Viajar en busca de nuevos motivos y de otras luces con las que mostrarlos, hallar formas de exotismo, fue intención común de muchos pintores que trabajaron en el final del siglo XIX y el inicio del XX. Delacroix había despejado el camino y Auguste Renoir, siguiendo los pasos de su maestro, se embarcó rumbo a Argelia en febrero de 1881; en el norte de África encontraría un clima suave, una rica vegetación y una luz viva.
Convertido, en sus palabras, en un “viajero súbito” y llevado por la “fiebre de ver Rafaeles”, en octubre de ese mismo año emprendió camino a Italia, país que recorrió de norte a sur. En Venecia quedó enamorado “del sol y los reflejos en el agua” y en Roma lo sedujo la sencillez de los frescos de Rafael; de Nápoles admiró las decoraciones murales de Pompeya, lugar que le hizo desear experimentar con la pintura a la cera.
Nunca del todo satisfecho con su trabajo, escribió a su marchante Durand-Ruel que no iba a regresar de su periplo con grandes obras, pero que hacía progresos. Era un tiempo, el de principios de la década de 1880, en que Renoir cuestionaba su práctica y la orientación de su pintura y afirmaba también su gusto por el color: en Argelia haría gala de él con una pincelada aterciopelada y ligera.
La estancia en Italia, el estudio allí de los maestros antiguos y en especial de Rafael, de quien admiró en la Villa Farnesina el fresco suntuoso de El triunfo de la galatea, le hizo regresar a Ingres y reflexionar sobre la función de la línea. Sus inquietudes, por entonces, no eran muy distintas a las de su amigo Cézanne; no se trataba tanto de dilucidar si era más relevante el dibujo o el color, sino de ahondar en las posibilidades de su armonización.
Cézanne aportaría salidas en sus conversaciones con Émile Bernard: “El dibujo y el color no son distintos; a medida que se pinta, se dibuja. Cuanto más se armoniza el color, más se define el dibujo”. Afirmó: “Cuando el color alcanza su riqueza, la forma está en su plenitud”.
Fue en su camino de vuelta de Italia, en 1882, cuando Renoir decidió visitar al autor de las vistas de Santa Victoria y se detuvo por vez primera en L´Estaque, un pueblecito al noroeste de Marsella. Tras haberse refugiado allí en 1870 durante la guerra franco-prusiana, Cézanne volvió con regularidad a este lugar hasta 1886, para meditar sobre el paisaje y sus componentes (forma-color-luz) y Renoir se entusiasmaría, de su mano, con esta aldea cuya actividad se centraba en la pesca, los tejares, las fábricas de ladrillos y un incipiente turismo.
Protegida del viento por un macizo montañoso, era un lugar de veraneo apreciado por su clima, sus restaurantes de pescado y su excepcional vista del golfo marsellés. El autor de El baile en el Moulin de la Galette encontró, a orillas del Mediterráneo, una atmósfera que parcialmente le recordaba a la de las orillas del Sena y permaneció allí varias semanas junto al de Aix-en-Provence. El Museum of Fine Arts Boston custodia Las rocas de L´Estaque, recuerdo de la camaradería de ambos en esos días: Renoir no mira al mar, sino a las lomas áridas, en un paisaje aplastado por la luz donde el tratamiento de la masa rocosa, blanquecina, contrasta con las pinceladas de la vegetación en primer plano, ligeras y coloridas.
Desde entonces, visitaría con frecuencia el sur: la citada ciudad de Aix-en-Provence, Cassis, Martigues, Tamaris-les-Bains y la Costa Azul, donde pasó varias temporadas hasta instalarse definitivamente. La descubrió junto a Monet, en el invierno de 1883, durante un viaje de estudio que empezó en París y los llevó por la orilla mediterránea de Marsella a Génova. Quedaron sorprendidos por la exuberancia de la naturaleza, la transparencia del aire y los colores de una región de “horizontes inimaginables”.
Pintar aquella luz y los matices de colores fue un reto ante el que, decía Renoir, la paleta no responde. En cuanto volvió a París, Monet decidió enfrentar el problema en solitario y, en 1884, viajó a Bordighera, en Liguria, el lugar que más le había cautivado en su viaje con Renoir, para pintar “cosas nuevas”. Pintor y jardinero, quedó fascinado con el jardín del doctor Moreno que describían las guías y consiguió una invitación para visitarlo.
En este vergel, célebre por sus palmeras, crecían casi todas las especies mediterráneas de flores y árboles y fue para Monet fuente de inspiración y de nuevos motivos. La correspondencia con su esposa Alice revela que tuvo momentos de exaltación, pero también de desaliento, ante la dificultad de pintar las palmeras, los azules del cielo y del mar, y sobre todo ante el desafío de llevar al lienzo la mayor cantidad posible de luz. Lo intentó con el color, con sus tonos rosas y azules.
La mayoría de los artistas que pintaron en el Midi se enfrentaron a similares problemas y los abordaron, asimismo, arriesgándose con el color, subiendo el tono como dijo Bonnard. Escribió Monet a Alice: Estoy asustado por los tonos que hay que emplear, temo resultar demasiado terrible y, sin embargo, me quedo muy corto.
Su tercer viaje al Midi lo llevó a cabo a mediados de 1888 para una estancia de varias semanas, que prolongó hasta mayo. Se instaló en el puerto de Antibes, dominado por el castillo Grimaldi y el fuerte de Vauban, en una pensión para artistas que le había recomendado Guy de Maupassant. Desde allí escribió: Pinto en la ciudad de Antibes, pequeña población fortificada, toda dorada por el sol, que se recorta sobre hermosas montañas azules y rosas y la cordillera de los Alpes eternamente cubierta de nieve.
La luz pura del invierno mediterráneo, ya más familiar, seguía siendo difícil de captar en sus lienzos: abría nuevos caminos de experimentación. Sensible a las atmósferas del lugar, que contemplaba desde los jardines de La Salis, captó Antibes a diferentes horas del día y realizó su primera serie, fórmula que sistematizó en la década de 1890 con las Catedrales de Ruán y los Almiares. En Bordighera se dedicaría a pintar la maraña de los jardines y la abundancia de una naturaleza exótica; en Antibes, su mirada se volvió hacia el mar, a una costa salvaje jalonada de rocas rojas en contraste con el azul profundo del Mediterráneo.
Aquellas pinturas le concitaron juicios severos; se las consideró vulgares o demasiado comerciales, pero hoy las interpretamos de forma distinta: contribuyeron a forjar, e incluso inventaron, una visión hedonista del litoral mediterráneo.