Decía en 1970 Edward Kienholz que, para comprender una sociedad, empezaba por recorrer sus tiendas de segunda mano o de baratijas: Para mí, es una forma de educación y orientación histórica. Puedo ver el resultado de ideas en los desechos de una cultura.
Este artista californiano utilizaba objetos encontrados para crear lienzos concebidos para la crítica social; en el fondo fue Duchamp quien, a principios de los sesenta, arrojó el guante del ready-made a su generación con la intención de que descubriesen su belleza estética. Durante medio siglo, su urinario y su escurridor de botellas fueron interrogantes que traspasaron las fronteras del arte.
La confianza depositada por Kienholz en el poder expresivo de las cosas denota, sin embargo, una actitud muy distinta a la del dadaísta: los objetos cotidianos ya no cuestionan el arte ni representan un gesto de rechazo. El ensamblaje es descendiente del ready-made, pero tras él, más que una renovación de Duchamp, se oculta una necesidad de realidad inmediata y banal y el fin de una actitud moral que desdeñaba atenciones hacia la cultura de masas, o hacia lo que Adorno llamó industria de la cultura.
El ensamblaje es descendiente del ready-made pero tras él, más que una renovación de Duchamp, se oculta una necesidad de realidad inmediata y banal y el fin de una actitud moral que desdeñaba atenciones hacia la cultura de masas.
La mitad de una generación de creadores comenzó a sumergirse en chatarrerías, vertederos, jugueterías, tiendas de decomisos, supermercados… y a desmantelar señales de tráfico o a clavar platos sobre planchas. Si el citado Kienholz se hizo filmar buscando materiales en un cementerio de coches, Arman y Dieter Roth llenaron papeleras y el checo Milan Knizak creó entornos de basuras en la calle. El tratamiento del ready-made por Rauschenberg, Kienholz, Tinguely, Arman y Spoerri no tenía nada que ver ni con el profundo cuestionamiento del arte por Duchamp ni con la proyección de deseos personales volcada en el objeto surrealista: los objetos conservan ahora su propia vida, lenguaje y origen; representan la vida, en el fondo, el mito del arte moderno más productivo.
En los sesenta, como nunca antes, esa vida estaba unida a lo común y a los entornos urbanos, con todo su consumismo y despilfarro. En el tratamiento de los objetos en el arte, esto implicó el paso de la conversión de la psicología surrealista del objeto en una sociología realista. La ecuación radical dadaísta del arte como modo de vida se invirtió, de modo que la vida se convirtió en un modo de arte; justo en 1960, Manzoni dispuso el planeta Tierra en una base invertida y, en 1964, el inglés Mark Boyle comenzó a lanzar dardos a mapas, eliminando un metro cuadrado allí donde aterrizaban y conservando los fragmentos. Se trataba de una fragmentación aleatoria del globo terráqueo del primero.
Sin embargo, desde 1961 Manzoni se dedicó a firmar maquetas en vez de dibujarlas y, el mismo año, Timm Ulrichs se autorrepresentó como obra de arte viviente y elaboraría un catálogo y un monólogo completos del Yo como entidad y cantidad.
El primer artista que reflejó como tal la sociedad consumista norteamericana fue Robert Rauschenberg. En 1949, llegó a Nueva York procedente de Texas y en Manhattan halló… una mina creativa. Caminaba alrededor de los edificios en busca de materiales; ningún otro creador desde Schwitters, cuyo arte Merz había estudiado bien Rauschenberg, se había volcado con tanta pasión en la basura.
Desde 1953 produjo sus combine paintings: fragmentos de una pintura gestual expresiva combinados con placas de calles, señales de tráfico, mobiliario abandonado, pieles de animal y fotos de prensa. Sobre placas toscamente pintadas se yergue una cabra de angora disecada cuyo cuerpo brota de un neumático. La combinación añade vida al título: Monograma. El origen heterogéneo de las distintas partes de este trabajo suscita un amplio abanico de asociaciones; Rauschenberg evitaba las definiciones concretas y cualquier ausencia de ambigüedad que pudiera restar vida a los objetos.
Sus combine paintings, en definitiva, no componen un conglomerado vital y arbitrario como la impresión de una escena de calle, sino un tejido de interreferencias formales, políticas e iconográficas.
Mientras trabajaba en estas propuestas, Rauschenberg fue visto a menudo en compañía de Jasper Johns, cuyo estudio se encontraba cercano al suyo en Pearl Street. Johns raramente se movía en las tres dimensiones; si sus Banderas, Dianas y Latas de cerveza, pintadas y bañadas en bronce, impactaron en el minimalismo fue porque demostraron que las pinturas podían ser objetos, y los objetos, pinturas. Este paradigma no tenía nada que ver con Rauschenberg.
Kienholz surgiría como el polo opuesto californiano de este, distorsionando su realismo con aspectos surrealistas y muecas chocantes. La intención del primero no era insertar una dinámica de la calle en sus lienzos, sino sacar a escena mundos monstruosos opuestos a la belleza ficticia del cielo del Pacífico en un grotesco memento mori contra la supresión del sufrimiento y el maquillaje hollywoodiense de la muerte.
Casi al tiempo que sus célebres combine paintings, Kienholz clavó fragmentos de muebles, electrodomésticos y desechos juntos para configurar relieves de madera que luego pintaba con una escoba. El empleo de materiales baratos, piezas de bricolaje y la espontaneidad emocional lo relacionan con el funk art californiano, llamado así en honor al jazz funky y anárquico de la Costa Oeste. En 1951, el artista funk Bruce Conner había creado enormes estructuras del horror a partir de materias primas.
Hacia 1960, Kienholz diseñó asimismo objetos satíricos y sociocríticos; tiempo después, introdujo lienzos escénicos en los que a partir de chatarra y objetos viejos creaba ambientes reconstruidos y escabrosos. En La espera, una anciana aguarda la muerte como el fantasma de sus propios recuerdos. Indiferente a la desaparición del fotógrafo tiempo atrás, permanece en la pose que aquel le pidió y una imagen de juventud introducida en una bola de cristal (la concepción de sí misma) y una calavera de animal sustituyen a la cabeza. Una cadena de tarros de vidrio con recuerdos de la infancia, matrimonio, nacimientos y muertes cuelga de su cuello y piernas y brazos están hechos con huesos de vaca. El viejo idilio (acogedor) y el cuerpo deshumanizado habitan un tiempo estático: nos encontramos ante una imagen congelada de la decrepitud, formulada con precisión geométrica en círculos, óvalos y rectángulos. Hay aquí un matiz raro en el trabajo de Kienholz: la ternura.
En otras escenas, el artista revela la sordidez de la muerte de forma más dolorosa, representando muñecas unidas en una suerte de seta atómica, el dolor del nacimiento confundido con la tortura de la violación o la castración de un negro a cargo de racistas enmascarados. El Monumento portátil a los muertos (adecuado para todas las guerras) también es complejo en el plano político. A la izquierda aparecen clichés propagandísticos: Kate Smith, la cantante del ejército, entonando sin parar el himno estadounidense; el Tío Sam con la carta de alistamiento, la célebre escena de la coronación de la montaña Suribachi con la bandera estadounidense, la lápida con los nombres de centenares de países destruidos por la guerra…
A la derecha queda un bar con muebles de tubos de acero y una máquina (quizá imperialista) de Coca-Cola, en funcionamiento pese a la contienda. Los soldados unen ambas escenas, al colocar su bandera sobre una silla caída del café. Este monumento polivalente de la guerra se alza como monumento antiguerra.
En los sesenta, el artista que más se acercó a las escenas de horror de Kienholz fue Paul Thek, cuyos ensamblajes atacaban la hipocresía de la moralidad burguesa con efectos cegadores. Desde 1970, su sátira social se pierde en paisajes simbolistas que tejen los tapices de la herencia surrealista en una teatralidad ritualizada.
Como Kienholz, George Segal estimula también la visión crítica del panorama estadounidense y presenta sus lienzos como si se ocultasen tras un telón de teatro. Pero sus escenas son bien diferentes: si el californiano ataca injusticias concretas con alegorías irreales y desalentadoras, el neoyorquino concede a situaciones inspiradas en la soledad americana un carácter universal de modo casi clásico. Crea situaciones de incomunicación sobre un fondo negro: un dúo de jazz con una única bailarina, una cena en la barra, una mujer en la taquilla del cine… Desde 1961, sus propios amigos le sirvieron de modelo para sus figuras gracias a una técnica que permite vendarlos y reconstruir la figura hacia el exterior. Esas figuras contrastan con objetos reales como fósiles de yeso blando; crea así un aura entre el silencio, la nostalgia y la depresión.
Rauschenberg, Kienholz y Segal, los tres artistas del ensamblaje de la Norteamérica contemporánea, suelen relacionarse con el Pop Art. Los tres representaron la metrópoli en toda su vitalidad, brutalidad, despilfarro e incomunicación; sin embargo, el Pop concibe la vida urbana en un folclore de imágenes brillantes y mediáticas y un consumismo de atractivo envoltorio.