El rebobinador

Herbert Bayer y Alan Sonfist, naturaleza para la calma y para la historia

Herbert Bayer. Humainement impossible (autoportrait), 1932. The Museum of Modern Art, New York. Collection Thomas Walther
Herbert Bayer. Humanamente imposible (Autorretrato), 1932. The Museum of Modern Art, New York. Collection Thomas Walther

En la década de los veinte, quien dirigía el Taller de Diseño Gráfico e Impresión de la Bauhaus en Dessau era Herbert Bayer; puede que su nombre no suene a muchos pero sí se queda en las retinas su autorretrato sin axila en un fotomontaje de 1932. Su actividad tuvo muchas ramas: fue grafista publicitario, tipógrafo, pintor, fotógrafo y también arquitecto de exposiciones, y se convirtió en figura del land art, que es por lo que lo recordaremos hoy, casi sin querer.

Una imagen de su obra Earth Mound (Colina de tierra) se presentó en la que fue exposición fundacional del movimiento, “Earth Works”, que tuvo lugar en Nueva York en 1968. Aquella obra la había realizado bastante antes, en 1955, en tierras que pertenecían al Aspen Institute for Humanistic Studies de Aspen, en Colorado: consistía en un terraplen redondo de doce metros de diámetro recubierto de hierba y, a través de un acceso estrecho, podía accederse a tres elementos simbólicos en el interior de su construcción. Se trataba de una depresión redonda en el terreno, una roca de granito y un montículo cónico.

Aunque, por fechas, aquella instalación podía hacer considerar a Bayer pionero del arte de la tierra, él quiso tomar distancia respecto a etiquetas y subrayar su cercanía a la naturaleza: en aquel proyecto las superficies, diseñadas con medios sencillos, se fundían paulatinamente con aquella; en el parque se instalaron elementos de carácter artístico cuyas formas plásticas y espaciales resultan agradables, permiten experimentar la sombra, el sol y el paso de las estaciones y emplean elementos naturales para su configuración.

En los años venideros, se ocuparía en múltiples ocasiones del diseño de proyectos paisajísticos, manteniendo siempre distancias con el land art; tanto en estos como en sus diseños arquitectónicos para salas de exposiciones su interés se centró en conducir a los espectadores mediante formas onduladas y líneas dinámicas.

En 1979 ganó un concurso público convocado por la ciudad de Kent para embellecer un terreno de contención de inundaciones a orillas de Mill Creek: su propuesta se llamó Mill Creek Canyon Earthworks y para ella trazó sobre las instalaciones numerosos senderos, montículos cónicos y anulares, bancales, un estanque con un anillo herbáceo interior y un puente con plataforma panorámica. Todos ellos dotan al terreno de una estructura ondulada que permite descubrir nuevas facetas del mismo a medida que es recorrido.

Para la inauguración este autor, nacido en Austria en 1900, redactó una descripción detallada del proyecto, en la que explicó su idea de armonización entre naturaleza y geometría: Concebí que las esculturas exteriores de gran formato integradas con su entorno podían ser construidas con tierra; esto dio pie a un uso variado de paisajes y jardines ondulados, de montículos y esculturas. Si bien mis primeras obras se concentraban principalmente en consideraciones sobre el arte específico de la escultura, la obra de Mill Creek tiene un propósito y una función definitivos: en tanto que elementos integrantes del espacio de contención, controlan el fluir del agua. Son formas abstractas de delineación geométrica, expresan una interacción de cuerpos tridimensionales positivos y negativos, luz y sombra, superficies y texturas, agua, movimiento y sonido; en resumen: todas las cualidades del arte escultórico. El paseo resulta, así, una experiencia agradable por las diversas facetas (físicas) de la serenidad.

Herbert Bayer. Mill Creek Canyon Earthworks, 1955
Herbert Bayer. Mill Creek Canyon Earthworks, 1955
Herbert Bayer. Mill Creek Canyon Earthworks, 1955
Herbert Bayer. Mill Creek Canyon Earthworks, 1955

Alan Sonfist pertenece a una generación muy posterior a la de Bayer: nació en 1946 en Nueva York. Y apenas había alcanzado su veintena cuando proponía en conferencias entender los monumentos públicos de otra manera: como conmemoraciones de la humanidad, del ecosistema del que tendríamos que hacernos responsables y de los fenómenos naturales en general. Participó en ritos pretendidamente arcaicos (en el fondo llenos de ironía) y en ceremonias donde se adoraba a la naturaleza para abordar el que siempre ha sido su principal interés: volver a hacer visibles espacios naturales que quedaron ocultos por estructuras urbanas.

En 1965 comenzó a proyectar una de sus obras fundamentales: Time Landscape (Paisaje temporal), en un pequeño terreno de Nueva York, sobre un solar de LaGuardia Place entre Houston Street y Bleecker Street. En un principio, pensó en plantar un bosque en miniatura que se correspondiera con la vegetación existente en la zona en la época de colonización del continente, se documentó y encargó a un equipo de científicos (un botánico, un biólogo, un geólogo, un químico y un urbanista) un estudio del terreno para conocer las condiciones naturales imperantes en otro momento y la posible influencia de la contaminación sonora y atmosférica sobre la vegetación.

Negoció durante años con las autoridades de la ciudad, con vecinos y hasta con representantes de intereses inmobiliarios para conocer la situación legal, se enfrentó a numerosas dificultades… y, en comparación, la realización práctica de este trabajo (que llegó en 1977) resultó más escueta que la prevista al inicio. También pidió ayuda a la oficina de urbanismo de Greenwich Village, a representantes del gobierno municipal, a la Sociedad de Horticultura de Nueva York y a diversos bancos.

El asunto es que, hace ahora 45 años, crecieron nuevamente en el centro tumultuoso de Manhattan arbustos, árboles, flores silvestres y hierba, pero la reconstrucción de aquel ecosistema no era para el artista americano un gesto romántico, bucólico, sino más bien el símbolo de un ciclo natural. Entiende que la historia de cualquier lugar abarca la de su entorno natural y quería demostrar que era posible construir monumentos paisajísticos en un terreno donde solo parecen tener cabida los arquitectónicos (y contemporáneos).

Time Landscape era, en fin, un proyecto piloto de reconstrucción y documentación de la historia natural local y un monumento público en el que convergían la ecología, la geología y la botánica, puesto que cada una de esas áreas influye sobre el aspecto de esta intervención (que no es descabellado llamar, como la de Bayer, escultura).

Esa voluntad de buscar los patrones perdidos u ocultos en la naturaleza para transmitirlos a sus monumentos la plasmó también el neoyorquino en Rock Monument (1978), creado por encargo de la Albright Knox Gallery de Buffalo, disponiendo fragmentos de piedra ante el museo en el mismo orden en que los había encontrado en otro emplazamiento; o en Pool of Virgin Earth (1975), propuesta para la que desescombró en un vertedero de residuos químicos del Artpark de Lewiston una superficie circular de 1,70 metros de diámetro y la recubrió con tierra limpia sobre la que sembró semillas de la vegetación circundante para recultivar la flora oriunda del lugar.

Si queréis saber más de su trayectoria, tratad de haceros con el volumen Art in the Land. A Critical Anthology of Enviromental Art, que él mismo publicó en 1983 explicando sus ideas sobre cooperación con el entorno.

Alan Sonfist. Time Landscape, 1977
Alan Sonfist. Time Landscape, 1977

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