En la escena que Georges de la Tour dedicó a san José carpintero, la llama humea un poco. El anciano levanta la cabeza sin detenerse en su labor, parece que ver al Niño lo tranquiliza: su luz no puede engullirla la noche. Por sus gestos y arrugas adivinamos que la edad cada vez pesa más, y el pequeño, en una señal parecida a la de la oración, levanta la mano para proteger su vela, atravesada por una luminosidad rojiza. No obstante, algo la turba: una corriente de aire, puede que relacionada con una palabra pronunciada, y José quizá espera que vuelva la calma.
El santo fabrica lo que le piden, somete la madera: es un esforzado artesano (con sus mangas recogidas de cualquier forma, sus manos callosas, la barba hirsuta) y, adivinamos en ello, que también un buen hombre; el Niño, entretanto, se diría que lo sabe todo sin haber aprendido nunca nada; según la historia bíblica, no le preocupan las sombras y es dócil, pero a su vez no obedece a nadie. Alrededor de ambos han llovido las virutas (aunque el vestido de Jesús, que no pertenece a ninguna época, está virgen de suciedad) y suponemos que el carpintero trabaja sin frases; la luz ya ilumina lo que tiene que iluminar. Si nos fijamos, por cierto, el anciano está ensamblando en el suelo dos traviesas de madera, simples vigas, y en el vacío de la composición se abre un espacio: a sus pies está esbozando una cruz.
Aproximadamente un siglo y tres décadas después de que De la Tour elaborase aquella escena, David Allan ideó El origen de la pintura. Aquí es la figura femenina quien trabaja: parece que mientras queme la mecha de la lámpara de aceite, seguirá dibujando, sobre la superficie de la muralla, una silueta engañosa. Su modelo permanece inmóvil, pero esa llama sí hace temblar su sombra: las líneas apenas podrán retener un cuerpo que parece que se escapa.
Puede que preparándose para su ausencia, la mujer se concentra en lo que va a quedar de su acompañante: una proyección en la piedra, sin calor ni aliento, una imagen. La luz de la lámpara baña al hombre amado en una claridad ambarina, pero lo que la pintora (la pintura) desea ver de él supera su naturaleza inmediata, y el rastro en el que trabaja se convertirá en una huella preciosa, un recuerdo.
El joven, por su parte, solo podrá ver lo que la luz ofrece: su amada está entre sus brazos y le impide moverse; tanto esa posición como la propia luminosidad refuerza en el espectador la idea de que viven el instante aislados del entorno.
Las velas de Magritte, si tuvieran cualidades humanas, podríamos adivinar que se cansan de esperar; pronto no quedará nada de ellas y otra meditación, como la que da título a esta obra de 1936, comenzará. Las candelas y mechas usadas, consumidas puede que por pensamientos que no llevan a ninguna parte, aluden a noches perdidas, a insomnio, a lo lúgubre; estas reptan, se estiran a orillas del mar, se deslizan sobre la arena. Su fuego se dirige al agua y, sinuosas, dibujan sus formas sobre la arena.
Al margen del asunto abordado en las composiciones donde aparezcan, las velas en la pintura suelen cautivarnos más allá de la pericia de los autores de las imágenes. Decía Gaston Bachelard que la llama determina la agudización del placer de ver, un más allá de lo que se ha visto siempre; se refería el filósofo a la vela como testigo de un mundo en ignición, un mundo tensado hacia un devenir, donde el espacio se mueve y el tiempo se agita. En el libro llamado, justamente, La luz de una vela (1989), señalaba que cuando la luz tiembla, todo lo hace, y que el devenir del fuego es el más vivo de todos los devenires.
En la sociedad tradicional, las lámparas de aceite, las antorchas de resina o las candelas de sebo eran un medio de iluminación común, pero la luz que proporcionaban no podía compararse con la de las velas de cera, por su calidad pura y la ausencia de humo; estas últimas las utilizaba la clase privilegiada y también la Iglesia, que impuso su utilización en la liturgia. Además de beneficios prácticos, contaban con carga simbólica: desde los primeros tiempos de la cristiandad, los autores vinculados a ella asociaron la luz del cirio a la palabra de Cristo que se expande entre tinieblas.
Una leyenda de la región de Morbihan, en Francia, dice que las abejas nacieron de las lágrimas de Jesús en la cruz: ninguna habría caído en el suelo, sino que todas volaron para llevar algo de dulzura a la humanidad. Entonces fueron veneradas, cobijadas en palacios y quienes se atrevieron a tocarlas fueron picados por ellas y murieron. Dios, al comprobar que se habían vuelto maléficas, las castigó a vivir bajo tejadillos de bálago y ahora, cuando pican, son ellas las que fallecen. Siguiendo la lógica de esta narración, se pasó a imaginar que la cera de las abejas con las que se fabricaban los cirios participaba de la divinidad.
Asimismo, la vela, que no puede dar luz más que consumiéndose, puede representar la mística que desdeña las realidades carnales para alcanzar luz espiritual, y el proceso de su quemado supone una relación especial con el tiempo, que se confunde con el ejercicio de la paciencia (el consumirse). En la pintura barroca, las velas suelen acompañar a los penitentes, o a los santos en meditación, recordando así a quien contempla el desafío y el objeto de su introspección. En San José Carpintero, De la Tour conjuga este tema con el del cepillo que desgasta progresivamente la materia: la viruta que se enrosca y cae; y a la figura ideal de la ascesis responde la constancia activa del artesano.
En los siglos pasados, era habitual interpretar la imagen de una vela casi gastada como símbolo de servidumbre que envilece; decía un autor del XVII: Al ponerme al servicio de alguien/ por el verdadero derecho de mi oficio,/ pobre candela que soy/ me consumo y me destruyo. Este significado parece lejano, pero puede emparentar la composición de Magritte con el contexto de liberación intelectual que permitía el surrealismo; vino el belga a actualizar un asunto antiguo, sustituyendo sebo por parafina.
Nos referiremos, por último, a la historia de Dibutade, la hija de un ceramista de Corinto, que narró Plinio el Viejo. Es uno de los relatos transmitidos en la Antigüedad que escenifica la invención del dibujo: la riqueza simbólica de la lámpara es aquí menos relevante que lo que produce, esto es, la sombra proyectada como contrapartida de la luz, pretexto de la representación y emblema de la pintura. En esta historia, la figura ilusoria, la composición plana que busca simular las tres dimensiones que solo la escultura puede restituir -el padre de la joven se inspira en la línea sobre la pared para modelar un relieve-, la imagen pintada, puede considerarse como aquello que sirve para calmar ausencias. Como en la obra de Allan, la imitación no es tanto un fin en sí mismo como el primer paso en la recreación de la realidad.
BIBLIOGRAFÍA
Françoise Barbe-Gall. Comprender los símbolos en la pintura. Lunwerg, 2007
Georges de la Tour. Museo del Prado, 2016