Jan Dibbets nació en 1941 en la localidad holandesa de Weert y sus intereses y estrategias artísticas giraron siempre en torno a la percepción, estudiando este ámbito a partir de las restricciones técnicas de la fotografía, pero sin perder de vista la tradición del paisaje en la pintura de su país: se ha fijado en las aguas calmadas, las costas tranquilas y también en las corrientes y las estructuras complejas de las hojas.
A menudo la fotografía parece carecer de uso material, por su aparición en pantallas o su uso cotidiano, y sus motivos aparecen de tal modo en primer plano que podemos llegar a olvidar que la imagen es artificial; sin embargo, este artista suele elegir recortar el material fotográfico, pegarlo sobre papel y generar nuevas imágenes con dibujos esquemáticos de las condiciones perspectívicas de esta disciplina. Se trata, por tanto, de un montaje gráfico de la experiencia temporal y espacial que la foto puede transmitir gráficamente, al mismo tiempo que la limita.
Otro de sus procesos habituales en ese afán de devolver a la fotografía su materialidad es el recurso a las series: capta perspectivas especiales a intervalos regulares, o con tiempos de exposición cada vez más cortos, resaltando de ese modo los efectos químicos de las condiciones lumínicas sobre la propia luminosidad de las imágenes.
En la Bienal de Venecia de 1972, el holandés presentó la instalación Land/Sea: colgó del techo seis proyectores de diapositivas, cada uno cargado con sesenta de ellas, que se iban proyectando sobre dos paredes en ángulo. Esas imágenes proyectadas parecían conformar, al unirse, un extenso horizonte, aunque asimétrico: del lado izquierdo, veíamos tres tomas de un paisaje costero verde; a la derecha, otras tantas imágenes de olas marinas. Por su orden de proyección automática, esa línea del horizonte se desplazaba hacia abajo o hacia arriba, acompañándose del zumbido de los proyectores y el chasquido del carro que iba cambiando esas diapositivas.
El truco óptico era relativamente sencillo: utilizaba Dibbets varias veces la misma imagen e incluso la duplicaba o triplicaba y su horizonte era, tras el punto de fuga, la coordinada más importante para el dibujo en perspectiva. Renunciaba, en sus composiciones, al primero y parodiaba a través del desplazamiento el empleo manido del horizonte bajo, el que tantas veces empleaba el romántico Friedrich.
La calidad peculiar de las imágenes proyectadas, junto al mencionado ritmo y el sonido de los proyectores, contribuía a transformar un paisaje costero que podía sernos familiar en una composición abstracta que podía llegar a evocar las superficies compartimentadas de Mondrian.
Han sido muchas las ocasiones en las que Dibbets ha utilizado formas experimentales de la fotografía para ejemplificar lo que de verdad ve quien dispara la cámara: junto al galerista neoyorquino Seth Siegelaub organizó, en 1969, una muestra insólita; envió una postal en cuyo anverso podían verse dos composiciones, la fachada de un edificio de apartamentos con una marca sobre un balcón y un autorretrato, en actitud irónica y afectada de medir y decorar. En el reverso de la tarjeta se anunciaba la exposición: Los días 9 de mayo, 12 de mayo y 30 de mayo de 1969, a las tres de la tarde, Jan Dibbets adoptará en Ámsterdam (Holanda), en el lugar marcado con una X, la misma pose que puede verse del otro lado.
Veinte años más tarde, en 1989, el Círculo de Institutos de Cultura Autónomos de Alemania se puso en contacto con el artista israelí Dani Karavan (Tel Aviv, 1930) para que diseñara un monumento en homenaje al pensador y crítico literario Walter Benjamin (quien, recordamos, se había suicidado en 1940 en Portbou huyendo del nazismo). Allí, en esa localidad en la frontera entre España y Francia, había de ubicarse su obra, que se dirigiría también a la memoria de todas las víctimas del fascismo.
Es habitual que este tipo de proyectos conmemorativos tiendan al patetismo o a ensalzar el silencio, pero la ubicación de esta propuesta en Portbou, a orillas del mar y junto a los Pirineos, lugar de tránsito, imprime un aura diferente, ligada a la temporalidad. La estación de ferrocarril de este pueblo, que diseñó Gustav Eiffel, domina la imagen de la localidad y el sonido de los vagones y las vías incide en el carácter fronterizo de este enclave. Todas esas condiciones tuvieron importancia en el proyecto que Karavan diseñó, entre el cementerio y la población, y que se llamó Passagen – Homenaje a Walter Benjamin.
El propio título alude tanto a la fragmentación del legado del alemán como a la orientación de esta propuesta: los espectadores tienen que percibir al transitar por escaleras, caminos y placitas todos los elementos del paisaje como experiencias fronterizas de la existencia humana. Así, un pasillo descendente de acero corten pegado a las rocas de la costa puede atraer nuestra mirada hacia la fuerza del mar y escalones estrechos y empinados nos conducen hasta una placa de vidrio que evita nuestra caída al agua y nos obliga a, finalmente, dar la vuelta. Sobre esa misma placa leemos una cita de Benjamin, que quizá el artista incorporó para evitar futuras interpretaciones indebidas del monumento: Es tarea más ardua honrar la memoria de los seres humanos anónimos que la de las personas célebres. La construcción histórica está consagrada a la memoria de los que no tienen nombre.
Esa placa de vidrio, claro, permite divisar el oleaje y la espuma del mar mientras que, al darse la vuelta, el visitante solo puede atisbar a ver un pequeño trozo de cielo sin puntos de referencia. Sin embargo, algo por encima del pasillo, escaleras de acero dirigen nuestra mirada hacia un olivo, símbolo de paz, y tras el cementerio, el visitante verá una plataforma nuevamente en acero desde la que contemplar el horizonte. Por último, un sendero de piedras empinado que conduce desde el pasillo hasta la entrada posterior del camposanto es un elemento natural más de la obra: Karavan encontró en él una alusión a la última travesía por las montañas del autor de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.
Para el artista, el paisaje podía ser escenario teatral de una tragedia humana y evocar difíciles equilibrios: El mar estaba calmado. pero de repente las aguas se arremolinaron en una ola, cayeron a plomo y se estrellaron en una nube de espuma contra las rocas. Después de eso, las aguas volvieron a calmarse, como si nada hubiera pasado. El fenómeno se repitió una y otra vez, con ligeras variaciones en el orden. Desde el mismo lugar podían verse las montañas, la frontera francoespañola en la que Benjamin buscó la salvación. Y me dio por pensar: (…) La obra ya está aquí (…). Solo tengo que conseguir que la gente sea capaz de verla.
BIBLIOGRAFÍA
Michael Lailach. Land Art. Taschen, 2007