Ya sabéis que El Greco no vio cumplidas sus esperanzas de convertirse en pintor de corte de Felipe II y que su Martirio de San Mauricio (1580-1582) fue rechazado por tratarse de una imagen muy artística en su composición que, sin embargo, no contenía la propaganda iconográfica confesional que el monarca deseaba. Decía el rey que los santos se han de pintar de tal modo que no le quiten a uno el deseo de rezar ante ellos.
Aquella frustración llevó al pintor a vincularse aún más estrechamente a Toledo, ciudad en la que ya en 1578 había tenido un hijo de Jerónima de las Cuevas, un niño llamado Jorge Manuel. En 1585 alquiló tres unidades de vivienda en el antiguo palacio del Marqués de Villena, donde vivió tras la temprana muerte de su esposa, hasta 1590, y nuevamente después de 1604. Aquel palacio desapareció (no tiene nada que ver con la actual, y de recomendable visita, Casa y Museo de El Greco) y se encontraba probablemente en la zona de la judería, en el hoy llamado Paseo del Tránsito.
Un documento de 1589 denominaba al artista “vecino” de Toledo y esa intensificada relación suya con la ciudad queda muy patente en El entierro del Conde Orgaz, que le encargó en 1586 el párroco de Santo Tomé, que era la propia parroquia de El Greco. En realidad, tras aquel encargo había cierto interés económico: cuando el Conde de Orgaz, Gonzalo Ruiz, falleció en 1327, dispuso en su testamento una donación anual de los ciudadanos de Orgaz a favor de Santo Tomé, pero sus sucesores se negaron a continuar con ella y el clérigo esperaba, con una inscripción y esta obra, renovar el antiguo privilegio. Su principal argumento era la representación de un milagro que elevaba al Conde casi al rango de un santo: según la leyenda, los santos Esteban y Agustín se aparecieron para enterrar al conde.
El cuadro se divide en dos zonas: en la inferior, El Greco nos hace testigos de una ceremonia como las que habitualmente se harían en el Toledo de su tiempo; el Conde de Orgaz es llevado a la tumba por los dos santos (a san Esteban lo identificamos por la representación de su martirio en la dalmática), mientras que a la derecha aparece seguramente el comitente Andrés Núñez rezando el réquiem. En la parte superior, un ángel conduce al alma – representada en forma de niño – al cielo, a través de nubes que forman una especie de útero. Y en las alturas lo esperan el Juez Universal con san Juan, la Virgen y numerosos santos.
La nueva orientación artística de El Greco, su abandono de las concepciones del Renacimiento romano que aún defendía en sus primeros cuadros españoles, se aprecia en el uso de la luz, empleada simbólicamente: en la esfera celestial domina un reflejo intranquilo, mientras en la terrena el observador se enfrenta con un escenario iluminado homogéneamente en el que las antorchas no causan un efecto real.
Entre los asistentes a la ceremonia identificamos claramente a un hombre de cabello cano que aparece de perfil en el lado derecho: se trata de Antonio de Covarrubias y Leiva, erudito y amigo del pintor, quien lo admiraba y probablemente hablara con él en griego. Sabemos que es él al compararlo con otro retrato suyo que El Greco realizó hacia 1600, cuando Covarrubias ya estaba completamente sordo. Con esta figura se puede confirmar la idea de que el pintor retrató en los participantes en El entierro a otros conciudadanos de Toledo. También es seguro que el muchacho que vemos en el borde delantero es su propio hijo, entonces de ocho años, pues El Greco inscribió la fecha de 1578 sobre su pañuelo.
De este retrato de grupo no existía paralelismo alguno en el arte español de entonces; sí era un género muy popular en los Países Bajos.
Muy parecido, en su concepción, a los retratos de El entierro es el Retrato del caballero de la mano en el pecho, que se fecha últimamente en los mismos años: 1583-1585. Su restauración sacó a la luz una obra de rico colorido en el fondo y las vestiduras, por lo que sigue la tradición veneciana. Como Tiziano, y a diferencia de los pintores de la corte de Madrid, El Greco eligió un trazo suelto con el que las pinceladas se pueden reconocer en el cuadro terminado. En la rígida postura del representado, en su gesto de juramento y en la renuncia a cualquier simbolismo externo con excepción de la empuñadura dorada de la daga se ha querido ver una alusión al honor del modelo.
Mayor riqueza de fuentes existe de sus representaciones de otras personalidades toledanas: Fray Hortensio Félix Paravicino y Arteaga y Jerónimo de Cevallos. El primero era un monje trinitario de ascendencia italiana que, siendo muy joven, había impartido retórica en Salamanca; también compuso sonetos en los que alababa el arte de El Greco. El segundo estudió Jurisprudencia en esa misma ciudad y era abogado en Toledo. Por un inventario póstumo sabemos que atesoró un san Francisco del griego.
Más tarde, entre 1608 y 1614, retrató El Greco al Cardenal Tavera, que había ocupado en el reinado de Carlos V importantes cargos eclesiásticos y políticos, entre otros, el de Gran Inquisidor y Regidor de Castilla.
Cuando El Greco (hacia 1577) hizo sus primeros encargos en Toledo, esta ciudad se encontraba en proceso de transformación después de que Felipe II trasladase, en 1561, la corte a Madrid. En torno a 1570 se inició una reforma urbanística que pretendía modificar el trazado medieval para lograr espacios públicos más amplios, contexto en el que se encuadran la remodelación de la plaza de Zocodover por Juan de Herrera y un nuevo sistema de canalización para suministrar agua fresca al Alcázar.
La Vista de Toledo que El Greco pintó hacia 1597-1599 estaba pensada como referencia a la historia pasada de la ciudad y como índice de su nueva imagen. La originalidad de su interpretación destaca al compararla con la Vista de Toledo de Van den Wyngaerde, que retrató una serie de ciudades españolas por encargo de Felipe II: El Greco pintó solo la parte oriental de Toledo con el Alcázar, el puente de Alcántara y el castillo de san Servando. El campanario de la Catedral, situado en realidad más a la derecha, ha sido trasladado hasta este lugar. Pero, sobre todo, aumentó de manera dramática la subida del monte, dejó a un lado las murallas y llevó el lecho del río al primer plano del cuadro, pese a que tendría que aparecer a la izquierda.
La especial relación de El Greco con Toledo se manifiesta también en el hecho de que integró una y otra vez motivos de la ciudad en sus cuadros de santos, como en el gran retablo de la Capilla de San José: a la derecha de san José hay una vista muy similar a la citada de la ciudad.
El encargo para decorar esta capilla fue uno de los proyectos más importantes de El Greco en Toledo después de Santo Domingo el Antiguo. El contrato que el artista firmó en 1597 comprendía los dos cuadros de altar (sobre el de san José una Coronación de la Virgen) y la decoración del marco, y al artista se atribuye además el boceto para las dos figuras laterales de reyes del Antiguo Testamento, David y Salomón; quizá no sea casualidad que sean padre e hijo. Una inscripción bajo David hace referencia a Toledo: Jesús reinará eternamente sobre la ciudad, como fruto de una semilla.
A continuación, El Greco recibió también el encargo para los dos altares laterales: a la izquierda del altar mayor colgaba San Martín y el mendigo y justo enfrente la Virgen con el niño, santa Martina o santa Tecla y santa Inés, hasta que los dos cuadros fueron vendidos a un coleccionista americano.
Los Castilla, los Covarrubias, Paravicino y Arteaga, Cevallos…conformaron una pequeña élite que, en el intelectual que era El Greco, vieron sobre todo un pintor que congeniaba con sus elevadas concepciones religiosas pero que también estimaba el retrato propio. A esos contactos personales hubiera tenido que renunciar el griego si hubiera hecho carrera en la corte, donde probablemente, como le ocurriera a Velázquez, se habría dedicado a más labores que la meramente pictórica, en detrimento de su tiempo para crear.
Lo que sí echó El Greco en falta en Toledo fue la posibilidad de tratar con otros artistas cuestiones referentes a la teoría del arte. De él dice Pacheco que fue un gran filósofo, de aguda observación, que escribió sobre pintura, escultura y arquitectura, aunque solo recientemente se han encontrado pruebas al respecto, como los comentarios hechos a mano por el artista en una edición de Vitruvio de Daniele Barbaro y en la segunda edición de Vasari de 1568. Es llamativo que no adquiriera este último volumen en España: lo recibió de su amigo Zuccari.
A partir de esas anotaciones intuimos que El Greco tenía poca simpatía por la corriente matemático-teórica, que exigía un estudio estricto de las proporciones y que rechazaba el clasicismo monumental que, siguiendo a Miguel Ángel, contaba con muchos partidarios en nuestro país. Esta es seguramente una de las razones por las que fracasó en El Escorial.
También que la observación de la naturaleza era para él una base importante: criticó a Rafael por tomar demasiados elementos de la Antigüedad clásica y a Buonarrotti por su tratamiento poco diferenciador del color. En Tiziano, en contraste, ve al pintor más importante de su tiempo, por “la gracia de sus colores” y su capacidad de imitar la naturaleza.
Contradijo además a Vasari cuando calificó el arte bizantino de tosco, situándolo por encima de Giotto, con quien el florentino equipara el comienzo del Renacimiento y del arte moderno en general.