Chillida y Oteiza, hierro y paradoja

La Fundación Bancaja reúne su obra de los cincuenta y sesenta

Valencia,

1948 fue el año en que Jorge Oteiza regresó a España tras residir trece años en Latinoamérica, un periodo en el que, sin abandonar la escultura, se dedicó sobre todo a la docencia, y también la fecha en que Eduardo Chillida se trasladó a París con el fin de convertirse, justamente, en escultor, tras dejar a un lado sus estudios de arquitectura. Once años después, en 1969, encontramos al primero culminando sus estatuas para el Santuario de Aranzazu, después de alguna parálisis y al segundo presentando su primer gran proyecto público europeo, en los exteriores del edificio de la UNESCO en la capital francesa.

Fue aquella época, por tanto, una etapa clave en la carrera de ambos, que también dejaron algunas de sus mejores obras de los primeros cincuenta en el mencionado templo de Oñate pero adquirieron su madurez creativa en la segunda mitad de aquella década, cuando el de Orio completó sus investigaciones espaciales con propósito experimental y el de San Sebastián comenzó a cortar hierro para vertebrar un lenguaje personal próximo al informalismo. Ambos, en fin, muy distintos en personalidad y producción, compartieron sin embargo en esos años, en los cincuenta y sesenta, algunos intereses creativos, trabajaron en proyectos comunes y también se sumaron a determinadas iniciativas políticas en favor de otros autores, en el espíritu de ese tiempo.

Jorge Oteiza y Eduardo Chillida en la librería-galería Espelunca de San Sebastián, en 1965
Jorge Oteiza y Eduardo Chillida en la librería-galería Espelunca de San Sebastián, en 1965

Fue precisamente en 1957 cuando se publicó el primer libro sobre arte contemporáneo español que mencionaba a los dos: Escultura española contemporánea, de Gaya Nuño, ensayo que formulaba que Oteiza se valía del hiperboloide como módulo voluminoso de la forma y del mismo mundo actual y que incluía a Chillida entre los jóvenes artistas más interesantes del momento, mencionando que se valía de los viejos hierros de Gargallo y Julio González. Dos años después volvió a reunirlos la revista Parpalló: Aguilera Cerní escribía en ella el artículo “En torno a Jorge Oteiza”, repasando su evolución en los ochenta y Gaston Bachelard, en “El cosmos del hierro”, nos ofrecía en castellano el texto que había acompañado la exhibición del autor del Peine del viento en la Galerie Maeght parisina en 1956.

Un tiempo antes, además, la publicación Arte vivo, predecesora de Parpalló, citaba a ambos en el mismo contexto del arte español reciente y Juan Daniel Fullaondo también revisó entonces críticamente su producción en paralelo: de Chillida decía que se mueve en terrenos débilmente teóricos, pero salpicados de intuiciones puntuales, muy sensibles, resonancias poéticas y, de Oteiza, que participando de casi todos los campos, da un resultado teóricamente más híbrido, pero muy inteligente, extraordinariamente inteligente.

En cualquier caso, y aunque en buena medida abordaron asuntos comunes (el espacio, la luz, lo espiritual, la sonoridad visual), los desarrollos formales y las intuiciones últimas de la obra de uno y otro divergieron una y otra vez, como señaló el mismo Cerni: Oteiza queda sobre el plano específico de la metafísica, Chillida se sitúa en el dominio de la violencia expresiva, una sumisión a las fuerzas absolutas y omnipresentes. Podemos decir que Oteiza era dueño de una teoría y creaba familias de esculturas con variedad de matices para demostrarla, mientras que Chillida comenzaba cada escultura sin puntos de partida ni de llegada determinados para descubrir, una vez terminadas sus obras, la idea rotunda que encerraban. Por otro lado y llamatívamente, el carácter fogoso de Oteiza generaba propuestas templadas de frialdad casi científica, mientras que la serenidad propia de Chillida no era inconveniente para su desarrollo de piezas que cruzaban el aire.

Sin ellos, en cualquier caso, no podríamos entender la escultura española de mediados del siglo pasado, por eso, para repasar el calado de sus inquietudes compartidas y de sus distancias, la Fundación Bancaja exhibe hasta el próximo marzo “Jorge Oteiza y Eduardo Chillida. Diálogo en los años 50 y 60”, exposición que confronta por vez primera su trabajo cuando han transcurrido casi dos décadas del fallecimiento de ambos y que ha sido comisariada por Javier González de Durana.

"Jorge Oteiza y Eduardo Chillida. Diálogo en los años 50 y 60". Fundación Bancaja
“Jorge Oteiza y Eduardo Chillida. Diálogo en los años 50 y 60”. Fundación Bancaja

Se centra la muestra en esas décadas mencionadas porque fue entonces cuando ambos autores se conocieron, entablaron relación de amistad y observaron con atención las esculturas del otro; podremos contemplar aproximadamente un centenar de piezas, reunidas con la colaboración del Museo Oteiza y el Chillida Leku, cuyo montaje ha buscado favorecer una conversación entre sus pensamientos estéticos y las realizaciones finales de las obras y haciendo confluir las metáforas paradigmáticas de Oteiza y las metonimias sintagmáticas de Chillida.

Apreciaremos que, en un primer momento, ambos trabajaron en torno a la figura humana, aunque desde distintos enfoques (cercano al expresionismo y de aire primitivista el primero y clasicista, con eco arcaizante, el segundo), de modo que los rasgos antropomórficos quedaran reducidos a leves evidencias, en línea con otros creadores de ese momento que también ahondaron en la desfiguración del cuerpo en su representación naturalista.

"Jorge Oteiza y Eduardo Chillida. Diálogo en los años 50 y 60". Fundación Bancaja
“Jorge Oteiza y Eduardo Chillida. Diálogo en los años 50 y 60”. Fundación Bancaja

Sus referentes eran, a principios de los cincuenta, también distintos: Chillida atendió a la tradición que representaba Julio González y se valió del hierro forjado para desarrollar conjuntos de tintes surrealistas que evocaban el utillaje agrícola; Oteiza, entretanto, se fijó en las investigaciones que Henry Moore llevaba a cabo en torno a espacio, masa y vacío, abordando él mismo lo que implicaba el vaciamiento expresivo.

Algunos de sus mayores reconocimientos, por cierto, los adquirieron también ambos en este tiempo: Oteiza obtuvo el Diploma de Honor en la IX Trienal de Milán en 1951, lográndolo Chillida en la siguiente convocatoria, la de 1954; en 1957 Oteiza recibió el Premio al Mejor Escultor Internacional en la IV Bienal de Sâo Paulo y, al año siguiente, en 1958, Chillida alcanzó el Gran Premio de la Escultura en la XXIX Bienal de Venecia.

"Jorge Oteiza y Eduardo Chillida. Diálogo en los años 50 y 60". Fundación Bancaja
“Jorge Oteiza y Eduardo Chillida. Diálogo en los años 50 y 60”. Fundación Bancaja

 

 

 

“Jorge Oteiza y Eduardo Chillida. Diálogo en los años 50 y 60”

FUNDACIÓN BANCAJA

Plaza de Tetuán, 23

Valencia

Del 5 de noviembre de 2021 al 6 de marzo de 2022

 

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