Todos los ismos se dan cita en la obra de Joan Miró, desde la pintura de los nabis al dadaísmo, pero le influyen esencialmente cubismo y surrealismo, corrientes antitéticas: mientras el cubismo implica el aplastamiento de la perspectiva y supuso una revolución formalista en la pintura, el surrealismo priorizó el contenido.
Los dos grandes representantes de este movimiento en España fueron Joan Miró (bajo la influencia de Max Ernst y André Masson) y Dalí, quien junto a Buñuel fundó el cine surrealista. Óscar Domínguez, por su parte, se adscribió al surrealismo en Francia y se exilió a Estados Unidos a raíz de la II Guerra Mundial.
Miró (Barcelona, 1893 – Mallorca, 1983) se formó en la Academia de Bellas Artes de la capital catalana y… en una escuela privada de arte donde se dibujaba con los ojos vendados. Así desarrolló su capacidad de retentiva y el dominio de sus manos; se trataba de una técnica, en el fondo, claramente surrealista. Se relacionó con la Galería Dalmau, próxima a la vanguardia europea, y allí expuso en 1918, pero aquella muestra fue un completo fracaso. Marchó a París, pero tras la invasión alemana regresó a España, colaboró con la República y envío una obra a la Exposición Universal de la capital francesa.
De 1917 data Prades: el pueblo, de influencia fauvista y colores arbitrarios, pero también con impronta cubista, visible en su aplanamiento y en ese primer plano, valga la redundancia, que parece venírsenos encima. Sus trazos son firmes y seguros; las líneas esculpidas, y los colores, contundentes.
Comenzaba entonces Miró a desarrollar su obra telúrica, dedicada a la tierra, en la que reivindica el arraigo y las raíces, aquello de lo que todo brota, física y metafísicamente. Sentía fascinación el artista por el campo de Mont Roig de Tarragona, sobre todo por el campo arado, que fue eje de varias de sus pinturas, deudoras de Cézanne y el cubismo.
En Iglesia de Siurana (1917), la masa pétrea del templo surge como formación natural en el magma de la naturaleza, con la que comparte colores. Miró iba tomando caminos cubistas, aunque el cubismo de 1917 no es el de 1910: gana figurativismo.
En ese mismo año se dedicó un autorretrato en el que empleó lilas, morados, rosas, rojos y amarillos, cromatismo vivo compatible con una gran corporeidad física. Y otro tema que tocará el catalán hasta la saciedad lo abordó también en 1918: Huerto (con asno), cuya tierra arada remite nuevamente al cubismo. Destaca un cierto temblor en las flores y plantas, de perfil delgado, parpadeantes y dinámicas. Ese movimiento forma parte de su visión de lo telúrico, que identifica asimismo con lo que fluye en el aire, prueba de su sensibilidad artística.
Su Retrato de niña (1918) es más sintético. La modelo presenta ojos de mirada fija, es figura ensimismada y espiritualizada. Su escasa expresividad, su fijeza y misterio remite a los rostros bizantinos. El mismo año retrataría a Juanita Obrador, jugando con el diseño del papel de la pared y el traje a rayas. Esta obra tiene mucho de picassiana.
Viñedos y olivares de Mont Roig (1919) representa otro campo labrado lleno de formas diminutas, como una nube de langostas, representativas de la pura vida que emerge de la tierra. Recrea Miró su identidad instintiva, una visión del mundo a través de lo más atávico, de los sentidos, que le unen al surrealismo. Cuando pintó la aldea y la iglesia del pueblo, ese año, un campesino cultiva su tierra próximo al templo, este con contrafuertes, rodeado de casas también estrechamente vinculadas a la tierra.
Frente a lo pétreo y mineral, Miró se fija en lo diminuto que crece en el huerto, dotado de dinamismo. Los elementos flotantes y los sólidos definen su mundo.
Su autorretrato de ese mismo año, ya a sus 26, es más diáfano y sintético, con rostro frontal e inexpresivo. Remite a los primitivos y a la tradición bizantina; lleva el pintor un blusón abierto y su vello conforma en este caso el elemento orgánico.
En Desnudo con espejo (1919) aborda un tema clásico de la pintura desde el Renacimiento, adoptando dicho espejo como símbolo de la belleza que refleja la vida. Senos y hombros parecen cubistas, como las líneas de la alfombra y las flores del cojín. El cuerpo es macizo, sexuado y contundente, pero el rostro inexpresivo muestra introspección y la manera de mirar al cristal es extraña, con los ojos cerrados.
Mesa con guante, ya de 1921, evidencia su retorno al orden: el realismo de la jarra es absoluto, pero aplana figuras y fondo. En el craquelado del pie de la mesa mantiene la unión de lo macizo y lo etéreo.
Y en Retrato de bailarina española (1921) nos muestra a una con peineta, collar de cuentas y, nuevamente, mirada inexpresiva. La figura es muy escultórica, pero las flores del mantón rojo aportan dinamismo. Y La masía (1921-1922) manifiesta la época plena de Miró; la compraría Hemingway.
De 1923-1924, años vitales para la vanguardia (se fundó entonces el surrealismo), data Paisaje catalán (El cazador). Esta corriente nació a partir de la disolución del dadaísmo en París; Breton avanzaría en el camino surrealista al contemplar lo dadá como camino de autodestrucción. En el primer Manifiesto surrealista, formuló que la razón humana era una impostura institucional y que el arte se nutría de los lugares donde dicha razón no era operativa, esto es, sueño, infancia y locura.
En esa estela, Miró tomó como referente lo naif, pues los que no han aprendido mantienen la espontaneidad y la frescura, también lo que tienen de primitivo y opuesto a lo establecido. Así que podemos afirmar que lo que la obra de Miró tiene de orgánico equivale a lo instintivo que buscaban los surrealistas.
En Paisaje catalán, el barcelonés ofrece un paisaje de cielo amarillo y tierra rosácea con un conjunto de objetos desordenados: bigote, pipa, bandera española, gaviotas… elementos del mundo del pintor reflejados desde un automatismo conceptual.
En su primera versión, picassiana, del Carnaval del arlequín (1924-1925) pintó su figura en una habitación con dados, cubiletes, globos, una mesa… mezclados con estrellas de mar, muñecos que se mueven y numerosos símbolos bailando. Elementos que flotan (insectos, pájaros, la irradiación solar…) se dan también en su contemporánea Cabeza de un campesino catalán, con barba y pipa.
En apenas un año, hacia 1924-1925, vemos cómo Miró llega a formular un arte propio y coherente, configurando un universo personal y una manera de hacer libre de cualquier exigencia naturalista. Su talento pictórico se manifiesta en un lenguaje que no llega a ser del todo abstracto y habitan sus trabajos las estrellas, la noche y los animales, sobre todo los insectos. Los fondos aplanados los hereda, como decíamos, del cubismo; las suyas son imágenes poéticas muy eficaces.
En Personaje arrojando una piedra a un pájaro (1926), encontramos una figura humana muy abstracta, cuya silueta recortada parece la de un ser orgánico indescifrado. Tira una piedra que parece una onda (plasmada con sumariedad) y cruza campos de color.
Y en Interior holandés I, desglosó elementos de los cuadros de género holandeses del siglo XVII, incorporando la fantasía y el humor. Una pintura suprarrealista replica una obra del realismo más convencional, reorganizando y reinterpretando sus elementos. La organicidad de Miró se manifiesta en símbolos y formas blandas, habituales también en Dalí.
Asimismo, en su Retrato de Mademoiselle Milles (1929) reinterpreta absolutamente el retrato convencional. La modelo presenta cabello rubio, gran sombrero y una carta; el paisaje es ondulante y las mezclas cromáticas, fantásticas.
Hacia 1928-1929, el movimiento surrealista vivió una grave crisis de carácter fundamentalmente político (hay que recordar que el movimiento siempre intentó simultanear innovación artística e ideología política revolucionaria). Breton deseaba comprometer este arte con una opción política determinada y algunos autores se opusieron; se produjeron sucesivas secesiones que derivaron en un segundo Manifiesto.
En las Figuras rítmicas de Miró (1934), la paleta es más sombría y se mezclan elementos sin clara definición, salvo su carácter orgánico y en La golondrina del amor, del mismo año, las formas son más inquietas y agresivas.
En Caracol, mujer, flor, estrella (también datada en 1934), toma símbolos sexuales femeninos e incluye una mano fragmentada. Los tonos son más sombríos, de la gama española: pardos, rojizos, negros…
Bodegón del viejo zapato (1937) manifiesta ansiedad, angustia, violencia… a través de un tenedor clavado en el pan, el zapato abandonado en el suelo y un cromatismo ácido y sombrío, que revelan un estado de desamparo profundo. La composición de las figuras ofrece una presencia más contundente que en obras anteriores.
Su serie Constelaciones resultaría muy influyente desde 1950; sintetiza sus exploraciones pasadas y traslada su universo cósmico a la arena, réplica del cielo. Asimismo, en sus esculturas traduciría el object trouvé surrealista a su mundo personal; lo vemos, por ejemplo, en Palmera (1955-1956), que recoge la gracia del objeto cotidiano abandonado y encontrado y puede generar múltiples interpretaciones (como símbolo sexual, de índole religiosa…).