Todos sabemos que el espacio y el tiempo son las dos dimensiones que definen la realidad y también nuestras referencias fundamentales al abordar el estudio de su representación visual. El espacio es, además, el parámetro determinante de esa representación, porque la temporalidad se presenta necesariamente atenuada en este tipo de imágenes.
La representación espacial se ha confundido muchas veces con la composición en sí, pero es posible analizar los elementos que la constituyen, las funciones que cumplen y sus propiedades visuales específicas; además, los componentes más simples de la imagen poseen una significación autónoma, a diferencia de las notas musicales o de los fonemas de la lengua.
Los elementos morfológicos de la imagen, responsables de su estructura espacial, comparten algunas propiedades comunes: son los únicos con una presencia material y tangible y el valor de actividad plástica de cada uno es variable y depende siempre del contexto, es decir, lo que determina la significación plástica resultante es la interacción de los propios elementos entre sí.
Aunque estos componentes son consustanciales al espacio, algunos de ellos, los llamados superficiales (plano, textura, color y forma) poseen una naturaleza especialmente asociada a dicho espacio, porque lo configuran materialmente y se confunden con él. Los otros dos elementos (punto y línea) son los unidimensionales, de menor naturaleza espacial aunque contribuyan eficazmente a la organización compositiva.
Comenzamos, inevitablemente, hablando del punto, de simplicidad engañosa por su naturaleza plástica polivalente y también intangible: no es necesaria la presencia gráfica de un punto para que este actúe plásticamente en la composición. Enrique Domínguez, en Conducta estética y sistema cultural: Introducción a la teoría psicológica del arte, hablaba de puntos implícitos: los que no figuran como tales en la composición, pero desempeñan un rol importante como estímulos de la mirada. Se trata de los centros geométricos (que conviven con otros centros de la composición, entre los que se establecen relaciones de subordinación), los puntos de fuga (importantes polos de atracción visual que inducen una visión frontal hacia el infinito) y los puntos de atención (ubicaciones de la imagen que, por la geometría interna de esta, concitan la atención del espectador).
En sus clases en la Bauhaus, Kandinsky definía el punto a partir de su dimensión, forma y color, y justificaba sus posibilidades de variación en función de la capacidad misma de cambio de esas propiedades. Decía el artista que punto es la parte más pequeña en el espacio y distinguía entre punto geométrico, derivado de la intersección invisible de tres planos (como cero, origen) y punto místico (lo grande en lo infinitesimal).
El valor de actividad plástica del punto viene determinado por su situación en el cuadro y por su color. En cuanto a sus funciones plásticas, podemos decir que contribuye a fijar la visión o a la inducción direccional; también puede crear patrones de forma mediante su agrupación y repetición. Además, un punto puede convertirse en el foco de la composición (el punto focal) y determinadas sucesiones de puntos favorecen el dinamismo al sugerir un efecto de movimiento; otra de sus funciones posibles es la creación de texturas, que aportan espacialidad al plano.
La línea, por su parte, es quizá el elemento plástico más polivalente, aquel que puede satisfacer un mayor número de funciones en la representación. Según John Berger, señala y significa.
Su naturaleza es parecida a la del punto en cuanto que, como aquel, no requiere su presencia material en la imagen para existir. El citado Domínguez las clasifica en líneas implícitas (por intersección de planos, geométricas del marco o de asociación), aisladas (rectas y curvas), haces de líneas (rectas entrecruzadas, rectas convergentes y estructuras de fugas), objetuales y figurales (líneas contorno y líneas recorte).
Sus funciones plásticas son diversas: crean vectores de dirección básicos para organizar las composiciones, aportan profundidad, separan planos y compartimentan con sencillez el espacio, dan volumen a los objetos bidimensionales y pueden representar tanto la forma como la estructura de un objeto, por ejemplo en el caso de los pictogramas.
De la línea al plano. Es un elemento morfológico de superficie, estrechamente ligado al espacio y que se define en función de dos propiedades: la bidimensionalidad y su forma; la primera no puede hacernos olvidar que un plano puede ser proyectado en el espacio cuantas veces se desee y en la orientación que convenga, posibilidad que los cubistas tuvieron muy clara.
Sus principales funciones plásticas están relacionadas con la organización del espacio, su división, la articulación en varios subespacios, su superposición para crear profundidad… Por ser un elemento superficial, siempre está asociado a otros, como el color, de cuya interacción depende el resultado visual y la significación plástica inherente al mismo.
Hablando del color, podemos definirlo como la experiencia sensorial que se produce gracias a una emisión de energía luminosa, la modulación física que las superficies de los objetos hacen de esa energía y el concurso de un receptor (la retina). Su naturaleza plástica es compleja; podemos hablar de dos naturalezas cromáticas (el color del prisma y el de la paleta), es decir, de colores-luz que son resultado de una síntesis aditiva de distintas proporciones de azul, rojo o verde, y de colores pigmentarios, obtenidos por sustracción a partir del azul, el amarillo y el rojo, matices primarios que mezcla el pintor para conseguir el resto.
Sus funciones son innumerables: contribuye poderosamente a la creación del espacio plástico de la imagen (y según como se utilice se obtendrá un espacio bi o tridimensional); puede generar ritmos espaciales al variar intensiva y cualitativamente; tiene claras manifestaciones sinestésicas y especialmente térmicas (distinguimos colores cálidos y fríos); y es también un elemento altamente dinamizador de las composiciones, por suscitar contrastes. Estos, y el dinamismo de la imagen, aumentan con la saturación, en las zonas azules del espectro, con la proximidad de otros colores y con la eliminación de los contornos de la figura.
En cuanto a la forma, es un elemento de naturaleza híbrida, a medio camino entre lo perceptivo y la representación: lo reconocemos gracias a patrones que guardamos en nuestra memoria y que nos permiten identificar los objetos de nuestro entorno. La clave está en la identificación entre la estructura del objeto que se percibe y la del pattern almacenado en la memoria.
Conviene diferenciar entre estructura y forma: la primera queda plasmada en los rasgos espaciales que son esenciales para reconocer al objeto y la segunda se refiere al proceso por el que la anterior se convierte en arquetipo.
La forma supone una síntesis de todos los elementos del espacio de la imagen y existen dos caminos básicos para representarla: la proyección y el escorzo. La primera implica la captación misma de la identidad del objeto y la adopción de un punto de vista fijo; el segundo es seguramente la forma más dinámica de representación de la misma porque implica la deformación de una estructura más simple y, perceptivamente, toda forma tiende a restablecer el estado original de la que deriva, produciéndose tensiones en el sentido de dicho restablecimiento.
Por último, podemos hablar de la textura de las imágenes. Esta se define como una agrupación de pautas situadas a igual o similar distancia unas de otras sobre un espacio bidimensional y, a veces, con algo de relieve. Como elemento morfológico, tiene una naturaleza plástica asociada, como ningún otro, a la superficie y frecuentemente es indisociable del plano y del color.
En la textura coexisten propiedades ópticas y táctiles y cuenta con una dimensión plástica y con otra perceptiva: podemos afirmar que resiste difícilmente la teorización si no se experimenta, al tiempo, sensorial y plásticamente con ella y que la percepción de la distancia se debe, en ausencia de objetos que establezcan una relación espacial entre ellos, a las texturas de las superficies presentes en el espacio.
La textura define a un material igual que su estructura y que el tratamiento superficial que finalmente adopte este, y su característica más notable es la uniformidad de los elementos que la constituyen. El carácter textural se puede disolver o eliminar por rarefacción (cuando se produce un excesivo espaciamiento de los elementos que forman la textura) o por densificación (al producirse una confusión de sus elementos hasta que desaparecen como tales).
Su principal función plástica es la capacidad para sensibilizar superficies: una superficie texturada ofrece más opacidad, pesa más visualmente, posee más uniformidad… presenta más espacio que otra no sensibilizada. Y los procedimientos para sensibilizar, o texturar, una superficie son infinitos. Otra es, como decíamos, su capacidad para codificar el espacio en profundidad: la vía más fácil para representar la profundidad en un plano bidimensional es utilizar un gradiente de textura.