La tercera muestra organizada en colaboración por el Museo del Prado y Obra Social “la Caixa”, y la primera dedicada a Velázquez en Barcelona, acaba de abrir sus puertas en el CaixaForum de la capital catalana.
Se titula “Velázquez y el Siglo de Oro”, ha sido comisariada por Javier Portús (responsable, también, de la histórica exposición del Bicentenario del Prado) y confronta la producción del sevillano con la de nombres fundamentales de la pintura barroca, tanto españoles como extranjeros: Tiziano, Rubens, Ribera, El Greco, Zurbarán, Murillo, Lucas Jordán, Claudio de Lorena, Jan Brueghel el Viejo, Antonio Moro, Stanzione, Guido Reni o Van Dyck.
Son casi sesenta las obras expuestas y de ellas siete corresponden a Velázquez; hay una razón: ese es el número máximo de pinturas del autor de Las Meninas que la pinacoteca madrileña presta a otros centros al mismo tiempo, para mantener el interés de sus colecciones velazqueñas de cara a sus visitantes, dado el elevado número de peticiones. Las elegidas esta vez han sido Felipe IV, Juan Martínez Montañés, Esopo, Adoración de los Reyes Magos, Bufón con libros, El príncipe Baltasar Carlos, a caballo y Marte, y observándolas detenidamente, junto al otro medio centenar largo de piezas que forman parte de “Velázquez y el Siglo de Oro”, tendremos la sensación de que la pintura fue, durante ese siglo XVII, un lenguaje internacional en Europa en el que, al margen de una mayor o menor atención a la línea o al color, al mito o a la realidad, se compartían e interpretaban bajo premisas comunes ciertos códigos.
Los criterios de Portús a la hora de escoger estos trabajos y no otros (es el mayor número de obras velazqueñas reunido hasta ahora en Barcelona) han sido su variedad temática y el hecho de que pertenecen, cronológicamente, a etapas diferentes de la vida del artista; en cuanto a las pinturas de otros autores que las acompañan, debemos pensar que muchas de ellas fueron conocidas por el andaluz, dado que está documentado que, o bien mantuvo contacto personal con sus ejecutantes, o bien conoció su producción. De este modo, el eje de interés de la exposición, su originalidad, es la presentación del despliegue de referencias visuales, de estímulos creativos, que Velázquez recibió con seguridad a lo largo de su trayectoria y de sus viajes: en Sevilla, donde permaneció hasta 1623 (entonces esta ciudad era una de las más cosmopolitas de España); en la corte de Felipe IV, cuyas Colecciones Reales incluían piezas de Tiziano o Rubens; y en las dos ocasiones en que se trasladó a Italia y se acercó, tanto a las obras fundamentales del Renacimiento, como a las ruinas antiguas y a artistas europeos que siguieron también sus pasos en busca de inspiración e innovaciones pictóricas.
Las obras se han estructurado conforme a un orden temático (en siete secciones correspondientes al arte, el conocimiento, la naturaleza muerta, la vida cotidiana, la mitología, la corte, el paisaje y la religión) para que podamos hacernos idea del narrador inigualable que fue Velázquez al compararlo con otros genios, al margen de escuelas nacionales, y también para que percibamos los intereses y estilos comunes en artistas de orígenes distintos.
No fue nada extraño que, en el siglo XVII, los artistas hicieran uso de sus propias creaciones para reflexionar sobre su actividad, reivindicar la imagen de sí mismos que deseaban proyectar y referirse al propio estatus de la creación. Debemos tener en cuenta que, en aquella época, pintura y escultura eran aún definidas por muchos como oficios artesanales, frente a quienes defendían su condición de actividades liberales (y artísticas). Representar a poderosos (o a sí mismos acercándose a tales) era para los pintores una vía de autorreconocimiento y de reclamar para el arte conexiones con el poder, religioso y terrenal. Por eso, en esa primera sección dedicada al hecho creativo, están presentes imágenes religiosas de Zurbarán y El Greco en las que ellos mismos aparecen, algunas casi mágicas de Rizi y Cano y el retrato que Velázquez realizó de Martínez Montañés mientras modelaba un rostro escultórico de Felipe IV que había de ser enviado a Florencia.
Es sabido que las tradiciones clásica y cristiana conformaron las dos fuentes esenciales del saber para los artistas barrocos europeos, en cuyas imágenes se vinculan frecuentemente pobreza y sabiduría. Velázquez pintó su Esopo a partir del Demócrito rubensiano, obra encargada, como la suya, para el Pabellón de caza real. Y, a su vez, ese Demócrito puede compararse con el que realizó, en fechas parecidas y acentuando el drama inherente al claroscuro, Ribera.
El Siglo de Oro fue, además, el que trajo la autonomía como género pictórico a la naturaleza muerta: en 1600 comenzaron a realizarse cuadros con bodegones como motivo único y pronto alcanzaron una extraordinaria difusión en el continente, sobre todo las obras de mayor calidad. En Barcelona podemos contemplar un refinadísimo Florero de Jan Brueghel, al imprescindible Sánchez Cotán, un Bodegón con cardo de Felipe Ramírez nacido bajo la influencia del anterior y trabajos de Van der Hamen, Juan de Espinosa o Tomás Hiepes. No faltan escenas asociadas a la alimentación en la que sí aparece presencia humana, como La gallinera de Alejandro de Loarte y alguna escena infantil de Murillo. Velázquez dio prueba de su maestría en el bodegón en obras de composiciones tan originales como El aguador de Sevilla o Vieja friendo huevos, en la memoria de todos.
Respecto al tratamiento de la mitología, materializado en múltiples escenas, a menudo con desnudos, en las Colecciones Reales, hemos de citar la importancia en esos fondos de obras de Tiziano y Rubens; el segundo aprendió del primero y Velázquez de los dos a la hora de conceder mayor vigor al color que al dibujo. La mayor parte de las pinturas mitológicas de los tres tuvieron la Corte como origen o destino, y en este apartado podemos ver a Marte, al que el andaluz representó más relajado y nostálgico que poderoso y batallador, puede que en el escenario de sus encuentros con Venus. Es posible que esta obra se llevara a cabo para la Torre de la Parada y en ella mostró un tratamiento más libre del desnudo, quizá bajo la influencia de esculturas clásicas como Ares Ludovisi o de las miguelangelescas.
El trabajo del pintor en la Corte entre 1623 y su muerte, en 1660, explica que realizara mayor volumen de retratos que la mayoría de sus coetáneos españoles y menos obra religiosa, de hecho, él contribuyó a que la Corte fuera escenario fundamental en la consolidación de una tradición pictórica propia en el siglo XVII, con sus retratos de los reyes y de bufones y sus pinturas históricas y alegóricas. En las Colecciones Reales, como decíamos, encontró pinturas de flamencos, italianos y españoles, que a su vez se habían fijado en las que ellos encontraron al llegar a Madrid: Velázquez recogió, por tanto, una tradición de pintura regia. En ese contexto cortesano, encontramos en CaixaForum uno de sus retratos de Felipe IV, datado en 1623 y rehecho cinco años más tarde. Trabajando desde la austeridad de medios, nos presentó al rey con símbolos que aluden a sus labores burocráticas, de defensa del reino y de justicia: papel o memorial, mesa y espada y sombrero de caza. También a un bufón con libros bastante posterior y con la sierra de Guarradama al fondo, pintada con mucha precisión.
Hablando de la sierra, hay que decir que, a diferencia del bodegón, el paisaje contaba ya con raigambre anterior como género autónomo, aunque el siglo XVII fue una etapa clave para su redefinición, y Velázquez también contribuyó a ella. No se trataba de una temática infrecuente, pero sí era menos habitual que presentase su apariencia natural: los de Claudia de Lorena se construían conforme a las normas academicistas y solían acoger, además, escenas mitológicas o históricas. En cambio, el español planteó una noción de imitación de la naturaleza con el paisaje como motivo único o principal. No es el caso de su presencia en El príncipe Baltasar Carlos, a caballo (1634-1635), pero sí aparece representado con un verismo inusitado (se reconocen La Maliciosa, Cabeza de Hierro, la sierra del Hoyo), con una atmósfera y una luz perfectamente matizadas.
El último apartado de esta muestra se dedica, como decíamos, a la religión, asunto que no predomina en la producción velazqueña pero sí en la de Ribera, Zurbarán, Murillo o El Greco. Se subrayan aquí los nexos entre Velázquez, Maíno, Ribera o Stanzione en cuanto a claroscuros y realismo, las relaciones compositivas entre las obras de Zurbarán y Reni o el común interés por las emociones de Gentileschi y Van Dyck, emociones que en Murillo y Rubens viran a la ternura. Aquí encontraremos la Adoración de los Magos velazqueña, una de sus mejores pinturas de la etapa sevillana por su monumentalidad y profundidad sin recurrir a complejidades compositivas. Como era habitual en la Contrarreforma, sus modelos pudieron ser reales: quizá los tomara de su familia y el rey de mayor edad corresponda a Francisco Pacheco.
Además de con esas siete secciones, la muestra cuenta con un espacio educativo, Pintura en vivo, destinado a familias, y con otra sala en la que podemos ver la trastienda de la muestra: algunas de las cajas en las que las obras del Prado se han trasladado a CaixaForum, para que comprendamos la importancia de los procesos previos a la presentación de una exposición, en este caso los de transporte y seguridad.
PARA SABER MÁS SOBRE ESTA Y OTRAS EXPOSICIONES DE CAIXAFORUM BARCELONA:
“Velázquez y el Siglo de Oro”
Avinguda de Francesc Ferrer i Guàrdia, 6-8
Barcelona
Del 16 de noviembre de 2018 al 3 de marzo de 2019
OTRAS NOTICIAS EN MASDEARTE: