El rebobinador

Novecento italiano: el pasado sólido y la síntesis

En el ya finiquitado 2022 se cumplió un siglo desde que la escritora y crítica de arte Margherita Sarfatti fundara en Milán el Novecento italiano, junto a los artistas Funi, Sironi, Dudreville, Bucci, Malerba, Oppi y Marussig. Fue, junto al colectivo romano reunido en torno a la publicación Valori Plastici (1918-1922), la mayor expresión de la vuelta al orden en Italia y había comenzado a definirse dos años antes, en 1920 y en el salón de la propia Sarfatti; presentaron su primera colectiva en la Galleria Arte y en ella participaron, además de Sironi, Funi, Bucci, Dudreville y Marussig, Carrà, De Chirico, Martini y otros.

Ya en el otoño de 1922, tras varios encuentros en la Galleria Pesaro, quedó instituido aquel grupo de siete artistas que, a propuesta del mismo Bucci, pasó a llamarse Novecento italiano, un nombre ambicioso que los asociaba a los siglos dorados del arte de ese país (Trecento, Quattrocento, Cinquecento) y pretendía traerlos al presente, orientándose hacia el deseo de gestar un clasicismo moderno. El adjetivo de italiano tenía que ver con la sensibilidad nacionalista consolidada en la I Guerra Mundial.

Los siete (los Sette) mostraron sus obras por turnos en los escaparates de Pesaro en diciembre de ese año y allí expusieron todos juntos, también, desde el 26 de marzo de 1923, una fecha no casual: Sarfatti mantenía desde hacía tiempo una relación con Mussolini y sabía que ese día iba a viajar a Milán con motivo del inicio de las obras de la autopista que uniría esa ciudad con Varese, la primera del país.

La presencia del Duce en la muestra, su vínculo con Sarfatti y la adhesión al fascismo de casi todos los autores del grupo, empezando por Sironi, supusieron una ventaja para el Novecento en sus comienzos, pero más adelante Mussolini no defendería a estos artistas de polémicas e incluso llegó a distanciarse claramente de ellos en 1929. Tras su caída, en todo caso, el colectivo sí pagó aquellas buenaventuras primeras: su pintura quedó marcada políticamente e identificada con un arte de estado. Sin embargo esa producción, y también la que formó parte de aquella cita milanesa, está alejada de la propaganda: los ideales políticos que sostuvieran no aparecen en sus lienzos en forma de obreros y campesinos felices o dictadores sonrientes.

En el año siguiente, 1924, el Novecento llegó a la Bienal de Venecia, pero reducido su número a seis artistas, ya que Oppi aceptó una invitación de Ojetti para presentar una exhibición individual, por lo que fue expulsado. Y poco después se disolvió el movimiento para inmediatamente renacer, ahora desde el propósito de liberar a los mejores artistas del yugo de lo oficial, abriéndose a pintores muy diversos: Salietti, Tosi, Wildt, Morandi, Arturo Martini, Guidi, Casorati… También De Chrico y Carrà, que si en un principio influyeron en las figuras de este colectivo con sus formas sólidas y atmósferas enigmáticas, más tarde se unieron a la actividad expositiva de sus antiguos seguidores.

Cuando, en febrero de 1926, se inauguró en el Palazzo della Permanente milanés, y en presencia nuevamente de Mussolini, la Prima Mostra del Novecento italiano, el pequeño grupo original de los Siete (con Oppi rehabilitado, pero sin Malerba, muy enfermo) se había transformado en un movimiento enorme y heterogéneo, aunque sí mantenían sus protagonistas algunas notas en común: atención al oficio, relación con el arte del pasado, interés por la figura y las volumetrías sólidas. En años sucesivos llegarían múltiples exhibiciones internacionales, en Europa y Latinoamérica.

Gian Emilio Malerba, Maschere, 1922, Galleria nazionale d'arte moderna, Roma
Gian Emilio Malerba. Maschere, 1922. Galleria nazionale d’arte moderna, Roma

Hacia 1928, y tras el traslado a Roma de Sarfatti, el movimiento se volvió cada vez más genérico, aglutinando de algún modo todo el arte italiano y yendo más allá de lo clásico. En la Bienal de Venecia de ese año se calificó a sus artistas como neorrománticos y entre estos comenzó a cundir una nueva atención al color en sustitución de los tonos tierra predominantes en la primera mitad de los veinte; además, Sironi, uno de los fundadores, se adentró en 1929-1930 en un estilo en el que predominaba la pincelada violenta frente al dibujo cuidadoso.

En definitiva, en el cambio de década el Novecento carecía ya de una poética propia y, en 1931, se vio sustituido en su rol de exposición-compendio del arte italiano por la Quadrinnale de Roma, apoyada por Mussolini, lo que determinaría su final. Polémicas diversas acelerarían su disolución, entre ellas la formulación del Manifesto della pittura murale en 1933, firmado por Sironi, Funi, Carrà y Campigli: defendía el regreso al fresco concebido como pintura pública destinada directamente al pueblo. Desde ese momento, de esta corriente solo quedaría un núcleo de amistades personales entre Sironi, Marussig y Funi.

En todo caso, como decíamos, en los primeros veinte el Novecento sí contó con una poética precisa, no estructurada en un manifiesto sino en forma de ideas maestras, no escritas, que cada artista formulaba a su modo. Como el conjunto de la corriente clasicista surgida tras la Gran Guerra, quería retomar los lazos con la creación del pasado, desde la convicción, como dijo Thomas Mann, de que una obra tendría mayor valor cuanto mayor sea la parte del pasado que pueda asimilar.

Mario Sironi. L’Allieva, 1924. Colección privada.
Mario Sironi. L’Allieva, 1924. Colección privada.

A menudo las figuras aparecen en ambientaciones antiguas o evocan pasadas maneras compositivas y se incorporan estatuas clásicas o elementos grecorromanos, aludiendo a un eterno presente que entendían como el tiempo verdadero del arte y que remitía a la continuidad de la historia de la pintura. Sironi confesó que desde su juventud le inspiraban los espléndidos fantasmas del arte clásico que veía en Roma y Salietti que quedó exaltado por la obra de Piero della Francesca que conoció en Arezzo.

Teorizaron, los novecentistas, un moderno clasicismo, esto es, uno no necesariamente imitativo sino que simplificara el pasado de manera sintética, buscando un vínculo conceptual con lo antiguo, no la exactitud. Por eso Sarfatti criticó “la copia de la mortífera grafía en lugar de la inspiración del espíritu vivificador” y subrayó que el clasicismo de los artistas del Novecento, “despojado, emocionado, moderno y simplísimo, no tiene nada que ver con el perfectamente togado y plegado neoclasicismo, anémico y frío, del primer Ottocento”.

No faltan entre estos autores obras ricas en detalles, como Il giocolieri de Bucci, pero su estilo predominante tendía a la volumetría de las masas en detrimento de la minuciosidad compositiva. Busca el Novecento una esencialidad de la forma que no nace de una impresión visual, sino de una composición mental, una síntesis en la que no cabe la evanescencia y los contornos habían de ser nítidos. Citando a Renan, la propia Sarfatti advertía: Ojo con lo vago, mejor lo falso.

En palabras de Ojetti, el retrato debía representar a un hombre, no un instante de un hombre.

Alberto Salietti. Retrato de una dama, 1922. Museo de Arte de la Ciudad de Rávena
Alberto Salietti. Retrato de una dama, 1922. Museo de Arte de la Ciudad de Rávena

Al margen de la estética, lo sintético tenía asimismo ecos filosóficos: tras la I Guerra Mundial, se extendió un idealismo de ascendencia platónica que procuraba alejarse lo más posible de la vida. Sarfatti, conocedora de los diálogos socráticos y el pensamiento de Croce, citaba en sus artículos de 1919 pasajes del Filebo que hablaban de formas geométricas bellas en sí mismas, si bien en las pinturas de los autores del Novecento estas se traducen en objetos cotidianos, mimetizadas en la vida diaria. A diferencia de los simbolistas, además, estos aspiraban a la sencillez y la naturaleza, a un vínculo con el pasado ni retórico ni literario.

El regreso a la tradición también los llevaba a preferir la composición al color y atendían a la perspectiva según Alberti, al canon de la figura de Policleto y a composiciones alejadas de los encuadres fotográficos propios del impresionismo. La naturaleza en el Novecento no guarda relación con el realismo inmediato, sino con la metafísica, por más que no admita detalles demasiado irreales, aunque sí algunos pormenores inverosímiles.

El tema fundamental de estos artistas era la figura humana: tras ser seccionado por cubistas y futuristas, deformado por los expresionistas o eliminado por los abstractos, ahora vuelve a presentarse el cuerpo atendiendo a los cánones clásicos.

Pietro Marussig. Interior, 1918. Museo del Novecento, Milán
Pietro Marussig. Interior, 1918. Museo del Novecento, Milán

En las imágenes de Funi, Sironi y Marussig hombres y mujeres suelen parecer tristes y ensimismados, quizá en el centro del mundo, pero de uno enigmático y a veces hostil, como el de las novelas de Kafka, Musil o Mann. Ocupan el centro de las composiciones e, incluso en las escenas cotidianas, adoptan una dimensión monumental y solemne, protagonizando asuntos que pueden ir más allá del tiempo, como los desnudos, despojados de adornos que aludan a épocas concretas; mitos, episodios literarios o bíblicos, alegorías o arquetipos. Nunca son captados en la inmediatez de un instante o en gestos efímeros, sino absortos; en palabras de Ojetti, el retrato debía representar a un hombre, no un instante de un hombre.

El paisaje, no obstante, no quedó olvidado: sus tierras y campos podían estar habitados por figuras mitológicas y también por ruinas arqueológicas, o bien ser escenario de acontecimientos históricos, o de índole literaria o religiosa. Pero en unos y otros casos, en esencia, se trata de ejercicios de volumetría. En cuanto al bodegón, los artistas del Novecento lo miraron con recelo, considerándolo un género menor por su supuesta falta de tensión monumental y solemnidad. Aún así no faltaron: para Dudreville, admirador de la pintura flamenca, fueron un motivo recurrente como ejercicio de armonía y equilibrio.

El denominador común de todos los temas era, en todo caso, el ansia de belleza, la eliminación de lo negativo o informe. Sarfatti escribió, en Storia della pittura moderna: ¿A qué otra cosa responde la belleza sino a un sentido de lo divino que existe entre nosotros? Ella es la augusta y misteriosa palabra de Dios. Y nunca como ahora fue tremenda y universal la necesidad de escucharla.

Leonardo Dudreville. Paesaggio del Brenta, 1938
Leonardo Dudreville. Paesaggio del Brenta, 1938

 

BIBLIOGRAFÍA

Retorno a la belleza. Obras maestras del arte italiano de entreguerras. Fundación MAPFRE, 2017

Gianni Carlo Sciolla. La crítica de arte del Novecento. Utet Librería, 1995

 

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