Nacido en Granada en 1914, José Guerrero se formó en la Escuela de Artes y Oficios de su ciudad y en la Academia de San Fernando de Madrid antes de trasladarse a París, donde, como todos los de su quinta, pudo conocer las vanguardias y también a Picasso, Miró y Juan Gris.
E igualmente antes de asentarse en Estados Unidos en 1949 (de la mano de Roxane Whittier Pollock, periodista de la revista Life con quien contrajo matrimonio), recorrió, en la segunda mitad de los años cuarenta, una Europa devastada por la II Guerra Mundial, pero muy viva aún en el terreno artístico.
Fue para él un tiempo muy provechoso: en París contempló la paleta viva de Matisse, en Bruselas la frescura de Alechinsky, en Berna las formas de Klee, y en Londres, el mundo ordenado sobre plano de Piero della Francesca. En la capital británica, además, quedó conmovido por la visión de grandes tanques de gas que inspirarían para él futuras masas planas de color.
Atendiendo al testimonio del propio artista, sólo una pesadilla recurrente oscureció aquellos años: lo sumía en sombras hasta el surgimiento de una ventana, un color… que era lo que me terminaba salvando siempre. Esa búsqueda de una luz frente a la oscuridad, la identificación del color con el regreso a la vida y su entendimiento de la negritud como una frontera presagiarían en su obra muchas futuras brechas.
Ya en Estados Unidos, y en los sesenta, optaría Guerrero por recurrir al psicoanálisis para tratar de hacer frente al desarraigo y de hacer suya una libertad que volcaría en su pintura, que comenzó a tomar a mediados de esa década una claridad constructiva mayor y también una creciente audacia.
Porque aquella frontera también tenía que ver con el Atlántico, que cruzó varias veces preparando su regreso a España y que separaba dos mundos para él. A un lado quedaba América, a otro sus raíces granadinas, en forma de recuerdos de aromas, luces y colores que remitían, desde su punto de vista, a un universo ancestral. El retorno llegaría en 1965 y supondría para él la recuperación de un universo mágico perdido cuya culminación llegaría al año siguiente, en La brecha de Víznar: una ventana que se intuía ya en la vibrante Andalucía (1965).


En sus tres lustros americanos, Guerrero se integró, de la mano de la galerista Betty Parsons, en el grupo de los expresionistas abstractos, si bien, como en el caso del resto de autores que asociamos a esta corriente abierta, desde un lenguaje personal. Fue amigo de Robert Motherwell y admirador de sus negros; de Rothko, de quien aprendió las opciones depuradas de los campos de color; y de Kline, que le sorprendió por la violencia con que concebía sus lienzos. De algún modo, en esa Andalucía de 1965 venía a demostrar el español que, aún entonces, ese estilo ofrecía un amplio campo de exploración.
A medio camino entre dos generaciones de autores expresionistas, Guerrero se distanció del drama propio de Pollock o De Kooning para situarse más cerca del hedonismo de Helen Frankenthaler, aunque sin comulgar del todo con sus desbordamientos de cariz emocional. Él realiza apuntes y bocetos previos y los conserva ante los ojos mientras pinta: somete su gesto a control.
Desde que puedo recordar, el negro siempre estaba allí, como una parte de la vida; en la gente, en el paisaje, en la soledad.
Normalmente construyó sus lienzos a partir de una paleta elegante e intensa y de grandes campos de color, aplicados con cierta espontaneidad, pero también con rigor técnico. En Andalucía, las formas, separadas con claridad, consisten en una gran extensión roja atravesada por un río negro ancho en forma de meandro. Como en los suelos o bases de sus composiciones suelen aparecer episodios decisivos, aquí vemos dos bultos oscuros, en gris y negro, trazados con brochazos restregados y conectados por un torbellino de rojos y amarillos.
El cuadro parece respirar; sensación generada por sus capas ligeras de pintura chorreante y el óleo muy disuelto, que dan lugar a transparencias. El fondo de la tela, que él mismo preparaba, no llega a taparse del todo.
Ese título, Andalucía, no debe llevarnos a buscar en la imagen un contenido: surge de su necesidad de conceder a esas formas la emoción de una experiencia concreta. Por la luz caliente y por su nombre geográfico, esta pieza es en parte un paisaje: en ningún caso panorámico, pero sí llevado a un terreno acotado.
No importan los elementos determinados captados, si los hubiera, sino el impulso emocional generado por un lugar y llevado al lienzo gracias al poder abstracto del color y las formas. Destaca, entre sus tonos, el negro, que para él no fue nunca un color más; dejó dicho Guerrero: Desde que puedo recordar, el negro siempre estaba allí, como una parte de la vida; en la gente, en el paisaje, en la soledad.
No sólo bebe en su uso de la tradición española, de Zurbarán y Goya, sino que su gravedad tiene ecos más familiares y no necesariamente fúnebres: Hemos estado vestidos de negro toda la vida.


BIBLIOGRAFÍA
María Bolaños. Interpretar el arte. LIBSA, 2007
José Guerrero. The presence of black, 1950-1966. Diputación Provincial de Granada

