Nació en Tokio en 1886 y murió en Zúrich en 1968, pero, como tantos, los años más intensos de su vida y de su andadura artística los pasó en París. Sobre todo en Montparnasse y rodeado por afines como Modigliani, Zadkine, Soutine, Indenbaum, Kisling y Pascin.
Hijo de un general del Ejército Imperial japonés, Foujita llegó a Francia en 1913, tras estudiar en la Escuela de Bellas Artes de Tokio y emprender una brillante carrera en su país. Pasó una década preparando su partida, soñando con París, para él una tierra de libertad e innovación. Se instaló en aquel barrio, el predilecto de los artistas modernos, e inauguró una carrera de reconocimiento internacional. Tras estudiar minuciosamente a todos los jóvenes creadores parisinos durante sus primeros tres años galos, optó por no seguir el rumbo de sus coetáneos, sino por crear el suyo propio, fruto de la unión de sus dos culturas, la parisina y la japonesa: Se predijo que sería el primer pintor de Japón, pero soñé con ser el primer pintor de París. Tuve que recurrir a las fuentes, afirmó. Efectivamente, sus numerosos autorretratos nos revelan la imagen de un artista dandy, con un flequillo denso, un bigote fino, un pendiente y, tras sus gafas redondas, una mirada penetrante.
Esos rasgos alimentaron su fama. Tomándose a menudo a sí mismo como modelo, forjó su imagen de hombre elegante y encantador, a la vanguardia de la moda. Para los medios, personificó el éxito y la modernidad más allá de convenciones y fronteras, y los críticos apreciaron en su obra versátil (pintura, dibujo, grabado, teatro, alta costura, fotografía y cine) un enorme poder creativo, inventiva y múltiples fuentes de inspiración.
Una de ellas fue el Louvre. Supo conjugar la visión florentina o sienesa de los maestros de la pintura primitiva italiana con la de los preciosos grabados japoneses nishiki-e, cuya gracia evocaba a menudo. Occidentalizó rostros, peinados, vestidos y accesorios y, en ese tiempo, en 1920, dijo de él el crítico Fritz-René Vanderpyl: Foujita es ese japonés feliz que ha logrado robar a los europeos el lado pintoresco y moral con el que amplifica su visión oriental.
Foujita es ese japonés feliz que ha logrado robar a los europeos el lado pintoresco y moral con el que amplifica su visión oriental.


Finalmente, los frutos de los estudios pictóricos de Foujita en Tokio se vieron debilitados por lo que París le brindaba: su encuentro con la modernidad de Montparnasse, Picasso y las obras del Aduanero Rousseau. Abandonó su estudio y se dedicó a caminar: se sumergió en Francia y practicó en el paisaje, despojándose de su estilo. Purgó todo rastro de impresionismo y gradualmente encontró la fuerza sintética del autor de La encantadora de serpientes.
Se refugió en los rincones desolados de la capital francesa y trabajó hasta encontrar su nuevo estilo, hasta alcanzar la iluminación. Le ayudó a encaminarse Fernande Barrey, pintora y modelo cercana a Chaïm Soutine y Amedeo Modigliani, a quien conoció en 1917. Se casó con ella trece días después; fue quien lo animó a enseñar sus acuarelas y a presentar su primera exposición en la Galerie Chéron. La crítica se mostró entusiasta y los artistas acudieron en masa a esta primera exhibición, que finalmente les permitió descubrir la obra del tenido por el más reservado de los pintores de Montparnasse.
Creaba acuarelas en las que venía a representar su historia: sus lazos con Oriente y Occidente, sus estados de ánimo, el canario de Fernande, las copas de licor de la casa, sus amigos e hijos. Se trata de sencillos papeles tintados, a menudo discretamente firmados a lápiz, pero su alineación destila la fuerza de un estilo propio y la originalidad de algunas pinturas al óleo.
El verano de 1918 lo pasó en la Costa Azul con Soutine y Modigliani, rodeados de los hermosos paisajes de Cagnes-sur-Mer; esta experiencia le infundió a Foujita una renovada confianza en su arte, manifestada en una nueva serenidad. Él y Modigliani pintaron juntos, utilizando los mismos colores para representar colinas, callejones y olivos desteñidos por el sol. Ambos crearon al alimón el retrato de un colegial a partir del mismo modelo, simplificando el óvalo del rostro, la forma almendrada del ojo, la línea de la nariz y la pequeña boca, lo que evoca su pasión compartida por el arte primitivo, las máscaras y la magia.
En 1919, Foujita presentó una nueva clase de exposición en la Galería Chéron, titulada “Composiciones místicas”; con ella asombró a París. Desde muy temprano el budismo, el sintoísmo y el catolicismo habían sido, en realidad, una sola cosa en su mente.
Y desde el fin de la Primera Guerra Mundial, Montparnasse se sumió en la euforia y el autor disfrutó de un período próspero entre 1925 y 1930. Este área atraía a numerosos extranjeros, y una multitud de cafés y restaurantes estadounidenses, rusos, suecos y polacos competían con La Rotonde, Le Dôme, La Coupole y Le Jockey, epicentros de las reuniones sociales y culturales.
Los excesos de los locos veinte no frenaron en absoluto el ritmo de trabajo de Foujita, en su periodo más fructífero. Extraía su energía del rugido del jazz, de las noches desenfrenadas, y se sumergía con alegría en su labor durante hasta quince horas al día, para retomarlo por la noche.
Continuaba autorretratándose; se prefería a sí mismo antes que a los bodegones florales: ¡Quédate con mi cabeza, al menos no se marchitará!, decía con frecuencia. Cuestionar su imagen era para él una forma de cuestionarse a sí mismo, pura y simplemente, y en el camino de desafiar al espectador: ¿Qué piensa la gente de mí, del hombre, del artista? ¿Y qué debo concluir de esto? Más que servir a su dandismo, este género reflejaba la seriedad de su enfoque artístico y su posicionamiento ético.

En sus desnudos, trabajó bajo la senda de las odaliscas de Ingres, Tiziano y Velázquez, de la Olimpia de Manet y de las composiciones en ese género de Modigliani. Este tipo de pintura estaba ausente de la cultura japonesa; él lo revitalizó en Francia, pero en una versión blanca opalescente, como el albayalde con el que las bellezas del mundo flotante cubren sus rostros.
Adoraba la espontaneidad de sus modelos, con su libertad desenfrenada: frecuentaban lugares en tendencia, eran modernas y poco femeninas en el sentido tradicional. Alimentaron su lado occidental; él capturó no solo su apariencia, sino también su espíritu. Durante los locos años veinte, Youki fue su principal musa, y Foujita no solo se enorgulleció de ello, sino que también la hizo célebre.
Llamada originalmente Lucie Badoud, nació en el París más privilegiado. Cuando él la conoció en La Rotonde, ella aún no había cumplido los veinte años, era huérfana y vivía al cuidado de un tío tutor. Su encuentro con el artista la impulsó a otro mundo, uno con el que había soñado en sus lecturas. La blancura de la piel de la joven inspiró precisamente su nuevo nombre: Foujita la llamó “nieve” en japonés. También sería ella quien, en su transgresor romance con Robert Desnos, precipitaría el fin de sus años de locura, como veremos.
En el fondo, las niñas que en sus trabajos sostienen un gato, un perro o una flor encarnan a aquellas que Foujita buscaba incansablemente como modelos. Con sus cabezas encapuchadas o cabellos enredados, solían aparecer frontalmente, en el centro de la composición, afirmando así su pertenencia al mundo encantado del pintor. Sus atributos, o los fondos sobre los que destacan, son los de la intimidad del autor. Resultan a un tiempo problemáticas e inquietantes. Muy humanas.

En 1928, Foujita dedicó gran parte de su tiempo a la creación de cuatro paneles de tres por tres metros. Probablemente destinados inicialmente a la Casa de Japón en la Cité Internationale Universitaire de París, este encargo se convirtió en un proyecto muy personal tras una disputa con el cliente, una oportunidad para que el pintor demostrara su virtuosismo y se situara en una tradición pictórica occidental: la de la pintura a gran escala, con la que aún no se había topado. Compuesto por dos dípticos, el conjunto representa luchadores en un lado y figuras entrelazadas o lánguidas en el otro. Sus títulos, Gran Composición y Combates, no permiten una identificación precisa de los sujetos; tampoco su desnudo académico.
Se zambulló en la representación del cuerpo humano con una fuerza cercana a la del manierismo. Esta obra recuerda la estatuaria renacentista, el Juicio Final de Miguel Ángel, incluso la Venus del espejo de Velázquez o El beso de Rodin.
Simultáneamente, a través del conde Étienne de Beaumont, Foujita recibió otro encargo para un conjunto de ocho paneles destinados a decorar uno de los salones del Círculo de la Unión Interaliada, en la rue du Faubourg Saint-Honoré. Retomó temas animales inspirados en el Japón tradicional y se basó especialmente en Itō Jakuchū (1716-1800), conocido por sus representaciones de fauna y flores. La presencia, aparentemente anacrónica, de amapolas probablemente remite a la propia historia del lugar, fundado por los Aliados en 1917. Como vemos, entrecruzó asuntos orientales y occidentales para sus respectivos públicos, como si ejerciera como mediador cultural.
El 31 de octubre de 1931, Foujita partió de Francia acompañado de una joven bailarina y modelo, Madeleine Lequeux. Antes de embarcar hacia Río de Janeiro, escribió una carta de despedida a su amigo Robert Desnos, confiándole el cuidado de Youki, entonces su esposa. Le indicó que dejaba atrás París por preferir una vida sencilla y ordenada.
Parecía una escapada romántica en el contexto de la crisis económica, ya que, tras sacudir Estados Unidos, la recesión se había extendido a Europa y había minado gravemente el mercado del arte. Él, un artista venerado y casi simbólico de tiempos despreocupados, vio menguar sus encargos.
Y a esas preocupaciones materiales se sumaba el distanciamiento de su esposa: Youki se perdía en fiestas interminables, a las que Desnos parece que se unía cada vez más. Esa partida, inesperada para sus seres queridos, fue una oportunidad para él: un respiro de una vida que empezaba a agobiarlo. También fue una forma de encontrar nueva inspiración artística explorando otros mundos y fuentes creativas.
Foujita llegó a Brasil en diciembre de 1931 y a Argentina la primavera siguiente. Comenzó un viaje de más de dos años por América Latina, luego Cuba, México y finalmente la costa oeste de Estados Unidos. Otra historia.