Si cualquiera asocia hoy el apellido Guggenheim al coleccionismo de arte moderno es porque dos miembros de esta familia dedicaron buena parte de su vida y de sus economías a esa actividad y a la promoción de la creación contemporánea a través de instituciones que crearon para ello. Curiosamente, al margen de sus lazos familiares y de su pasión por atesorar arte, no compartieron demasiados rasgos de su personalidad: fueron, como sabéis, Solomon R. Guggenheim y Peggy Guggenheim, tío y sobrina.
Pertenecieron a una familia judía de origen suizo cuya cabeza, Meyer Guggenheim, se estableció en Filadelfia en 1848. El origen de su fortuna se encontraba en el comercio de encaje y, sobre todo, en las minas de plata de Colorado, pero su imperio económico creció internacionalmente.
Antes de hablar de Peggy, y como anticipo necesario, lo haremos brevemente de su tío. Solomon comenzó a coleccionar arte en la década de 1890, en principio más como reflejo de un hábito social de su clase que de una pasión propia. Comenzó adquiriendo pintura flamenca, paisajes americanos y franceses (estos últimos de la Escuela de Barbizon) y manuscritos orientales iluminados, siguiendo el modelo de Frick o J.P. Morgan.
Cuando ya tenía más de sesenta años conoció a una pintora que haría que virase el rumbo de sus compras: hablamos de Hilla Rebay, artista de origen prusiano conocedora y partidaria de las corrientes más avanzadas de la creación europea. Ella había adoptado la no-objetividad como filosofía estética y abogó por un arte autónomo respecto al mundo empírico; sus ideas, y quizá también el deseo de convertirse en un coleccionista distinto y pionero en Estados Unidos, hicieron que Solomon se decidiera a hacerse con obra de artistas no objetivos: Composición 8 de Kandinsky fue el primer trabajo del ruso que compró (después llegarían 150 más), y Rebay logró que Guggenheim subvencionara al completo la producción de Rudolf Bauer.
Desde 1930, Solomon abrió al público su incipiente colección en el Hotel Plaza, y allí mostró piezas de Bauer, Chagall, Léger, Delaunay, Gleizes, Moholy-Nagy o Modigliani; como vemos, no eligió solo pintores no objetivos.
Dejándose llevar por el deseo de Rebay de abrir en Estados Unidos un museo de arte no-objetivo, creó la Solomon R. Guggenheim Foundation, que en 1939 inauguró el primer Museo de Arte No Objetivo, con sede primero en la calle 54 Este y después en la Quinta Avenida. Peggy fue categórica al calificarlo: un desastre (…). El museo era un pequeño edificio muy bello aunque totalmente desaprovechado con aquella colección. Max Ernst lo bautizó Casa Bauer.
La cuestión es que Casa Bauer pronto se quedó pequeña para la creciente colección de Solomon y, puede que por iniciativa de Rebay, se encargó a Frank Lloyd Wright la apertura de una sede definitiva para el que sería Museo Guggenheim. Su promotor murió antes de verlo concluido. Entretanto, Peggy, que mantuvo con su tío, en vida de aquel, una relación cordial pero no muy cercana, no vivió, como él, siempre en Nueva York, coleccionando sin relacionarse demasiado con los artistas, sino que se movió por París, Londres o Venecia -sede de su museo- y mantuvo una relación muy personal con los autores, también con el arte en sí.
Al margen de su matrimonio con Max Ernst, que duró dos años (1941-1943), tuvo querencia por el surrealismo, pero ello no le impidió comprar obras dadá, cubistas o expresionistas abstractas.
Sus adquisiciones no obedecían a teorías, como las algo fanáticas de Rebay, sino a la intuición y el impulso. Se rodeó de Duchamp, Man Ray, Tanguy, Brancusi, Samuel Beckett, James Joyce, Jacques Cocteau, Emma Goldman, André Breton o, cómo no, Pollock. De su mano se introdujo en el arte moderno y se formó un criterio propio de aceptación crítica.
Para aquellos artistas, Peggy fue más que una mecenas: actuó como amiga, confidente, enfermera e incluso como una figura materna, muy a menudo contra el criterio de su familia. Hay quien dice que, además de arte, ella coleccionó relaciones humanas y Cabanne habla de su actividad como de la manifestación de una doble historia de amor: hacia la propia creación y hacia la vida.
En sus libros Out of this century (1946) y Confessions of an Art Addict (1960), fundidos en 1979 en Una vida para el arte, narró sus mejores y peores momentos con el vaivén político y cultural europeo de la primera mitad del siglo XX como contexto; sus palabras dejan entrever una personalidad ingenua pero valiente, nómada e intensa.
Nacida en Nueva York, contó en su infancia con todas las comodidades, pero la riqueza no le trajo la alegría. Desde su juventud temprana, buscó trabajos donde desarrollar su personalidad alejada de convenciones, y uno de ellos lo desempeñó en la librería Sunwise Turn de Nueva York, que, además de literatura de vanguardia, exponía arte experimental. Fue allí donde conoció a jóvenes artistas y escritores bohemios: en ese lugar empezó su fascinación por lo creativo.
En 1921 se trasladó a Europa, donde permanecería veinte años. En justicia, hay que decir que su primer marido, Laurece Vail, le permitió conocer a escritores y artistas de la vanguardia parisina abriéndole una primera puerta: se codeaba con Hemingway, Ezra Pound o James Joyce.
Su primera galería propia la abrió en 1938 en Londres, tras manejar la idea frustrada de crear una editorial. Se llamó Guggenheim-Jeune, se situó en Cork Street, y en inicio acogió sobre todo a maestros antiguos hasta que optó por redirigirla al arte moderno. Algo tuvo que ver la influencia de Beckett, que la animó a aceptar el arte de su tiempo porque “estaba vivo”; también la de Duchamp, y la propia Peggy fue explícita al respecto: Le debo mi introducción en el mundo del arte moderno.
En plena II Guerra Mundial, Peggy abrió una segunda galería en Nueva York, de nuevo con Duchamp como consejero y con el altruismo como bandera: Para no desilusionar a los artistas que no vendían nada, me acostumbré a comprar una pieza de cada una de las exposiciones que montaba. En aquella época, como yo no tenía la más remota idea de cómo vender y nunca había comprado cuadros, aquella me pareció la mejor solución porque así, por lo menos, los artistas estaban contentos.
En Guggenheim-Jeune expusieron Tanguy, Kandinsky, Mondrian, Arp, Brancusi, Henry Moore, Pevsner, Calder o Taueber-Arp. Fue en 1939 cuando, dado el trabajo y el poco benefico económico que la galería le suponía, Peggy se decidió a abrir un museo de arte moderno. Eligió a Herbert Read como director y, como modelo para el centro, al entonces joven MoMA.
También meditó por entonces la idea de crear una colonia en la que pudieran refugiarse los artistas durante la guerra a cambio de cuadros para el futuro museo, y es curiosísimo el motivo por el que abandonó el proyecto: temió que la guerra estallara dentro, que no pudieran convivir en paz. En cualquier caso, fue durante la II Guerra Mundial cuando la neoyorquina compró la mayor parte de su colección, adoptando el lema “compra un cuadro al día”. Entre sus adquisiciones de entonces, podemos citar Mujer degollada de Giacometti, algunos Max Ernst, Pájaro en el espacio de Brancusi y varios trabajos de Dalí, aunque este le inspiraba reservas.
Solo cuando los alemanes estaban a punto de tomar París, decidió regresar a Nueva York, llevando con ella obviamente su colección (también a André Breton y a Max Ernst, antes de llegar a casarse). En su país reanudó las compras, asesorada por Breton y Duchamp, y en 1942 abrió la galería Art of This Century, que se convertiría en meca para los amantes del arte moderno en Nueva York y en eje de transmisión entre el dadaísmo y el surrealismo europeos y el expresionismo abstracto.
Allí mostrarían su obra Motherwell, Rothko, Clifford Still y Pollock, quien se convertiría, además de en la figura clave de la Escuela de Nueva York, en el artista emblemático de esta sala. De hecho, dicen que por consejo de Mondrian, Peggy lo apoyó cuando aún nadie creía en él.
Europa tiraba a Peggy y, en 1946, acabada la guerra, volvió para seguir trabajando desde Venecia en el enriquecimiento de su colección. Para la clausura de su galería americana programó una retrospectiva de Van Doesburg que después itineró por Estados Unidos.
En Italia, sus fondos se mostraron en un pabellón propio en la Bienal de Venecia de 1948 y, después, en Florencia y Milán. Peggy buscaba una sede definitiva para sus fondos, y la encontró en el Palazzo Venier dei Leoni, en el Gran Canal. Su primera muestra, abierta al público en 1949, contó con obras de Arp, Brancusi, Giacometti, Moore, Pevsner, Lipchitz, David Hare, Marino Marini y Calder.
En su palacio la visitarían Capote, Giacometti o Malraux y se convertiría en la última Dogaresa. El reconocimiento internacional le llegó en los sesenta: las Tate, el Museo de Estocolmo y el Museo de L´ Orangerie se ofrecieron a exponer sus fondos. La muerte de su hija Pegeen, en 1966, supuso para ella más que un dolor maternal: dejó de comprar arte moderno aduciendo que ya no lo comprendía.