Si hablamos de pintura popular nos referimos a obras anónimas y no firmadas, habitualmente con algún valor utilitario, producidas en masa y vendidas a un precio módico; sobre todo en otro tiempo, estaba vinculada a las vidas de las clases populares y, en el contexto japonés, su género fundamental es el otsu-e. Su característica básica es el anonimato de sus creadores (a diferencia del ukiyo-e), pero, desde hace un tiempo, la pretensión de atribuir sus trabajos a artistas particulares ha llevado a algunas adjudicaciones no claras.
La invención del otsu-e en sí mismo se viene asignando a Matabei (no está claro si Domo no Matabei o Iwasa Matabei, de quienes se ha dicho que podrían ser parientes); sus nombres proceden de una obra de teatro, La cortesana y el incienso de Hangon, de Chikamatsu Monzaemon (1705), en la que aparece un artista de otsu-e llamado Domo no Matabei, que fue asumido como trasunto de Ukiyo Matabei y, después, de Iwasa Matabei, origen de la creencia extendida de que este último, que vivió entre 1578 y 1650, había sido el padre de este tipo de arte. No hay, por tanto, confirmaciones historiográficas al respecto.
Otro posible germen del otsu-e se encontraría en las turbulencias políticas y sociales del siglo XVII: puede que, ante la imposibilidad de alcanzar altos ingresos, los artistas cultivasen ese tipo de pintura para sobrevivir; es la hipótesis propuesta por historiadores a quienes no seduce el anonimato en la pintura, y tampoco hay pruebas que la refuten. En todo caso, es razonable creer que este género, como toda forma de creación popular, surgió de forma natural, que no puede atribuirse a nadie en concreto, y menos aún en Oriente, donde se concede menor importancia que en nuestro entorno a lo individual y son muy numerosas las obras sin artífice.
Entre los otsu-e más antiguos ninguno lleva firma; en algunos tardíos sí aparece el nombre de Gonji, sin embargo estos últimos no pueden considerarse genuinos, sino meras composiciones siguiendo el estilo tradicional. Por otro lado, pruebas documentales sí ponen de manifiesto que la elaboración de otsu-e era, en buena medida, una actividad familiar: se daban casos en los que el padre dibujaba, la mujer coloreaba y los hijos se hacían cargo de las zonas punteadas; por tanto, nada tendrían estas piezas de creación individual, sino colectiva.
Además del anonimato, como decíamos, caracteriza estas obras su cariz funcional, el hecho de que no fueran ideadas para el mero deleite contemplativo. En sus primeros desarrollos, los otsu-e eran un tipo de pintura budista que había de satisfacer las necesidades religiosas de la gente común: se disponían en altares familiares, o en las paredes de algunas estancias durante las ceremonias, como ocurría en Occidente con las imágenes sagradas anónimas que antes, y aún hoy, se siguen produciendo en gran número y a precios bajos. Avanzando el tiempo, el otsu-e se desplazó temáticamente hacia lo seglar, sin perder un cierto cariz de souvenir.
La infinidad de reproducciones de esas escenas se explica por su alta demanda: se reclamaban imágenes de determinados temas, lo que hizo de esta pintura una opción viable económicamente para los autores. Y, cerrando el círculo, esa difusión masiva condujo a la simplificación, la abreviación y el establecimiento de un estilo propio y de temas distintivos, lo que, a su vez, permitió producir un número aún mayor de piezas y a una velocidad más alta. El otsu-e se consolidaría, así, como pintura tradicional popular nipona.
Las láminas se vendían, en base a ese contexto, por cifras bajas, de modo que los viajeros podían adquirirlas como recuerdo y las clases populares para su disposición en las viviendas. Todas esas razones explican que hayan recibido estas composiciones escasa atención en los estudios de Historia del Arte, pero han desempeñado un papel relevante en la vida de la gente común y la ausencia de pretensiones explica el despliegue en ellas de una mayor libertad de expresión y de pinceladas vivaces. Técnicamente, de hecho, la velocidad del proceso y el volumen de copias permitieron a algunos de sus creadores un dominio completo del oficio, hasta el punto de que los artesanos se volvieron casi inconscientes de sus pasos, dada la autonomía que concedía una tarea que solía resolverse con escasas reglas. Cree Soetsu Yanagi, al que ya hemos citado en esta sección, que si la libertad explica la belleza, el otsu-e merece mejor apreciación que las que hasta ahora ha recibido.
En cuanto al término en sí, su primera aparición documentada se fecha en 1691, en un haiku que escribió Basho: El primer otsu-e/ del nuevo año/ ¿qué Buda representará? Otsu alude a una ciudad situada a orillas del lago Biwa, en la prefectura de Shiga; es posible que esta modalidad de arte naciese en el área feudal de la que esa población formaba parte. Dada su presencia en el haiku, quizá este vocablo entrara a formar parte de la lengua común durante la era Genroku (1688-1704); además, en 1709 se publicó un libro titulado Oiwake-e, que remite a una localidad en la que se vendían numerosos otsu-e: topográficamente, formaría parte de Otsu y esa denominación también responde a este género pictórico. Otsu-e se hizo más común gracias a Basho y a que da nombre a un área mayor.
La pieza más antigua que puede fecharse con exactitud se corresponde con la era Kanbun (1661-1673), aunque es posible que la práctica del otsu-e comenzará tiempo antes, en la primera mitad del siglo XVII. En el periodo que va de las eras Kanbun a Genroku (1688-1704), se asistió a un extraordinario florecimiento de las imágenes budistas, aunque en los ochenta de ese siglo surgieron también obras no religiosas hasta alcanzarse un equilibrio entre piezas de uno y otro tiempo y, ya en el siglo XVIII, un predominio de los trabajos profanos, algunos excelsos. El declive llegó desde 1820, hasta que podemos considerar que el género cayó en desuso hacia 1870.
En cuanto a las tempranas piezas budistas, podían distinguirse dos tipos: el primero consistía en iconos del buda Amida, Jizo, la deidad Fudo Myoo y otras personalidades similares; el segundo incorporaba deidades procedentes del sincretismo entre el budismo y la religión shinto nativa, como Uho Doji (Niño de la lluvia abundante) o el Dios de Hachiman (Hachiman-shin). En años posteriores se añadieron al elenco otros dioses de las religiones populares, dando lugar a una tercera tipología; se incluían entre ellos Diakoku-ten (dios de la riqueza), Shoki (Apaciguador de los demonios) o Geho (Dios de la longevidad).
Las imágenes budistas, especialmente las más tempranas, solían obedecer a convenciones antiguas, pero su estilo iría depurándose paulatinamente hasta basarse en la impresión de patrones con planchas de madera grabada. Las raíces de estas obras se encontrarían en los grabados, también budistas, del periodo Muromachi (1336-1573): las similitudes son tan evidentes que parece que los grabados se hubieran convertido en pinturas hechas a mano. Algunas de las partes más intrincadas de los dibujos (rostros, pájaros) se creaban a veces con piezas de madera grabada, acelerando el proceso, y el color podía añadirse mediante plantillas.
Aunque pueden encontrarse piezas en gran formato (oban), la mayoría de los otsu-e se realizaron sobre dos hojas hanshi (algo más grandes que un folio) pegadas juntas, o incluso en una sola. Y si las obras de tema religioso tendrían origen en aquellos grabados, las que abordaban asuntos seculares lo tendrían en los célebres ukiyo-e, aunque las propuestas anónimas fuesen mucho más simples. Entre estos últimos, tenemos que mencionar los satíricos: en un tiempo en que la libertad de expresión estaba muy limitada, proporcionaban un espacio para la crítica. A veces se ridiculizaba la sociedad del momento y, comparados con los trabajos religiosos, eran mucho más coloristas, del vermellón al verde pálido pasando por el blanco tiza.
Para hacernos una idea de la disparidad de asuntos presentes en el otsu-e, consta la catalogación de 120 temas, de los que veinte eran budistas y el resto no religiosos. Como ocurre en otras artes y oficios, las composiciones más antiguas son las que ofrecen componentes artísticos más claros.
BIBLIOGRAFÍA
Soetsu Yanagi. La belleza del objeto cotidiano. Gustavo Gili, 2020
Christophe Marquet. Otsu-e: Imagerie populaire du Japon. Philippe Picquier, 2015