El rebobinador

La pintura victoriana y los prerrafaelitas, cerca de lo real pero a una distancia prudencial

Llamamos pintura victoriana a la desarrollada en el extenso reinado de la reina Victoria de Inglaterra, en el que podemos decir que se construyó geográfica e ideológicamente el Imperio británico y en el que avanzó la industria de este país hasta convertirse en el más avanzado de Europa. Se ensalzaron allí la velocidad de los nuevos medios de locomoción, la energía del carbón o la fuerza del hierro, pero también se dejaron sentir las consecuencias negativas de la industrialización: las complejas relaciones entre hombre y máquina, cuya incorporación en el arte fue rechazada por Ruskin y sus seguidores, William Morris en el campo de las artes aplicadas, y en pintura, los prerrafaelitas.

El mismo año de 1848 en que Marx y Engels publicaron en Londres el Manifiesto comunista, un grupo de pintores decidió constituir un movimiento secreto y firmar sus obras con las siglas PRB, iniciales en inglés de Hermandad de los prerrafaelitas, nombre que obedecía a su deseo de regresar a la pintura luminosa del primer Renacimiento (Fra Angelico, Botticelli…) y de acabar con la influencia del hasta entonces llamado Divino Rafael. Esa Hermandad estuvo inicialmente formada por Holman Hunt, Dante Gabriel Rossetti y John Everett Millais y, aunque como tal duró cerca de tres años, influyó en toda la pintura británica de la segunda mitad del siglo XIX.

Como sus contemporáneos franceses, los prerrafaelitas se manifestaron contrarios a los postulados de la Academia (depurar la naturaleza de sus imperfecciones para obtener una obra superior a ella) y optaron por un arte al servicio de lo real. Surgieron nuevas iconografías sobre el trabajo y la injusticia social, aunque su denuncia adquirió tintes más costumbristas y moralistas que socialistas. Pero, al contrario que Courbet, ignoraron la fotografía y mantuvieron conceptos de composición y encuadre convencionales; así, lejos de liberar a la pintura del tema, la hicieron presa de él y convirtieron sus obras en un complicado mundo de símbolos con cuya moraleja justificaron su existencia.

Sus avances se concentraron en el uso de colores complementarios y en el espacio, que de tan primitivo y obsoleto (como fruto de una falta de perspectiva aérea unida a una técnica minuciosa) resultaba incluso moderno, preconizando rasgos del simbolismo de fin de siglo, movimiento que finalmente lo absorbió.

Guiados por el Ensayo sobre el Prerrafaelismo que Ruskin escribió para defenderlos en 1851, estos pintores entendieron la realidad como un concepto intrínsecamente unido a la verosimilitud (a lo que parece real aunque no lo sea), pero también a la veracidad. Así, la pintura de historia por ellos practicada, que incluía las historias sagradas bíblicas, no solo tenía que ajustarse a una recreación plausible de los hechos, sino que exigía que el pintor copiara literalmente del natural cada uno de los objetos que allí representaba, lo que complicaba la ejecución de la obra.

John Everett Millais. Cristo en casa de sus padres, 1849-1850. Tate
John Everett Millais. Cristo en casa de sus padres, 1849-1850. Tate Gallery

Así, para realizar su primera obra prerrafaelista, Cristo en casa de sus padres, Millais se fue a un taller de carpintería para copiar su interior con todo detalle. Allí recompuso la escena; nada hay inventado, ni siquiera las virutas de madera que caen al suelo ni las cabezas de los corderos que asoman por la puerta, traídas de una carnicería. Pero no solo los objetos, también los personajes debían ser verdaderos, por lo que para el San José posó un carpintero para que Millais pudiera reproducir con exactitud la musculatura de sus brazos. En el resto de los personajes tampoco utilizó modelos profesionales: los sacó de personajes reales pertenecientes a las clases más humildes, para no traicionar el ambiente de pobreza descrito en la Biblia.

Obviamente, la intención de Millais no era destacar la naturaleza divina de las figuras, sino su condición de hombres y trabajadores. Esa falta de “decoro” motivó que esta pintura fuera detestada por la crítica de un país poco sensibilizado con la iconografía política mediterránea.

Para Ruskin, la finalidad última del arte era la educación moral, por lo que los prerrafaelistas ejercieron desde sus obras una militancia que afectó particularmente a la mujer descarriada, un asunto que llegó a preocupar socialmente en relación con las mujeres del campo que acudían a prostituirse a la ciudad. Era un tema corriente tanto en pintura como en literatura, encontrándose a veces conectados en obras como El despertar de la conciencia, donde Hunt ilustra un pasaje del David Copperfield de Dickens. La mujer que aquí vemos (en realidad Annie Miller, una prostituta de la que se enamoraría Hunt) es en la novela la vieja Peggotty, que en un momento de la narración (el que la obra ilustra) recuerda la inocencia de su infancia, esa niña Emely que fue una vez.

William Holman Hunt. El despertar de la conciencia, 1853. Tate Gallery
William Holman Hunt. El despertar de la conciencia, 1853. Tate Gallery

Ese recuerdo se despierta en ella precisamente al oír la canción de cuna que su amante entona al piano. Al recordar ese estado de inocencia perdida, Miller se levanta del regazo de su amante liberándose de él. Aunque la obra causó escándalo entre el público conservador al reconocerse una prostituta real y, además, retratada como tal, si la comparamos con la Olympia de Manet (también protagonizada por una prostituta real y no por una modelo actuando como tal), veremos que Hunt evita la confrontación directa del asunto para tratarlo mediante símbolos (identifica a la mujer con el pájaro enjaulado), como si fuera una alegoría.

Muy distinta es la posición de Ford Madox Brown, un artista que, aunque muy relacionado con la Hermandad, viajó por Italia recibiendo la influencia directa de los nazarenos y estudió en Bélgica empapándose de un realismo menos moralista y simbolista. En Tome su hijo, Señor, denuncia abiertamente la explotación de la mujer. La de esta imagen ya no es una víctima sino una denunciante y, como tal, saca de sus ropas un niño que no esconde y por el que pide responsabilidades al padre, que pretende evadirse y al que vemos reflejado en el espejo. El incipiente feminismo que reclamaba el derecho al divorcio y al voto político quedaba de manifiesto en estas obras.

Con Dante Gabriel Rossetti, el naturalismo de los prerrafaelitas dejó paso al simbolismo. Hijo de un emigrante italiano especializado en la obra de Dante, el artista siguió la tradición del poeta-pintor que antes había desarrollado Blake. Como erudito que fue, manejó el lenguaje simbólico de los colores, las flores, las plantas y, en especial, los textos literarios tardomedievales, como La Divina Comedia de Dante y La muerte del rey Arturo de Thomas Malory. En Dante encontró a Beatriz, el modelo de mujer bajo el que pintó varias veces a su esposa Elisabeth Siddal; en Malory halló historias de personajes legendarios cuyas experiencias mágicas se resolvían casi siempre en lugares no físicos. Su predilección por este tipo de temas se corresponde coherentemente con una técnica a base de planos compuestos a modo de collage que anula toda su ilusión de profundidad, pero, curiosamente, más que remontarnos a una época pasada, su concepto del cuadro como una superficie que se extiende sin penetrar nos remite al futuro de la historia del arte, pues en él vemos el origen del espacio planimétrico que caracterizará la obra de Klimt y otros artistas de fin de siglo.

Los rasgos antinaturalistas en la pintura de Rossetti se acentúan progresivamente desde 1862, cuando su esposa fallece por una sobredosis de láudano y él se encerró en sus fantasías. Beata Beatrix es obra llena de símbolos personales mediante los que identifica la muerte de Beatriz, descrita en la Vita Nuova de Dante, con la muerte de Siddal. Esta, sin embargo, no aparece representada con la inactividad sexual propia de una mujer muerta, sino con la dejadez placentera de una bella durmiente que ansía ser despertada con un beso. Sobre sus manos, una paloma aureolada deja la flor de la muerte, la adormidera que la llevó al tránsito. Al fondo, el reloj de sol marca las nueve, hora del suceso, mientras Dante y el Amor recorren las calles desoladas de Florencia.

Rossetti parece entender la muerte como una situación de cambio sustancial semejante al éxtasis experimentado bajo los efectos de la droga y, por ello, nos confunde con esa atmósfera ambigua y cargada que tan pronto puede parecer vaporosa y espiritual como erótica y hasta tóxica.

Dante Gabriel Rossetti. Beata Beatrix, 1860-1870. Tate Gallery
Dante Gabriel Rossetti. Beata Beatrix, 1860-1870. Tate Gallery
Whistler. La joven blanca, 1862. National Gallery, Washington
Whistler. La joven blanca, 1862. National Gallery, Washington

Cuando, en la década de 1850, Rossetti conoció a Morris y Burne-Jones, entonces estudiantes de teología, encontró en ellos valiosos aliados en contra del progreso. Procedentes del círculo de Oxford, donde enseñó Ruskin, todos se sentían atraídos por la Edad Media, pero mientras Rossetti y Burne-Jones presagiaron el simbolismo, Morris estableció en el diseño de las artes aplicadas las bases sobre las que se desarrollaría el modernismo, y los separaban, además, diferencias importantes. Si los primeros se ensimismaron en un arte poético, mítico y lleno de arquetipos cuyos significados operaban más a nivel inconsciente que consciente, el segundo se asoció al movimiento socialista y siguió fiel al pensamiento de Ruskin, por lo que insistió en los aspectos morales, éticos y políticos del arte. Recogería algunos en Noticias de ninguna parte (1891).

Pero, a finales de siglo, las propuestas teóricas del gran teórico del gótico se encontraban ya en desuso y una nueva generación de artistas y literatos se opuso a ellas al reivindicar la libertad del arte, es decir, su independencia respecto a aquello que no fuera intrínsecamente artístico. La esencia de la creación residía, según ellos, en la belleza, y esta se reivindicaba por sí misma sin necesidad de formas veraces, ni contenidos morales o didácticos. Oscar Wilde, Whistler y Walter Pater son ejemplos representativos de esta corriente “esteticista” que se asoció a la consigna del arte por el arte ya extendida en Europa.

Wilde y Whistler se concentraron en el refinamiento de las formas influidos por la corriente japonista que, en boga desde los sesenta, ya había sido adoptada por Manet y otros autores. Al partir del realismo y educarse en Francia, el segundo pronto exploró las facultades lingüísticas puras de la pintura, aunque rechazó el contenido social de la obra de Courbet, interesándose más por las posibilidades sinestésicas de la forma y el color, que manejaba para excitar la sensibilidad del espectador y hacerle partícipe de sus atmósferas.

No obstante, esa visión puramente visual del arte se mezcla, en un principio, con cierta preocupación por el significado de las formas. Así, en la enigmática obra La joven blanca, influido por Rossetti, utiliza un lenguaje simbólico (la joven de blanco, casta y pura, posa victoriosa sobre el cuerpo de la bestia derrotada) del que más tarde liberará a su pintura para acercarse más a las experiencias retinianas de los impresionistas.

 

Comentarios