Si entendemos que la vanguardia genuina es utópica y funcional, entonces el Art Decó, pragmático pero ante todo ornamental, es el estilo alternativo a ella, y a su vez la corriente representativa de un deseo y un gusto modernos vinculados al desarrollo del capitalismo en las primeras décadas del siglo XX.
Modernos. Refiriéndonos al Art Decó, tanto los especialistas como el público en general tienen dificultades para asociar esta tendencia al canon histórico, sobre todo fuera del campo acotado de las artes decorativas; ha resultado un reto entender como tal un tipo de creación practicada por artistas, decoradores, arquitectos, diseñadores o interioristas y caracterizada por una serie de procedimientos y una amalgama de aportaciones estilísticas verdaderamente ecléctica.
De hecho, no han sido demasiadas las muestras dedicadas a este estilo, la mayoría en Francia o ceñidas al campo mencionado de las artes decorativas, pero han supuesto puntos y aparte la del Art Institute of Minneapolis en 1989, la del Victoria & Albert de Londres en 2003 o la más reciente de la Fundación Juan March, en 2015. Fuera de estos casos contados, los centros dedicados al arte contemporáneo no han abordado el fenómeno en su complejidad.
¿Alguna explicación? El Decó, que se gestó en Europa desde 1900, y con más brillo en París en la primera década del siglo pasado, y que eclosionó en la Exposición Internacional de las Artes Decorativas e Industriales Modernas de 1925 en la capital francesa, es difícilmente clasificable por la globalidad de sus manifestaciones y, volviendo al inicio, difícilmente catalogable como moderno. Desgranamos las razones.
Comenzamos por la más evidente: porque es un estilo decorativo, rasgo que choca con ese principio fundamental de la estética moderna que afirma la autonomía de la obra de arte. Si sus pinturas, telas, muebles, ropas, cerámicas o cristales se exhiben fuera de los museos de artes aplicadas o decorativas, en “museos modernos”, podría correrse el riesgo de que nuestra noción actual de obra de arte retornase al lugar mental del que procede: el del arte como ingrediente de un ritual político, religioso, cotidiano o funcional, como un objeto más entre otros.
De ahí que el Art Decó haya permanecido –aún, pero sobre todo hasta hace unas décadas– marginado en manuales, colecciones museográficas y exposiciones mientras, simultáneamente, triunfaba en los interiores domésticos, la moda, el cine, la escultura pública o la fotografía; la vida, en definitiva.
Mientras los primeros museos de arte moderno convertían en tal aquello que exponían y excluían al Art Decó prácticamente por kitsch, la sociedad lo amó entre los treinta y los cincuenta.
Para otros, este estilo no podía ser moderno por no ser lo bastante nuevo, radicalmente nuevo, por no romper con la tradición ni cuestionar las convenciones. El Decó tiene fuentes, pasado; Belvis Hiller, experto en el estilo, lo llamó cubismo domesticado; si el artista moderno crea de cero, el artista-decorador trabaja con lo dado.
Hay una tercera razón esgrimida por la historia para negar la modernidad del Art Decó, y entra en terrenos más pantanosos: es un estilo insuficientemente político, utópico, ajeno a proclamas sociales. Su objetivo no es cambiar la sociedad y no es revolucionario.
Y una cuarta, quizá la más importante: estuvo profundamente ligado al mercado. La vanguardia se oponía a la idea de arte como objeto de consumo dependiente de su valor de uso o demanda y no tuvo en consideración –salvo casos puntualísimos– al público, la crítica y la recepción de las obras; el Decó buscaba seducir al consumidor mediante la publicidad, el sello del lujo, la llamada de atención sobre la calidad. Aspiró a cambiar el gusto, pero por medio de la seducción, no de la sustitución de lo anterior. Si la vanguardia movía a genios, tras el Decó hay equipos de trabajo muy especializados.
Ahora daremos las razones por las que sí podemos considerar el Art Decó una corriente importante para la comprensión del arte moderno en su conjunto. Las variadas manifestaciones que recoge su denominación realmente no tienen esencia común como tal, más bien comparten atmósfera, la derivada de su contexto: una sociedad industrial, el reinado de las utopías políticas en Europa. Por eso no hay que ser estrictos a la hora de interpretarlo.
Seguramente la reticencia de muchos a reconocer lo decó como moderno se debe a que ven en este movimiento la anticipación de aquello en lo que el arte moderno se ha convertido después: una creación que fue decorativa en su origen y que tampoco es del todo ajena a la tradición artística pasada, sino la revalorización de lo olvidado por generaciones anteriores. Y también fue producida con destino al museo, una cierta forma de mercado.
En el fondo, la creación del arte moderno llevaba implícita la posibilidad del Art Decó, que puede definirse respecto a aquel como un accidente esencial. Y, además, todas las razones que hemos explicado para justificar la negación de la modernidad del Decó son notas definitorias de buena parte del arte moderno y contemporáneo, sobre todo del Pop Art, que, además de vanguardista y comprometido, es decorativo, pragmático, comercial y más bien ajeno a la política.
Además de considerar el Art Decó como precedente de la condición actual del arte moderno (posibilidad subjetiva), podemos entenderlo objetivamente como precedente de la industria francesa del lujo de hoy, en buena medida. De hecho, quizá no sea casual que sean hoy las grandes firmas de ese sector, como Pinault y LVMH, las titulares de museos como el de Punta della Dogana en Venecia o el Arnault de París, del mismo modo que, en muchos casos, y ahí tenemos Las señoritas de Avignon, obras de arte moderno pasaron directamente de las manos de artesanos y couturiers –Jacques Doucet, en el caso de este Picasso– a museos como el MoMA, convirtiéndose en emblemas del arte moderno.