Los románticos vieron en Fra Angelico (Giovanni da Fiesole) un emblema del artista inspirado y místico, que pintaba visiones celestiales en las que previamente quedaba absorto; el pintor más espiritual, un santo. Y, hasta cierto punto lo fue, aunque, del mismo modo que su pintura está muy relacionada con la cultura florentina del siglo XV, su sentimiento religioso también tiene mucho que ver con ese entorno; además de devoto observador de la moral, fue un impulsor del Renacimiento, aunque se esforzase por orientar esta corriente en una dirección espiritual; en un sentido más cristiano que grecolatino.
Nacido hacia 1400 cerca del castillo de Vicchio, no lejos de Florencia, ingresó en los dominicos hacia 1417 o 1418 y algunos testimonios apuntan a que fue pintor antes que monje. No obstante, no tenemos documentos relativos a su obra artística hasta más tarde: en 1430, los dominicos de Fiesole le encargaron una tabla; en 1432, los Siervos de María de Brescia una Anunciación y, en 1433, los Linaioli (la cofradía de los Lenceros) un tabernáculo de cuyo marco se ocupó Ghiberti. Domenico Veneziano, en 1438, citaba ya a Fra Angelico como uno de los mejores maestros florentinos y algo antes, en 1436, Cosme de Médicis le encargó pintar dos tablas para la reconstrucción de la Osservanza, el convento de san Marco, así como dirigir, celda a celda, su decoración.
Su progresiva fama como pintor corrió pareja a su ascenso en la carrera eclesiástica: según Vasari, en 1445 el Papa pensó en convertirlo en arzobispo de Florencia, pero él, por humildad, habría renunciado en favor del que sería san Antonino. Eso sí, fue llamado a pintar en el Vaticano, en la capilla Niccolina, y también realizó frescos, hoy perdidos, en la capilla del Sacramento; además, decoró al fresco un studiolo para Nicolás V.
En 1447 fue contratado para decorar la capilla de san Brizio en la catedral de Orvieto, obra que completaría Signorelli; en 1448, Pedro de Médicis le encargó decorar un armario para los objetos de plata de la Annunziata y, a mediados de los cincuenta, Fra Angelico volvió a Roma para trabajar en los frescos del claustro de la Minerva. Allí murió, y su tumba, de hecho, se encuentra en Santa María sopra Minerva.
De las ideas populares que circulan sobre Fra Angelico el principal responsable es Vasari. Según su biografía del pintor, era un santo y su pintura también podía entenderse como tal. Dice de él que antes de pintar oraba y sollozaba y que su pintura es el reflejo de aquellos arrebatos místicos, de ahí la belleza de sus figuras, la armonía de sus colores y la gracia de las formas. También contaba que se formó estudiando los frescos de la capilla Brancacci de Masaccio (reconociendo así que conocía bien la pintura del Quattrocento), pero su obra tiene -explica- una orientación naturalista, aunque para Fra Angelico pintar la naturaleza fuese antes motivo para admirar la bondad de Dios que un campo abierto a la investigación del artista en su entorno.
Refiriéndose a la influencia de Masaccio en el florentino, Longhi fue más allá, afirmando que sin aquel la pintura de Fra Angelico no existiría. No conocemos trabajos suyos anteriores a 1425 y esa dependencia directa respecto a Masaccio puede discutirse, pero sí es evidente que la obra de Fra Angelico surge por oposición o afianzamiento hacia las corrientes que renovaron la pintura en Florencia y se basa en su propio conocimiento de la doctrina religiosa, por eso su carácter programático y su inicio tardío.
Su pintura religiosa tiene un tono levemente enfático: busca atraer a las almas ingenuas con la evidencia visual del encanto de sus imágenes, y también apela a los doctos mediante sus alegorías. Hay en su obra mucho de predicación, de ahí que la imagen que ofrezca de Dios y los Bienaventurados sea la que se puede ofrecer al hombre, inscribiéndola en el marco de la experiencia sensorial.
Y sin embargo, no estamos solo ante un pintor de doctrina: lo mismo que participó en las discusiones religiosas de su Orden, tomó partido en las artísticas, buscando demostrar que la pintura moderna no tenía que ser laica a la fuerza y que una pintura religiosa puede serlo sin mostrar la vida de Cristo y de los santos. Sus esfuerzos se dirigían a dar a la pintura religiosa un cariz intelectual y un fundamento teórico.
Si, en la pintura gótica, el ideal de lo bello residía en la armonía de las proporciones y en la continuidad rítmica, Fra Angelico encuentra esa belleza en cada una de las cosas, que aspiran a su propia perfección (debita proportio, aquello en lo que la vista se complace). Pero es cierto también que, para él, lo bello es un valor al que se accede a través del arte: el concepto de belleza se asocia al de forma, entendiendo como tal la transformación de la materia informe en cosa perfecta y distinta a las demás.
No estamos solo ante un pintor de doctrina: lo mismo que participó en las discusiones religiosas de su Orden, tomó partido en las artísticas, buscando demostrar que la pintura moderna no tenía que ser laica a la fuerza y que una pintura religiosa puede serlo sin mostrar la vida de Cristo y de los santos.
Como buen conocedor de los artistas de su tiempo, no fue Fra Angelico tampoco ajeno a los debates en torno a la representación del espacio. No ignoró las reglas nuevas de la perspectiva, ni se negó a aplicarlas, pero no las tomó como ley racional desde la que aprehender la realidad sensible. Huyó del empirismo óptico y entendió el espacio como mero lugar y la perspectiva como medio para designar un lugar perfecto para las cosas perfectas.
Por ejemplo, en su Coronación del Louvre, la escalinata se ve en perspectiva desde abajo, pero ese ángulo de visión responde simplemente a la necesidad de disponer jerárquicamente los órdenes de figuras.
Y, no obstante… él, que no entiende el espacio como abstracción geométrica sino como lugar poblado de figuras, árboles o edificios, fue uno de los primeros en concebir la profundidad y la distancia como paisaje y en usar la perspectiva para poner cada elemento en su lugar. Lo hacía con una intención: producir una emoción por medio de representaciones de los instantes más patéticos del drama divino, señalando mediante los paisajes desviaciones al acontecimiento doloroso, aperturas a la meditación. Su naturaleza es tanto escenario como comentario, una invitación hermosa y consoladora a la reflexión.
Si nos fijamos en sus frescos de la capilla de Nicolás V en el Vaticano, los espacios se ensanchan abriendo vacíos para expresar el sentimiento del tiempo remoto, de la distancia histórica de los hechos evocados, y la perspectiva se convierte en un medio para separar dos tiempos sucesivos o dos capítulos de un relato.
En cambio, la luz sí tiene en la obra de Fra Angelico una existencia real: no tiene origen terreno, brota de los cuerpos celestes y carece de cantidad, así que no puede graduarse ni propagarse. Influye, como hará en Piero della Francesca, en los colores, modulándolos del claro al oscuro, modificándolos y transformándolos en otros.
Para el monje florentino, la presencia de la luz en la tierra obedece a una razón providencial: nos permite ver la naturaleza a la vez que purifica nuestra experiencia sensorial, restituyendo a las cosas creadas su perfección originaria y restableciendo la armonía entre lo terreno y lo celestial.
Esa armonía se sitúa en el fondo del conjunto de su obra. Para él, el proceso de creación sirve para eliminar las falsas apreciaciones terrenas de la realidad, la sensualidad: es un proceso tan intelectual como moral. Su canon de belleza no obedece a normas proporcionales aceptadas a priori: busca la pureza eliminando cualquier trazo sensual o sensorial, sometiendo la pintura a una decantación interior. Su ideal es que cada uno de los elementos representados inciten a la más noble de nuestras facultades: el deseo del bien.