Cuando Hilma af Klint nació, en Solna (Suecia) en 1862, hacía tres años que Darwin había publicado El origen de las especies, texto en el que manejaba teorías sobre la selección natural y la evolución de los seres vivos que ponían en cuestión creencias arraigadas; su recepción fue, evidentemente, controvertida, pero no tan negativa como aquel esperaba y, en todo caso, no restó puntos al auge del espiritismo en ese momento. Compartía su defensa de la supervivencia del mejor adaptado con Alfred Russel Wallace, aunque había divergencias entre ellos: para Darwin, las condiciones ambientales habían jugado un rol esencial en el surgimiento del homo sapiens; para Wallace, las proezas mentales humanas se debían a algo que no tenía que ver con la evolución, una base de carácter espiritual y naturaleza invisible. En definitiva, este último creía en una inteligencia superior; intuía que la vida en la Tierra iba más allá de lo científicamente explicable.
En una línea bastante distinta, pero abierta a lo sobrenatural, el químico William Crookes se acercó y mucho al ocultismo, también lo hizo Conan Doyle, creador del muy empírico Sherlock Holmes, y Edison llegó a formular la pretensión de crear un teléfono espiritual que permitiese comunicarse con los muertos. Eran tiempos en los que se descubrían los rayos X, las ondas de radio y otras fuerzas hasta entonces insospechadas y la alta sociedad debatía en torno a lo inexplicable, realizaba sesiones de espiritismo y favorecía el desarrollo de la llamada teosofía, una conjunción de corrientes religiosas y filosóficas que prometía revelar una verdad eterna que aunase lo espiritual, lo material y lo universal. Fundada por la rusa Helena Petrovna Blavatsky, sedujo, además de a Edison y a Wallace, a Mondrian, Kupka, Malévich o Kandinsky, estos últimos primeras figuras del arte abstracto.
También fue una de sus pioneras (no es muy útil poner orden cronológico, aunque hay quien dice que se adelantó un lustro a Kandinsky) la propia Af Klint, nacida en una familia acomodada de navieros que la apoyó a la hora de ingresar, a sus veinte años, en la Real Academia de Bellas Artes de Estocolmo, que para entonces acababa de abrirse a las mujeres estudiantes. Tras graduarse, esta institución le cedió un taller de su propiedad en la capital sueca donde, en un principio, realizó paisajes naturalistas y retratos hasta que comenzó a mostrar interés por la ciencia, materializado en dibujos botánicos y estudios de animales, de momento figurativos.
Amante del espiritismo, a cuyas sesiones acudía desde la adolescencia, y muy imaginativa, se adentró en la Sociedad Edelweiss, la Orden Rosacruz, vinculada al simbolismo, y en otros movimientos de índole mística que fomentaban determinadas ideas espirituales y metafísicas, pero sobre todo se dejó influir por la mencionada teosofía, que se introdujo en Suecia en 1889. Tanto fue así que articuló su propio grupo de espiritistas cristianas, Las Cinco, del que formó parte junto a cuatro amigas con las que tomaba el té, rezaba e invocaba a “los Altos”, médium mediante. Podría considerarse esa actividad como una suerte de antecedente del arte automático de los surrealistas, que confiaban en la existencia de una corriente de consciencia que podía transmitirse a través del alma humana para revelar lo oculto en lo real.
Durante años, la artista y sus compañeras tomaban nota de los mensajes que recibían de los que entendían como sus espíritus guías: Amaliel, Ananda, Clemens, Esther, Georg y Gregor. Esperaban de ellos instrucciones concretas, que no recibían, hasta que, un día de 1904, Amaliel les habría supuestamente comunicado que debían trabajar en pinturas astrales que representaran el espíritu del mundo y, después, levantar un templo que las guardase. Aquel empeño pareció imposible a las cuatro de ellas que no eran Hilma af Klint, pero ella llevó a cabo casi doscientas composiciones desde este propósito entre 1906 y 1915, creaciones que se conocen como Pinturas para el templo: según la autora, sus manos solo eran un canal para su realización; eran las fuerzas sobrenaturales las que pintaban, revelando mensajes intangibles desde el más allá.
Su objetivo último era mirar trascendiendo lo material para acceder a un modo diferente de ver que implicara, no únicamente la observación, sino también la transmisión de energías; esto es, representar las fuerzas que fluyen en los cielos y la tierra y que, de no ser por la pintura, quedarían ocultas.
Su objetivo último era mirar trascendiendo lo material para acceder a un modo diferente de ver que implicara, no únicamente la observación, sino también la transmisión de energías; esto es, representar las fuerzas que fluyen en los cielos y la tierra y que, de no ser por la pintura, quedarían ocultas.
Según las teorías teosóficas en las que Hilma creía, bajo todos los fenómenos físicos y naturales subyacía una unidad. En el principio, todos fuimos un espíritu completo y puro que después se dividió en el mundo material, pero que podría volver a recomponerse dejando a un lado las dualidades mente-cuerpo, hombre-mujer, etc. Los símbolos que aludían a ese retorno a la unidad fueron el punto de partida de las pinturas de Af Klint, cuya primera serie de cuadros se llamó Caos primordial y constaba de veintiséis pequeñas telas al óleo en tonos, en su mayoría, verdes, amarillos y azules. La elección era simbólica: el azul se asociaba a lo femenino, el amarillo a lo masculino y el verde, a la unión de ambos; además, esos colores eran los fundamentales de la vida, por corresponder a tierra, luz y agua.
Este conjunto hace referencia, en definitiva, a la energía cósmica, mediante rayos de luz que se dirigen al espacio y formas tubulares en espiral que remiten a nuestros lazos con la naturaleza. En algunas obras vemos letras o palabras; entre las primeras, la U, símbolo del reino espiritual, y la W, emblema del mundo material. Algunas composiciones podrían asemejarse a diagramas celulares o circuitos electrónicos, pero en todo caso se encuentran entre las primeras pinturas abstractas de la historia. No obstante, por su origen, caben matices.
Kandinsky, Mondrian y otros abstractos contemporáneos realizaban conscientemente un arte no representativo, en el que no había alusiones al mundo conocido y tampoco posibilidades interpretativas, pero Af Klint ideaba sus imágenes a partir de signos geométricos que formaban parte de una suerte de código del conocimiento. En suma, no buscaba crear abstracción, sino expresar mensajes desde otra latitud. Por otro lado, la médium y espiritista Georgina Houghton (1814-1884), en la Inglaterra victoriana -nació casualmente en Las Palmas de Gran Canaria-, también había elaborado trabajos abstractos con espirales y formas celestiales teóricamente guiada por seres angelicales treinta años antes; es decir, si este tipo de desarrollos pueden considerarse abstractos, los de la británica fueron más tempranos.
En todo caso, ninguna de esas consideraciones desmerece la calidad de la producción de Af Klint. Tras Caos primordial, se zambulló en 1907 en la serie Los diez más grandes: una decena de piezas de muy gran formato que representan el ciclo de la vida humana con grandes franjas de color como fondo de una danza de formas biológicas, paisajes cercanos a la psicodelia y discos entrecruzados. Están ejecutadas en témpera sobre papel, montado este sobre lienzo; dos son para la infancia, dos para la juventud, cuatro para la edad adulta y dos para la vejez.
Hilma af Klint fallecería en 1944, el mismo año que Mondrian y Kandinsky, pero si ellos entonces eran célebres por su legado abstracto, la sueca era una desconocida: no expuso en vida y dio instrucciones para que sus creaciones (mil trescientas pinturas y ciento veinticinco cuadernos) no se mostrasen hasta veinte años después de haber fallecido, cuando teóricamente el mundo estaría preparado para recibirlas. Su primera exhibición importante tuvo lugar en 1986, en Los Ángeles, pero incluso entonces quedaron después en el olvido hasta hace solo unos años.
BIBLIOGRAFÍA
Hilma af Klint, visionaria. Atalanta, 2023
Will Gompertz. Mira lo que te pierdes. El mundo visto a través del arte. Taurus, 2023