Es muy complicado elucubrar si el tipo de vida de un artista, incluso su estado civil, deja una huella más o menos rastreable en su obra; más que complicado, imposible de comprobar. Pero, seguramente prejuicios mediante, ante la pintura de Odilón Redon, habitada por criaturas fantasmagóricas en composiciones oscuras, cuando no aberrantes, raro sería quien pensara que el autor de Burdeos (1840-1916) llevaba una existencia familiar ordenada y plácida. Imaginaríamos a un pintor de personalidad próxima, quizá, a la de Baudelaire: conocedor del opio, la vida disipada, las alucinaciones, deseoso de viajar a lugares exóticos.
Y sin embargo, así era: Redon era un hombre, en lo que sabemos, felizmente casado, que durante tres décadas retrató a su esposa una y otra vez y que llegó a dejar escrito que puede conocerse la naturaleza de un hombre a través de su compañera o esposa. Toda mujer explica al hombre que la ama y viceversa: él explica la personalidad de ella (…). Creo que la mayor de las felicidades es siempre consecuencia de la mayor de las armonías.
Y aún resulta doblemente curioso que estas palabras no las afirmara tras un tiempo de felicidad matrimonial, sino nueve años antes de conocer a su mujer, Camille Falte; también dejó claro que la decisión de casarse con ella la tuvo más clara que cualquiera de las que adoptó como artista. Uno de sus maestros fue Rodolphe Bresdin, especializado en grabado, que dejó un testimonio (1864) que cuenta mucho sobre Redon sin mencionarlo: Mira este tiro de chimenea. ¿Qué te dice? A mí me cuenta una leyenda. Si tienes la perseverancia de observarlo bien y de comprenderlo, imagina el asunto más extraño, más estrafalario; si está basado en esta simple sección de pared y permanece dentro de sus límites, tu sueño cobrará vida.
El autor francés reflexionó sobre ese consejo, quejándose de quienes en un tiro de chimenea solo veían… un tiro de chimenea; en la recopilación de textos A sí mismo leemos que se refirió a ellos como auténticos parásitos del objeto que cultivaban el arte en un campo únicamente visual. Contraponía a estos un pequeño grupo de sus contemporáneos (probablemente, los primeros impresionistas), por seguir, en su propia expresión, el camino de la verdad en un bosque de altos árboles. No se unió a ellos, pues su estilo se resistía a etiquetas: alabó también a Ingres, por carecer de realidad, y a Bonnard, por su ingenio; consideraba que el arte verdadero no podía conformarse sólo con el campo visual, con menos que la totalidad de la misma verdad; de hecho, para él la creación empezaba con aquello que sobrepasa, ilumina o expande el objeto y abre la mente al reino del misterio.
Casualidad o no, ese objeto del tiro de la chimenea tiene bastante que ver con la producción de Redon: sus imágenes se suspenden en el aire y en flotación ascendente; incluso en su tierra firme las larvas se hacen crisálidas, después mariposas; las flores se desprenden de sus tallos y parecen flotar. Por eso le gustaban las capuchinas: ofrecen tonos vivos y, dispuestas en un florero, no se quedan tiesas sino que se inclinan y flamean; a lo mejor no las pintó más porque se lo ponían demasiado fácil (reducían su papel creador).
El contrapunto a esa tendencia ascendente lo detectamos en seres que no pueden volar: centauros que miran afligidos a la nube de la que proceden, ángeles caídos que buscan el paraíso perdido, otros maniatados, como puede que la misma humanidad; en una de sus obras fundamentales, vemos un globo aerostático decorado con un rostro humano noble y con ambiciones que traslada en su barquilla un mono escondido, representativo de lo que no podemos dejar atrás. Ese tema fue una obsesión para Redon, y lo vemos también en sus cabezas cercenadas: algunas flotan, otras quedan sobre una fuente, varias cuentan con quemadores de gas o contienen alas. No ruedan por tierra tras una ejecución, sino que simbolizan la mente elevada y separada del cuerpo. Sus retratos cortados a la altura del cuello irían en la misma dirección.
Su fortuna crítica ha oscilado, pero ha sido sin duda favorable desde los años noventa, siendo objeto de un buen número de retrospectivas que han incidido en su continua experimentación con temas y técnicas; de hecho, no le interesaba, confesó, ningún pintor que tuviera claro su terreno, por dónde pisaba de antemano. Nos resulta llamativo, asimismo, que su oscuridad no aparezca al final de su trayectoria, sino desde el principio: parece que no quería que las sombras le rodearan, sino escapar de ellas, pues evolucionó desde sus paisajes más inhóspitos y las atmósferas melancólicas a las paletas fosforescentes, los azules lapislázuli, los pasteles. Incluso los sueños íntimos de los comienzos terminarían derivando en piezas más públicas.
Ha resultado relativamente fácil considerar su obra como un puente entre el romanticismo y el surrealismo, incluso como un cierto anticipo (gráfico) de los estudios de psicoanálisis; también establecer conexiones literarias (con Edgar Allan Poe, el mencionado Baudelaire, Mallarmé, Huysmans, Flaubert…). Se ha señalado que se adelantó en sus ensoñaciones a Magritte, Max Ernst e, incluso, a los caricaturistas de los años veinte, pero podemos afirmar que, aunque los lazos están ahí, nada debe analizarse desde el esquematismo.
En lo formal, estudiar sus composiciones ofrece desafíos. En sus inicios admiró a Millet, Corot y Moreau, pero cuando quiso orientar sus pasos hacia el estudio del natural, era tarde y no llegó a dibujar nunca el cuerpo humano con la misma destreza que su Árbol desmochado o su Árbol con cielo azul, con su tronco semiabstracto y su follaje como una bruma. Lo mismo le ocurría con las rocas, y sus figuras femeninas primeras se asemejan a tallas macizas, poco aerodinámicas. El interés de sus retratos posteriores no sería el parecido, más bien lo que los fondos translucen. En suma, lo que podría ser una falta en su formación académica, se convirtió en sello y en arma: solo admitía el uso de modelos si el fin del autor era buscar la belleza; si no, creía, no servían para nada.
Sus colores chisporrotean, sus formas nacen de la yuxtaposición y busca provocar inspiración, una elevación no precisamente espiritual, más bien germinada por la fantasía mutante.
BIBLIOGRAFÍA
Julian Barnes. Con los ojos bien abiertos. Ensayos sobre arte. Anagrama, 2018
Odilon Redon. A sí mismo. Diario 1867-1915. Elba, 2013