simbología sexual de aire sádico o freudiano.
Y sin embargo, una convención no fue atacada: el arte surrealista es siempre figurativo. Ni la abstracción ni la geometría tienen cabida en este movimiento (y no podemos considerar abstractos ni a Miró ni a Arp). No se puede ser surrealista sin comprometerse en una representación.
Quizá Ernst sea el mayor representante de esta pintura, con sus transposiciones poéticas en imágenes sencillas pero de técnica compleja. Su fantasía parecía poblada de fantasmas, lo suyo era la ciencia ficción poética. El fondo de las obras de André Masson era, por su parte, un erotismo obsesivo expresado en una maraña de símbolos, y bastante distinta fue la producción de Miró, un primitivo del surrealismo del que Breton dijo que su personalidad se detuvo en el estadio infantil. Vivía naturalmente en una condición surrealista que no requería de “provocadores ópticos”.
Tanguy y Magritte se atuvieron a la primera acepción surrealista del azar objetivo; el belga representando, con una técnica pictórica fotográfica, las incongruencias de un mundo descompuesto y recompuesto conforme a alucinaciones. Dalí hablaba de pintura como de “una instantánea de colores de la concreta irracionalidad”.
Podemos deducir que no debemos reducir el surrealismo plástico a la copia naturalista del sueño o la irracionalidad, acepción que puede ser válida para Magritte o Dalí pero no para el resto. El fin último de todos ellos no fue ese, sino ofrecer, al poeta y al artista, la mayor posibilidad de exteriorizar la verdad interior sin que nada la obstaculizara.
Una respuesta a “Surrealismos: la provocación que llevamos dentro”
Leopoldo Gómez Delgado
Echo en falta en el artículo, que de resto no tiene nada criticable, la mención de Chirico y de Oscar Domínguez. Salvo ese detalle, excelente artículo