Solemos decir que el centro temático de la obra fotográfica de Nicholas Nixon (Detroit, 1947) es el transcurso del tiempo, y es así, pero también captan sus imágenes algo más en ese paso de los años: la duración de nuestros rasgos y situaciones, la sorpresa o decepción que puede causarnos el que casi nada se mantenga indemne, que todo se someta a ruina y también que ese devenir, no por conocido, no deje de dolernos y, en la mayoría de los casos, no cejemos en oponer resistencia a la decrepitud. En sus composiciones vemos cómo los rostros se ven paulatina, pero inexorablemente, marcados por edades y penas, pero también podemos apreciar cómo, a su vez, mucho en dichos rostros se mantiene idéntico a sí mismo: la presencia de cada individuo resiste en esas caras y ampara a otros.
La juventud subyace tras las facciones transformadas, no se ha evaporado del todo para quienes miran desde el conocimiento y la fidelidad: golpee la vejez y la enfermedad o pueda sostenerse una serenidad más o menos nostálgica en la madurez, existe en casi todos una capacidad enigmática de obstinación y renuencia, incluso de reclamación de la intimidad, actitudes con algo de épico. Sus imágenes subrayan, asimismo, que ver no es solo mirar, que esa actividad requiere tomarse el tiempo necesario para descubrir aquello que con distracción se puede escapar: en su producción, como recuerda Antonio Muñoz Molina en El atrevimiento de mirar, solos y enfermos desprenden la dignidad de quien perdió título pero no actitud, y los infectados por sida en una época en que su futuro era duda parecen adivinar los efectos del tiempo, que para ellos pasa más deprisa, en el rictus de quienes los contemplan.
En su serie más célebre, la dedicada a su mujer y las hermanas de esta, Las hermanas Brown, los miembros de una misma familia se acercan entre sí desde el instinto y la naturalidad, desplegando con cierta alegría esos rasgos semejantes que hablan de un pasado, una genética, compartidos. Las modelos parecen dirigirse al autor con la intensidad en sus ojos de quien ejerce un reconocimiento y una complicidad que son antiguos y que no está previsto que terminen. En otros trabajos, amantes desnudos se abrazan componiendo un laberinto sinuoso en el que no importa la firmeza de la piel, sino la entrega.
Sabemos que el tiempo no acaba con la belleza bien entendida, como tampoco la costumbre (la general y la de retratar) tiene por qué terminar necesariamente con el amor entre ese fotógrafo y su frecuente modelo: puede pulirlo, darle profundidad e incluso hacerlo más palpable. En sí mismo, el proyecto de las hermanas Brown, llevadas anualmente a instantáneas que se transforman muy paulatinamente, es un fenomenal empeño, pero se entiende mejor teniendo en cuenta las creaciones del de Detroit en su globalidad: suele trabajar en ciclos cerrados en los que explora grupos particulares, como los niños hospitalizados, los muy ancianos, los enfermos de males como el citado sida o las familias que comparten tiempo en un porche.
En unas y otras, trataba de acercarse a la comprensión del pulso del tiempo, no de nuestro tiempo, sino de este entendido desde una perspectiva infinitamente más abarcadora, un enfoque que le hará no devenir anacrónico ni caer en las normas de su presente. En parte por esa razón, no ha dejado de emplear una cámara que podemos considerar obsoleta, de 8 x 10 pulgadas, que ni siquiera era moderna al inicio de su trayectoria: hace falta cierta audacia para mantener ese gesto arcaico, pues requiere trípode y tiempo de exposición. Su obra, en todo caso, contraviene ciertos cánones contemporáneos, como el de la distancia emocional, el de la ironía y el del olvido de la vertiente artesanal del oficio de fotógrafo en sus inicios: sus imágenes carecen de cualquier forma de sarcasmo y de distancia; muy al contrario, se compromete con aquel a quien retrata.
Es la razón de que exhiban inteligencia y pundonor sus ancianos en sus últimos días, cercanía al espectador sus enfermos; se encuentra muy lejano Nixon, en su manera de trabajar, a Diane Arbus cuando atiende a los teóricamente extraños, a un William Eggleston que transmite en el color jovialidad, o a Robert Frank, cuyas rarezas fotografiadas han sido premeditadas. Aunque no cultiva el historicismo, en todo caso la crónica, sería algo más fácil emparentarlo con Helen Levitt, Berenice Abbott o Walker Evans.
Su modo de entender la imagen, además de ser indisociable de esa cercanía, excluye la rapidez: la diferencia entre las fracciones de segundo de disparo que demanda una cámara de nuestra época y las que él necesita multiplican el periodo de observación, por su parte, y el de espera, por sus modelos, lo que implica a su vez un vínculo más hondo, una conexión que, igualmente, se hace patente en el resultado, con mucho de vital. Qué decir si dichos modelos, como las hermanas Brown, se embarcan en la empresa de dar fe del discurrir plano de la vida. Esos lazos vigorosos también son, además del tiempo, un tema para Nixon: la familia mira simultáneamente a la cámara, a veces complacidas, otras quizá aburridas ante la repetición, pero indulgentes, y compartiendo semejanzas en un juego de ecos visuales.
En estos trabajos, en definitiva, todo pasa (modas, luces, tersuras, cuerpos) y, a la vez, todo permanece (ciertos gestos, alguna jerarquía). Los años destruyen o fortalecen en esta obra abierta que se proyecta, según momentos, más hacia el futuro o al pasado. Como el mismo Muñoz Molina señalaba, llegará el día en que falte una de las cuatro presencias, o la del testigo, y entonces quedará claro que las fotos también, o sobre todo, retratan fantasmas.
BIBLIOGRAFÍA
Une infime distance. Nicholas Nixon. Lasal Books.
Antonio Muñoz Molina. El atrevimiento de mirar. Galaxia Gutenberg, 2012