Sabemos que la fotografía desempeñó un rol fundamental en la ascensión de la cultura visual en el siglo XIX y que la revolución que, en todos los ámbitos sociales y no solo en el artístico, supusieron las continuas mejoras técnicas, en el ámbito fotográfico favorecieron su industrialización y su penetración social. Se introdujeron nuevos hábitos de comunicación y de relación con la imagen que sembraron, ya entonces, tantas ilusiones como desconciertos, hasta el punto de que la invención de la foto se equiparó por su influencia a la de la imprenta.
Y buena parte de la actividad de los estudios fotográficos abiertos en todo el mundo en la década de 1860 tenía que ver con el retrato, un género en auge desde el Renacimiento por la atención prestada al individuo y sus valores personales. Su elevado coste restringió a las élites económicas, no obstante, su extensión hasta mediados de ese siglo XIX, y la fotografía sería el medio que lo democratizase, favoreciéndose un fenómeno que algunos expertos han bautizado como retratomanía (y que, muy evidentemente, vive hoy una nueva fase). Casi todo el mundo deseaba poseer uno, regalarlo o coleccionar los de las celebridades de aquel momento. Sin dudar, podemos decir que el retrato fotográfico tuvo mucho que ver con la creación de la cultura moderna y con la configuración de la noción contemporánea de individualidad: se empleó como medio para satisfacer deseos de autoafirmación en ciertas clases sociales.
De la mano del retrato, aunque no solo, se registró un crecimiento exponencial en la producción y circulación de fotografías, con una rapidez, un precio y una precisión con la que no pudieron competir pintores y miniaturistas. Por su automatismo, muchos debatieron si se trataba o no de un arte: En tal caso, lo mismo puede darse esta clasificación a un espejo o a una cacerola bien bruñida, decían en el Diario de Barcelona.
Los retratos dominados por la estética social estuvieron asociados a la fotografía comercial y los realizaron fotógrafos profesionales; aquellos más centrados en determinados individuos fueron hechos, normalmente, por fotógrafos amateurs interesados en practicar la imagen artística, a menudo relacionados con intelectuales ligados a la literatura y el arte. En el caso de Londres, los referentes de esos autores que optaron por el retrato de individualidades fueron el arte gótico y el renacimiento italiano.
La capital británica fue una de las primeras europeas en contar con un museo que prestase atención a la fotografía: el South Kensington Museum, en el que la imagen fue tanto un medio de documentación de sus colecciones como parte de ellas y de su programa expositivo. Su labor favoreció que en la ciudad naciera uno de los colectivos que más se esforzó por reivindicar el estatus artístico de ese medio y de él formaron parte Rejlander, Pech Robinson, Fenton, Clementina Hawarden, David Wilkie Wynfield, Lewis Carroll o Julia Margaret Cameron. Su obra alcanzó una importante visibilidad y fue comentada en la prensa de la época.
Cameron llegó a renovar, con su particular visión, el concepto de retrato; afirmó: Aspiro a ennoblecer la fotografía, a darle el tenor y los usos propios de las Bellas Artes, combinando lo real y lo ideal, sin que la devoción por la poesía y la belleza sacrifique en nada la verdad.
La artista fue contraria al uso descriptivo y topográfico de la imagen, desarrollando un estilo personal centrado en los retratos y lejano a la estética de sus contemporáneos. Recurrió a los primeros planos, jugó con los desenfoques… y sembró la controversia: fascinó y desagradó por su lejanía a los cánones propios del retrato social, de las técnicas y los valores que defendían los autores más ortodoxos.
Sus inicios en la disciplina no fueron tempranos: comenzó a los 48, cuando contaba ya con un bagaje cultural muy amplio. Se había formado en Calcuta, París, Sudáfrica, la misma Londres o la isla de Wight y, gracias a su ascendencia aristocrática, pudo introducirse en los círculos más elitistas y relacionarse con pintores, científicos y fotógrafos. Su sensibilidad y su afán de alcanzar la belleza le llevaron a experimentar con la pintura y el dibujo antes que con la foto, pero los resultados no llegaron a satisfacerla, y cuando su hija y su yerno le regalaron una cámara, pasó de ser una gran observadora a una gran creadora. Ella misma lo percibió: Anhelaba fijar cuanta belleza veía ante mí y por fin ese deseo se ha cumplido.
Sus retratos de la década de 1860 pueden dividirse en dos: los que realizó de familiares, amigos y figuras relevantes relacionadas con el arte, la ciencia o la literatura que formaban parte de su ámbito cercano, en los que resaltó sus personalidades y rasgos individuales, y aquellos que tomó de modelos para representar ideas relacionadas con la religión, la mitología, la historia de la pintura o la literatura.
Por su sociabilidad, Cameron fue anfitriona de muchos actos sociales en los que participaron científicos, artistas y literatos vinculados a corrientes de pensamiento innovadoras y se relacionó con los artistas y teóricos prerrafaelitas, que en algún caso posaron para ella. Sabemos que tuvo contacto con Tennyson, Carlyle, Rossetti, Darwin o Cole.
En aquellos retratos donde reflejó valores individuales, los personajes fotografiados aparecen con su vestimenta habitual, alejándose, como decíamos, de los cánones del retrato social, en los que los modelos aparecían de cuerpo entero, costaba percibir los rasgos físicos y sabíamos de la distinción del personaje por indumentaria, decorados y complementos. Nuestra autora optó por los primeros planos para mostrar la interioridad e inquietudes espirituales del fotografiado.
En sus trabajos encontramos trazos de sus mentores, como los mencionados Tennyson, Rejlander o Wynfield, pero Cameron desarrolló una obra muy personal y fresca experimentando con encuadres, iluminación, desenfoques y movimiento, logrando unas imágenes que transgredían las normas vigentes sobre el retrato y llevando sus fotografías hasta límites técnicos antes no desafiados. Destacan por su potencia visual y por una belleza que muestra la profundidad interior; hay quien ha relacionado sus experimentaciones con las de Man Ray o Witkiewicz, quienes también traspasaron limitaciones para crear retratos inquietantes.
En paralelo a los retratos en los que mostró los caracteres individuales de sus personajes, hizo una serie de fotografías escenificadas en las que proyectaba sus ideas y que estaban en consonancia con el arte contemporáneo, la fotografía artística, la literatura y las teorías de John Ruskin o los prerrafaelitas. Era anglicana practicante, y en esas obras el simbolismo religioso estaba muy presente: recreó o visitó a Giotto, a Rafael o escenas bíblicas, disfrazando a los personajes y dirigiéndolos para que adoptaran posturas y expresiones que generaran imágenes más efectivas, verosímiles y transmisoras de fuerza psicológica, belleza moral y religiosa.
También en esta línea, escenificó obras literarias de Henry Taylor, Shakespeare, George Eliot o Tennyson, quien ilustró con sus fotografías su libro Los idilios del Rey y Otros poemas.
Su espíritu libre y transgresor y su intuición llevaron a la artista a producir una obra original adelantada a su tiempo. La fuerza de sus retratos y su expresividad explica que hoy sigan interesando y su proximidad a los retratados le permitió realizar un acercamiento al género muy poco habitual en su época.