El rebobinador

Hierro y arquitectura: un material para la Revolución Industrial

Desde aproximadamente mediados del siglo XVIII, la sustitución del carbón vegetal por el mineral permitió obtener hierro fundido en grandes cantidades; se trata de un material duro, inflexible y resistente a la compresión, de ahí que sea apropiado para la construcción de máquinas, raíles y también para la arquitectura.

Durante el siglo XIX la tecnología del mismo no dejó de desarrollarse y el hierro forjado alcanzó excepcional relevancia cuando se inventó el laminador universal y pudieron lograrse grandes vigas. Más adelante, el acero (recordamos, una combinación de hierro y carbono) sustituiría al hierro fundido y forjado por su resistencia y elasticidad.

Sin embargo, desde la invención de estos materiales hasta la generalización de su uso transcurriría mucho tiempo. Por ejemplo, el hormigón armado, hallado en 1849, no se hizo notar realmente en la arquitectura hasta entrado el siglo XX y muchos arquitectos lo rechazaron por alterar la imagen tradicional de los edificios. Por su parte, los proyectos diseñados solo con hierro producían la sensación de ser artefactos extraños, no arquitectónicos, de ahí que nuevamente muchos arquitectos los consideraran obras de ingeniería sin belleza posible.

Sin embargo, pese a ese rechazo conceptual los arquitectos acabaron asumiendo las innovaciones, dados sus beneficios. Ya se había empleado ese material en cubiertas en el siglo XVIII e Inglaterra fue el país más precoz en su uso; después se sumarían Francia y los demás países industrializados.

Podemos diferenciar las tipologías donde el hierro es el componente exclusivo o mayoritario, por ejemplo en el trazado de arcos de grandes luces o en las estructuras adinteladas; en ambos casos se lograba gran limpieza espacial. Puentes y viaductos, andenes e invernaderos, galerías cubiertas, fábricas, mercados o almacenes comerciales fueron algunas de las principales edificaciones afectadas por el auge de ese material. Y su uso se extendería a tipologías menores como kioskos y mobiliario urbano, y si no se generalizó aún más fue por prejuicios ideológicos y morales: el hierro se consideraba un material innoble e inadecuado en edificios destacados; la iglesia anglicana llegó a prohibirlo.

Henri Labrouste. Biblioteca de Santa Genoveva, París, 1840
Henri Labrouste. Biblioteca de Santa Genoveva, París, 1840

No obstante, hubo arquitectos que aceptaron con agrado el uso del nuevo material, arrebatando la exclusividad de su utilización a los ingenieros. El nombre más relevante fue, por su precocidad, el del francés Henri Labrouste, que se autoproclamaba arquitecto del hierro. Su obra fue escasa, pero de ella forman parte la biblioteca de Santa Genoveva y la Nacional de Francia, ambas en París. En la primera dividió el espacio longitudinal en dos partes cubiertas con sendas bóvedas de medio cañón metálicas; en la segunda, fragmentó el espacio mediante cúpulas con claraboyas de terracota apoyadas sobre arcos y columnas de hierro. El depósito de libros, con los estantes de hierro fundido, es también una aplicación funcional y espectacular de este material.

También Boileau levantó únicamente con hierro, y con formas neogóticas, iglesias como las de Saint Eugène de París o la de Saint Paul de Montlucon.

François Kollar. Torre Eiffel, hacia 1930

La evolución técnica de materiales y sistemas estructurales (cubiertas y soportes) fue permanente en el siglo XIX. Las exposiciones universales, iniciadas con la de Londres de 1851, fueron espacios para la experimentación con ellos, sobre todo a través de las galerías de máquinas: grandes pabellones cubiertos por armaduras metálicas y cristal. Su culminación se produjo en la de París de 1889, donde convergieron dos hitos: la Torre Eiffel y la propia Galería de máquinas; en esta última, se pudo cubrir sin interferencia un espacio de 420 metros de largo y 115 de ancho gracias a la mejora del sistema de soportes. Cubiertas y pilares forman aquí una sola pieza, de modo que la armadura se prolonga hacia abajo hasta llegar al pavimento.

Inglaterra se adelantó en la aplicación del hierro, iniciándola con los puentes. Ya en 1775 el hierro fundido sirvió para levantar el de Coalbrookdale con un solo arco, y Thomas Telford fue un importantísimo ingeniero, autor de numerosos de ellos, varios en hierro.

La combinación de la estructura metálica con elementos arquitectónicos historicistas, como ocurre en el suyo de Craigellachie, fue habitual en muchos urbanos: ocurre también en el del Carrousel de París, de Polenceau, inventor de un sistema de armadura que lleva su nombre y que probó aquí.

A Eiffel le debemos los puentes y viaductos más sorprendentes de entonces desde un punto de vista tecnológico, pero Telford proyectó en 1819 un puente colgante, el galés de Manei. Se trataba de un sistema basado en el soporte del tablero por unas cadenas metálicas, antecedente de los actuales puentes atirantados. Hay que mencionar asimismo a John A. Roebling, a quien le debemos los puentes sobre las cataratas del Niágara, que han desaparecido, o el de Brooklyn.

Taller de Gustave Eiffel. Puente de Luis I, Oporto, 1880
Taller de Gustave Eiffel. Puente de Luis I, Oporto, 1880

Las estaciones de ferrocarril son otra de las tipologías fundamentales, junto a invernaderos y mercados, de la arquitectura del hierro, tras unos primeros años en que fueron levantadas normalmente con madera. Cuando se sustituyeron por otras más sólidas, el hierro entró de lleno a formar parte de ellas y la cubierta de los andenes fue su expresión tecnológica más evidente, junto al edificio de viajeros. La función representativa de este, tanto de la compañía propietaria de la línea como de la misma ciudad donde se asienta, es esencial, y la colaboración en ellas entre arquitectos e ingenieros fue también fundamental.

A veces (Estación Oeste de Budapest, Delicias en Madrid), la estructura metálica del andén se manifiesta tanto en los laterales como en la fachada, minimizándose los cuerpos arquitectónicos. La exaltación tecnológica se hace así patente, sobre todo al tratarse de conjuntos enclavados en el centro de las ciudades.

La columna de hierro fundido comenzaría a emplearse con frecuencia en los interiores de los edificios, en sustitución de los pilares de fábrica, pero pronto J. Watt, el inventor de la máquina de vapor, concebiría un edificio industrial (una fábrica de hilaturas de algodón en Salford, Manchester) en el que por primera vez toda la estructura era de hierro fundido: columnas y vigas de hierro eran el esqueleto del edificio, cerrado por muros de ladrillo. Además, las vigas eran de perfil en I, anticipando una forma que se generalizaría de la mano de los hornos de laminación.

Ese prototipo fue aplicado a la arquitectura fabril y a la comercial, destacando la fábrica de chocolates Menier en Noisiel-sur-Maine, de Julius Saunier, y la figura de James Bogardus, autor de numerosos edificios en los que el hierro se utilizó tanto en la estructura como en el exterior. Muchos almacenes y establecimientos comerciales se levantarían así entre 1850 y 1870 y serían el germen de los rascacielos.

Los almacenes y galerías comerciales son otras de las manifestaciones más singulares de la aplicación del hierro, y de las nuevas ciudades burguesas. El modelo Bogardus resultó idóneo para ellos, y en estas construcciones se instalarán los primeros ascensores (en 1857, en Nueva York). En Europa proliferaron más tarde que en Estados Unidos; en 1876 se levantaron en París los célebres Bon Marché, realizados solo con hierro y cristal, obra de Eiffel.

Entre las galerías comerciales, destacan las italianas, como la de Umberto I en Nápoles, a cargo de Emanuele Rocco. También la ciudad burguesa amueblará sus espacios con objetos producidos en hierro: ascensores, kioskos, bancos, farolas… o los citados ascensores, como el construido por el taller de Eiffel en Lisboa para facilitar la comunicación entre sus barrios.

Emanuele Rocco. Galería de Umberto I, Nápoles, 1885-1892
Emanuele Rocco. Galería de Umberto I, Nápoles, 1885-1892

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