El rebobinador

Arcimboldo: un teatro en el rostro

De él dijo Roland Barthes que nos alertó sobre el carácter productivo y transitivo de las metáforas. Giuseppe Arcimboldi (1527-1593) nació y murió en Milán y de la catedral de esta ciudad fue pintor su padre, de origen alemán: Biagio Arcimboldo.

Erudito y de modales, según consta, finos, se interesó en su juventud por las representaciones de la naturaleza y sus transformaciones a cargo de Leonardo y adquirió pronto renombre: Fernando I de Habsburgo, siendo ya emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, lo invitó a su corte, y para su dinastía trabajaría durante un cuarto de siglo, primero en Viena y luego en Praga, hasta que regresó a su ciudad natal, donde falleció habiendo alcanzado una riqueza importante.

Su medio fue la pintura, sí, pero podemos referirnos a él como artífice: los príncipes europeos deseaban con sus colecciones far stupire (sorprender), rivalizaban en ese propósito, y Arcimboldo era un artista audaz y amante del fasto. No sólo como creador, en realidad: dirigió representaciones de teatro, torneos de invierno, proyectó ceremonias de coronación y de boda, ideó máquinas y artilugios para navegar, diseñó blasones e incluso un método de transcripción musical a partir del color. No debemos comprender sus pinturas desde una óptica diferente al del resto de estas actividades: quería causar sorpresa con sus juegos de fantasía.

Arcimboldo. Cabeza de Herodes, 1590. Tiroler Landesmuseum Ferdinandeum, Innsbruck
Arcimboldo. Cabeza de Herodes, 1590. Tiroler Landesmuseum Ferdinandeum, Innsbruck

Y no fue tímido en sus motivos, tras una primera etapa de su trayectoria plagada de inocentes querubines, delicados putti y Cupidos amorosos. Tornó la infancia en el centro de imágenes infernales en su Cabeza de Herodes (1590): el rostro del rey de Judea que mandó degollar a los judíos recién nacidos lo ocupan los cuerpos de sus víctimas, como si se tratara de manifestaciones de una enfermedad interna que sale a la luz en venganza por su crimen. No provoca en el espectador compasión, sino el rechazo de lo repugnante.

Niños bullendo en la faz de Herodes, convertidos en tumores, parecen devorar al monarca y reducir su cara a carne y sangre; ésta es, quizá, la obra en la que Arcimboldo puso en mayor medida a prueba su capacidad de componer retratos a base de reunir objetos alusivos al alma u oficio del representado. Ocurre igualmente en El hortelano (1500), tocado con un casco: si damos la vuelta a esta obra, lo que veremos será un plato lleno de hortalizas.

Arcimboldo. El hortelano, 1587. Museo Civico Ala Ponzone
Arcimboldo. El hortelano, 1587. Museo Civico Ala Ponzone

Ambos ejemplos pueden servirnos para entender cómo trabajaba el italiano en este tipo de composiciones: proponiendo al espectador utilizar su imaginación para obtener el retrato metafórico de algún personaje, sólo muy puntualmente creíble; y recurriendo, a su vez, a la descomposición, el amontonamiento de cuerpos o elementos orgánicos que pone en cuestión la noción tradicional y unitaria de retrato. Los suyos se basan en la multiplicidad de partes y su legibilidad es difícil.

El ojo del que mira, asombrado por esa abundancia de acontecimientos visuales, tendrá que optar por reconocer y descifrar o por no hacerlo, por mirar de cerca o de lejos, en contraposición con los puntos de vista estáticos que nos invitaban a tomar los pintores clásicos. En la línea de los autores manieristas, Arcimboldo nos trae más bien sentidos relativos, un espacio mental y físico que nunca es cerrado.

Arcimboldo. El jurista, 1566. Museo Nacional de Estocolmo
Arcimboldo. El jurista, 1566. Museo Nacional de Estocolmo

Hay que pensar que, mientras el artista cultivaba esos juegos que continúan sorprendiendo, los coleccionistas con posibilidades fraguaban sus cámaras de maravillas, atendiendo al mismo tipo de erudición curiosa e irracional. Tenían mucho que ver, igualmente, con el amor por el misterio y la sorpresa y la más célebre fue la wunderkammer que el emperador Rodolfo II reunió en el Hradcany de Praga, una ciudad vital en el contexto del manierismo europeo: ocupaba cuatro estancias abovedadas en las que los objetos de menor tamaño se guardaban en armarios y, los más grandes, en una gran mesa o colgando del techo.

En las paredes de esa wunderkammer se dispusieron obras del propio Arcimboldo: asesorado por éste, Rodolfo II, cuya personalidad parece que era sombría y meditabunda, convirtió su gabinete en un lugar de extravagancia y refugio de lo extraño. En él cabían todos los seres y enseres sin distinción: la cuerda con la que supuestamente Judas se ahorcó, pianos para gatos, varitas mágicas, mandrágoras, rarezas chinas…

Al margen de esa atracción por lo inaudito, estas cabezas se han interpretado también desde sus posibles cualidades iniciáticas: responderían a un modo peculiar de concebir el saber. Platón en el Teeteto, y Aristóteles en Metafísica, encontraron en el asombro el inicio de todo conocimiento, así que, sirviendo a ese fin, estas cabezas pondrían los cimientos de una cultura de la curiosidad que se habría extendido por Europa entre los siglos XVI y XVIII, sentando las bases de la Ilustración.

Los caprichos de Arcimboldo, su alejamiento de toda barrera entre lo natural y lo artificial, su querencia por la alquimia y las metamorfosis… serían la traslación pictórica de ese modo de conocimiento basado en la avidez del que se empaparían príncipes y eruditos.

Arcimboldo. El aire, hacia 1566. Colección privada
Arcimboldo. El aire, hacia 1566. Colección privada

 

 

BIBLIOGRAFÍA

María Bolaños. Interpretar el arte. LIBSA, 2007

Roland Barthes. Arcimboldo. F.M. Ricci, 1987

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