Si hablamos de la bohemia artística en el contexto europeo, nos referimos a un fenómeno cultural y social que tendría una importancia muy relevante en la historia del arte contemporáneo occidental: la asociamos habitualmente a la primera Escuela de París, pero la circulación intensa de artistas buscando emancipación y libertad fue un acontecimiento fundamental desde la década de 1870.
París era entonces capital artística del mundo y atraía a un enorme número de creadores inconformistas que pretendían la innovación, sin embargo, aunque la capital francesa fuera cuna de la modernidad y lugar prioritario para vidas bohemias cada vez más anheladas, los modos de vida libertarios y la producción artística alternativa respecto al academicismo se daban también en otros puntos del continente, y no solo en barrios populares urbanos, sino además en colonias artísticas rurales.
En ese contexto fecundo, merece la pena destacar la vertiente más libre del movimiento impresionista, las nebulosas simbolistas y lo que las primeras vanguardias tuvieron de laboratorio. Ya durante los sesenta del siglo XIX, el rol de los futuros impresionistas en el concepto de bohemia apuntaba a ser determinante por varios factores, no solo estéticos: París y sus alrededores (Marly, Argenteuil, Pontoise) eran los escenarios privilegiados de su lucha por captar la naturaleza… del natural.
Desde un enfoque histórico, el asunto de la bohemia artística es inseparable de esa ciudad desde que la misión social del pintor quedara completamente transformada a raíz de la Revolución de 1848, que dio lugar a una redefinición del estatus del artista, independiente y ya no académico, y después a una trivialización de sus condiciones vitales por la vía de la bohemia, es decir, de una existencia entre lo precario y lo idealista, despreocupada y en camaradería con sus iguales.
Si Fonteainebleau y Normandía fueron los crisoles del impresionismo, el movimiento se constituyó en París, en torno a un núcleo de autores rebeldes reunidos alrededor de dos estudios privados: el de la Académie Suisse y el del pintor Charles Gleyre. En el primero Cézanne entabló relación con Guillaumin y con Pissarro, quien había tomado lecciones de Corot. A través de ese último autor, Pissarro, se relacionó asimismo con Monet.
El gran observador de nenúfares acudió a la Académie Suisse, pero más tarde se matriculó en el taller de Gleyre para evitar las enseñanzas asfixiantes de la Escuela de Bellas Artes. Cultivaría allí amistades con Sisley, Bazille y Renoir, grupo que trabajaría al aire libre, conjuntamente, en el mencionado bosque de Fontainebleau, zona predilecta para los amantes del paisaje desde la época romántica.
Hay que recordar que, desde la década de 1820, los pintores de Barbizon militaban a favor de una escuela de la naturaleza, de una noción vanguardista del paisaje, opuesta a la tradición del trabajo en el estudio. Desde los sesenta, el artista al margen de modelos y códigos sociales escogía como su territorio Montmartre y sus alrededores: al pie de la colina del Sagrado Corazón, impresionistas y simpatizantes se reunían en cafés que eran sus refugios mientras que en sus cercanos talleres alumbraban la “nueva pintura”. Su cuartel general era el Café Guerbois y el centro de admiración general era Manet; después, desde 1870, tomó su relevo el Café de la Nouvelle-Athènes.
Allí fue gestándose una nueva conciencia colectiva, reivindicativa y audaz y se intercambiaban ideas entonces revolucionarias, como la misma práctica de la pintura al aire libre, que modificaría totalmente la percepción del paisaje, o la captación al instante de las escenas de la vida diaria. El movimiento impresionista favoreció, además, el surgimiento de marchantes comprometidos que proponían exposiciones que competían con las de los salones oficiales y, en paralelo, algunas academias privadas, como las de Colarossi, Deléclusse o la Julian, se volvían accesibles a todos los pintores.
Algunos artistas extranjeros fueron invitados a participar en las muestras impresionistas, como De Nittis, Zandomeneghi o Mary Cassatt, en relación con el desarrollo de un mercado internacional al margen de los circuitos tradicionales. Las Exposiciones Internacionales de 1855 y 1867, y las posteriores, contribuyeron a incrementar el flujo continuo de pintores que acudían a la capital a tentar fortuna, muchos adhiriéndose a aquella vida bohemia identificada con juventud y experimentación, con una libertad de expresión que encontraban imposible en sus países de origen. Así los describía en 1879 August Strindberg, en La habitación roja: Se dejaban el pelo rojo, llevaban sombreros de ala ancha y corbatas de colores chillones y vivían como los pájaros del cielo. Leían y citaban a Byron y soñaban con cuadros nunca vistos.
El mismo Strindberg vivió en una pensión de Montmartre pero, en sus palabras, es en los alrededores de la Place Pigalle donde hay que buscar a los innovadores que, mediante transfusiones anuales, han vertido sangre nueva en el arte degenerado.
Los bohemios difundirían, en sus países de origen, el modo de vida transgresor al que se habían convertido, y que ya se había vuelto indispensable para su consagración como artistas, y fomentaron la eclosión de cenáculos en las ciudades o en el campo, a veces en el marco de colonias veraniegas. La pintura al aire libre no florecería únicamente en Francia, también en Gran Bretaña, Bélgica, Alemania, Dinamarca, Noruega, Suecia, Finlandia o Rusia y, en paralelo, los maestros impresionistas reactivaron su estética en el corazón mismo de la naturaleza, llegando a identificar su producción con ciertos lugares: Sisley con Moret, Monet con Giverny, Cézanne con Aix-en-Provence o Renoir con Cagnes.
Así, durante el último cuarto del siglo XIX, la vida bohemia devino en un momento de marginalidad inscrito en la trayectoria de los artistas, con independencia de su origen social: a menudo, constituyó incluso una forma de apropiación, por parte de la clase media, de la identidad artística vanguardista. Además, en París la vida cultural se desplegaba con una intensidad que no tenía equivalente en ningún lugar, como tampoco lo tenía la vida de sus locales de espectáculos.
Durante el último cuarto del siglo XIX, la vida bohemia devino en un momento de marginalidad inscrito en la trayectoria de los artistas, con independencia de su origen social: a menudo, constituyó incluso una forma de apropiación, por parte de la clase media, de la identidad artística vanguardista.
Las barreras lingüísticas podían constituir un obstáculo entre las diferentes comunidades, pero la vida bohemia brindaba la posibilidad de existir plenamente en el plano artístico, intelectual y político y la bohemia femenina, aunque a la sombra de la masculina, también participaba en la gestación de asociaciones inspiradas en la Sociedad Anónima Cooperativa de Pintores, Escultores y Grabadores, creada por los impresionistas en 1873: de ellas dependía el porvenir profesional de los artistas.
La bohemia nórdica de los años ochenta del XIX, inspirada en el modelo parisiense, fue seguramente la más radical y decisiva, por el texto fundacional que la encarna, redactado por el noruego Hans Jæger: hablamos de una novela publicada en 1885, Un bohemio de Cristiania, volumen contrario al cristianismo, a la moral y a la ley que le valió a su autor una condena de cárcel por atentar contra las buenas costumbres.
Para esquivar parte de su pena, Jæger acudió justamente a París y, en febrero de 1889, en la revista noruega L’Impressioniste, volvió a provocar a la moral burguesa sosteniendo ideas revolucionarias y anarquistas: Tú eres el que tienes que escribir tu propia vida: cortarás tus raíces familiares; nunca maltratarás a tus padres lo suficiente; nunca sablarás a tu prójimo por menos de cinco coronas; nunca llevarás puños de celuloide; nunca te arrepentirás; tienes la obligación de suicidarte.
La bohemia del cambio de siglo podía ser salvaje y maldita.