Si entendemos la historia del arte en el siglo XX como una sucesión de movimientos o corrientes rupturistas con la tradición, podemos considerar que Marcel Duchamp fue el punto de partida, por su carácter pionero, pero también el de llegada, porque para muchos no es posible ir más allá de donde él fue. Solemos encuadrarlo en el dadaísmo, aunque trasciende encasillamientos y sus obras más características no se parecen a ninguna de las que realizaban creadores contemporáneos a él.
Nacido en 1887, en Blainville-Crevon y en el seno de una familia acomodada, con varios hermanos dedicados al arte, Marcel Duchamp se trasladó a París en 1904 para convertirse en artista. Asimiló, como tantos, los principios del postimpresionismo y del fauvismo hasta que, de la mano de sus propios hermanos, entró en contacto con el cubismo en 1911.
Aquella influencia, no obstante, duró poco, porque Duchamp encontró entonces, como siempre, una senda personal. En 1913 realizaría su primer ready-made, la Rueda de la bicicleta sobre un taburete, y a partir de ahí inauguró un nuevo camino artístico, la vía conceptual. Más o menos por entonces decidió aceptar un empleo como bibliotecario y abandonar su carrera como artista entendida en el sentido tradicional.
Huyendo de la guerra y de una actualidad cultural europea que le parecía estancada, se asentó en Nueva York, entonces un espacio más abierto a sus propuestas radicales e innovadoras, como El gran vidrio o Fuente, que mandó a la exposición de los Independientes de 1917. Pese al escándalo que levantó, Duchamp siempre mantuvo una apariencia de tipo muy sosegado: sin gestos altisonantes ni extravagancias personales (las llevaba al arte), se mantuvo en contacto con todos los movimientos de vanguardia y medió entre los artistas y los coleccionistas europeos y americanos.
Podemos pensar que, en realidad, una de sus obras fundamentales fue su propia vida: se definía a sí mismo como “un respirador” y alguien que le conoció llegó a decir que su mejor trabajo era el modo en que usaba su tiempo. Le interesaban el humo, las sombras, el perfume, la transparencia del cristal, el peso de la suciedad de una camisa, el vaho de la respiración… lo “infrafino”. Muchos de sus proyectos giran en torno a aquello que trasciende lo visual para entrar en otros terrenos de la existencia, lo inclasificable.
Duchamp llamó nuestra atención sobre cosas y situaciones que hasta entonces nadie había considerado objeto de interés artístico. Curiosamente, el amor es el terreno de lo “infrafino” (colores, contacto epidérmico…) y permite la resolución de los contrarios, otra de las obsesiones de Duchamp. En relación con esto hay que situar la invención de su alter ego, un personaje femenino imaginario al que llamó Rrose Selavy (el amor es la vida, pronunciado en francés). No se trata de un fenómeno de travestismo en el sentido habitual, sino de un instrumento útil para proyectar algunas dimensiones de su creación.
En enero de 1912, pintó Duchamp Desnudo bajando una escalera, obra que no gustó a los cubistas ortodoxos cercanos a Gleizes y tampoco, seguramente, a los hermanos del autor. Todos se jactaban de mantener posiciones artísticas muy avanzadas, pero aquella obra les pareció más una burla que un reconocimiento respetuoso del arte de vanguardia. El tema era sorprendente: se inspiraba en las investigaciones fotográficas sobre el desplazamiento de los seres vivos que habían emprendido fotógrafos como Muybridge o Marey. Siguiendo esta estela, Duchamp parecía tomarse en serio las teorías sobre la pintura como ciencia, aunque el título de la pintura pareciese caricaturizar tanto al arte académico como a la escuela cubista surgida a la sombra de Braque y Picasso.
Lo que Duchamp buscaba era una forma esencial, más allá de las apariencias: el verano de 1912 lo pasó en Múnich, donde hizo algunos dibujos y pinturas que anuncian El gran vidrio. Lienzos como El paso de la virgen a casada o Casada implican un paso adelante, pues no representan, como en el cubismo futurista, la reducción geométrica de un movimiento visto desde fuera, sino desde el interior del mismo cuerpo. Según él mismo explicó, buscó la “yuxtaposición de elementos mecánicos y formas viscerales”.
La pintura perforaba así el asunto pintado, lo hacía cada vez más transparente, de manera que se hace natural el abandono inmediato del lienzo por parte de Duchamp para emprender El gran vidrio.
La aportación fundamental del artista a la creación del siglo XX se produjo gracias a su actitud selectiva ante los objetos cotidianos. Su primera intención era desmitificadora: se elegía un utensilio y, tras darle un título nuevo, se descontextualizaba convirtiéndolo en obra de arte. Lo importante era la decisión voluntaria del que lo eligió para reinventarlo.
Duchamp llamó a estas piezas ready-mades, un nombre equívoco, el de ya hechas, pues oculta el trabajo intelectual y poético tras su (re)presentación. El primero de ellos fue, como dijimos, Rueda de bicicleta sobre un taburete: un ensamblaje plástico de dos piezas aparentemente dispares, pero no subyace tras él un gran hallazgo conceptual o literario equivalente al que sí encontramos en L.H.O.O.Q (1919). Cuando aún se encontraba en París, colocó bigotes y perilla a una pequeña reproducción de La Gioconda, en lo que parecía un atentado contra uno de los símbolos del arte tradicional, pero puede que la pequeña modificación visual aluda también a su deseo de unificar los contrarios, el sexo masculino y el femenino. Las letras del título, leídas en francés, contienen una broma grosera aparente, pero conociendo otras constantes de la obra del francés, lo que encontramos aquí es otra alusión a lo “infrafino”, en alusión a la temperatura y el color.
En La fuente, donde también estas presentes esas implicaciones, hay que subrayar que no hay modificación alguna del objeto ni ensamblaje de elementos dispares. Duchamp aspiraba a desmitificar el comportamiento artístico con provocaciones humorísticas, pero también quería reivindicar la belleza perfecta del objeto industrial.
Iba firmado por R. Mutt y algunos de sus compañeros vanguardistas de la Sociedad de Artistas Independientes lo vieron como una provocación, de modo que la pieza no fue admitida en la Exposición de 1917, contraviniendo los estatutos del colectivo, en los que se especificaba que no se excluiría a nadie.
Duchamp presentó su dimisión como miembro del comité organizador y el incidente fue aprovechado por la facción dadaísta neoyorquina, que aireó las virtudes de la obra de R. Mutt, la estrechez de miras de algunos sectores y dio las claves para entender el sentido que Duchamp otorgaba inicialmente a este ready-made. El urinario se presentaba intacto, pero al girarlo 45 grados, adquiría valores inesperados. Veían en él una belleza limpia y curiosas alusiones figurativas, como un Buda o una Madonna, pero también era un objeto conectado con la temática amorosa de El gran vidrio. Y luego nada volvió a ser igual.
Precisamente la elaboración de los ready-mades más importantes, entre 1913 y principios de los veinte, coincidió con las especulaciones y trabajos de La casada desnudada por sus solteros, incluso (1913-1923, acabada en 1936), llamada también El gran vidrio. La temática amorosa de este trabajo es la misma que impregna casi toda su actividad ulterior, incluyendo experiencias ópticas, cinematográficas, dibujos y construcciones variadas.
Su soporte material lo constituyen dos paneles simétricos de vidrio referentes al universo masculino (debajo) y al femenino (cuadrado superior). Duchamp hizo muchas notas y dibujos preparatorios, además de algunos ensayos fragmentarios sobre cristal.
El resultado es de una gran complejidad iconográfica. A los solteros aluden varios procesos físico-químicos y mecanismos estrafalarios: una parte de los mismos representa a la “molienda del chocolate”, que se repite eternamente, alusión a la masturbación; en el mismo panel hay otro complicado aparato que produce, destila y canaliza un gas “amoroso” que tiene du destino último en el cuerpo de la novia, suspendido en la parte más elevada.
Duchamp se sirvió de los colores al óleo tradicionales y dibujó los contornos con hilo de plomo que pegó cuidadosamente a la frágil superficie del cristal. También fijó el polvo que se había depositado accidentalmente en un largo periodo de inactividad. La obra avanzó lentamente durante una década mientras Duchamp llevaba a cabo sus ready-mades más conocidos y en 1923 abandonó El gran vidrio, dejando sin resolver muchos de los problemas que sus anotaciones habían planteado, sobre todo cómo se solucionaba finalmente el contacto entre los solteros y la novia.
Una rotura accidental dio la solución: las grietas poseían gran simetría y podían establecer comunicaciones permanentes entre los personajes de los cuadrados inferior y superior. El azar concluyó el trabajo.
Finalizada la II Guerra Mundial, todo el mundo pensó que Duchamp había abandonado la actividad artística y vivía dedicado al ajedrez, su gran pasión. Pero entre 1946 y 1966 trabajó en secreto en Étant donnés, obra enigmática que retomaba los grandes asuntos que había abordado. Se trata de un montaje complejo del que el espectador solo percibe en principio un viejo portalón que el francés adquirió en los alrededores de Cadaqués, donde solía veranear. Pero si quien observa siente curiosidad, y mira a través de los orificios que encontrará a la altura de su rostro, percibirá algo sorprendente: una figura femenina desnuda arrojada en un lecho de ramas secas que sostiene con su mano izquierda una lámpara de gas. Al fondo, en un paisaje montañoso muy realista, se percibe la caída de una cascada de agua.
Duchamp demostró aquí una vez más su gran capacidad para el trabajo artesanal, logrando una sensación de realidad incluso superior a la de los estereoscopios en los que probablemente se inspiró. Resulta, cómo no, vital también su aportación conceptual: una puerta cerrada separa al voyeur del objeto de su pasión; la novia es accesible a la mirada. pero a nada más. Lo que en El gran vidrio se mostraba verticalmente (los solteros debajo y la novia en el panel superior) tiene aquí una disposición horizontal. El espectador es ahora un “molde soltero” que forma parte viva de la obra.