El Museo del Prado, en colaboración con el Gobierno de Flandes, acaba de inaugurar una exposición que profundiza en el estudio de Pedro Pablo Rubens (1577-1640) como el pintor de bocetos más importante de la historia del arte europeo, entendiendo por bocetos pinturas realizadas como preparación para otras obras. En ella se exhiben 73 de los cerca de 500 que el pintor realizó a lo largo de su trayectoria artística, además de algunos de sus dibujos, estampas y pinturas, que ponen en contexto varias de esas piezas, hoy protagonistas. La muestra trasciende aspectos concretos y formales, y más allá de su carácter temático destacan tanto su ambición científica como su capacidad para situarnos ante lo que significa el proceso de creación, ese paso desde que la idea surge hasta que llega a plasmarse en el lienzo.
Una de las primeras cosas que llamará la atención a quienes visiten esta exposición será que la idea de boceto de Rubens quizás no se corresponda con esa de bosquejo o apunte que muchas veces nos imaginamos. En el caso del maestro flamenco los encontramos, efectivamente, más sencillos e indefinidos, pero también los hay de un detalle y acabado sobresalientes. Aunque se sabe que la práctica de realizar bocetos al óleo como parte de la preparación para un cuadro se inició en Italia en el siglo XVI y que algunos de los pioneros en su utilización fueron artistas como Polidoro da Caravaggio, Beccafumi, Barrocci, Tintoretto o Veronés, también se sabe que la mayor parte de las veces era el dibujo monocromo lo que utilizaban en ese proceso preparatorio, siendo Rubens quien lo lleva a su máxima expresión, sistematizando el uso del óleo y de soportes más duraderos que el papel. Podemos pensar, entonces, que fuera él precisamente quien dio al término un nuevo significado y, principalmente, tres utilidades: la de servirle como estudio compositivo o como inspiración para la que sería luego la obra definitiva; la de modelo o prueba que enseñar a los clientes, casi como un pequeño cuadro de presentación; y la de ser una herramienta muy útil para el taller, a la hora, por ejemplo, de hacer un gran tapiz. Los suyos contenían casi siempre algo de color, otorgando a sus figuras la ilusión de la piel y el músculo, y pese a ser preparatorios muchas veces incluían cualidades esenciales de toda su pintura, por ejemplo las relacionadas con la pincelada vigorosa pero a la vez ligera o la emoción que el artista era capaz de transmitirnos en su pintura, que no era sino una extensión de su propia manera de entender la vida.
Como indica Alejandro Vergara, comisario de esta exposición junto a Friso Lammertse, lo verdaderamente novedoso de estos bocetos es que el pintor nos invita a mirarlos de cerca para descubrir detalles tan interesantes en los motivos como en la forma de realizarlos. Uno de los más reveladores de que efectivamente se trataba de bocetos es la forma en la que aplica la imprimación del fondo, así como esas zonas de color blanco en las que descubrimos que no se trata de pintura de ese color, sino que es presionando el pincel contra el fondo como consigue sacar precisamente esa imprimación de tono marfil que subyace bajo la pintura. Vergara, jefe de conservación de pintura flamenca y escuelas del norte del Museo del Prado, incide también en esa versión exaltada de la vida que tan bien ejemplifica Rubens y la forma que tiene de contar las historias representadas.
Entrando algo más en detalle sobre lo que encontramos en la exposición, merece la pena detenerse en la Cabeza de hombre con barba (1612) de la primera sala. Rubens había regresado de Italia a Amberes en 1608 y en estos años aún mantiene el tipo de boceto que hacía allí y que le servía, fundamentalmente, como herramienta de trabajo. A pesar de que a nuestros ojos pueda parecer una obra acabada, se trata de un estudio que sería utilizado por el pintor en varias obras de caracter narrativo.
De estos mismos años es el Descendimiento (1611-1612), un estudio preliminar de la escena central del tríptico que Rubens pintó para la catedral de Amberes. Este es uno de esos ejemplos de gran tamaño y detalle, para el que a su vez realizó varios dibujos preparatorios y en el que se pueden detectar incluso correcciones.
Destacan los cinco pequeños bocetos para las Pinturas del techo de la iglesia de los jesuitas de Amberes, reunidos para la ocasión, procedentes de los museos Ashmolean en Oxford, Boijmans en Róterdam, la galería Národni en Praga y la Gemäldegalerie de Viena. Fue en 1620 cuando los jesuitas le encargaron a Rubens las 39 obras que adornarían el techo de la iglesia y que serían finalmente ejecutadas por Van Dyck y otros ayudantes del maestro. Lamentablemente, los originales se perdieron pasto de las llamas que arrasaron la iglesia en 1718, pero se conservan los pequeños bocetos al óleo, algunos de ellos en color y muy elaborados, y varios dibujos que el maestro utilizó para preparar el conjunto. Pese a que los jesuitas quisieron quedarse también los bocetos, Rubens no estaba dispuesto a deshacerse de ellos y a cambio de poderlos conservar prefirió pintar un cuadro para uno de los altares laterales de la iglesia.
La Serie de Aquiles y la de la Eucaristía, ambas conservadas en el Prado, son también excepcionales ejemplos de la dedicación de Rubens a la hora de hacer bocetos. La que recrea la vida de Aquiles fue su última serie de tapices y para ella realizó dos juegos de bocetos al óleo, siendo los más grandes y en los que aparecen más detalles los utilizados para pintar los cartones en los que se basarían los tejedores. Completan esta sección un boceto propiedad del Fitzwilliam Museum de Cambridge y la pintura Aquiles descubierto por Ulises y Diomedes de Rubens y taller del Museo del Prado, expuestas en la Galería Central del edificio Villanueva.
La Serie de la Eucaristía, restaurada en 2014, surgió a partir del encargo que le hizo la infanta Isabel Clara Eugenia de diseñar veinte tapices para el monasterio madrileño de las Descalzas Reales. Rubens hizo dos series de bocetos al óleo y aquí podemos ver uno de la serie pequeña, el único que incluye en una misma imagen varios de los tapices proyectados, procedente del Art Institute of Chicago, y seis de la grande, propiedad el Prado.
También del Prado son los bocetos al óleo para la Torre de la Parada, el pabellón de caza que Felipe IV utilizaba a las afueras de Madrid y para el que, en 1636, le encargó a un Rubens más de sesenta escenas de temática mitológica. Rubens diseñó todas las escenas en pequeños bocetos al óleo, realizados con rapidez y soltura, y pintó solo algunas de las obras finales, encargándose del resto otros pintores. Si nos fijamos, vemos en ellos esa delgada imprimación de la que hablábamos antes; los detalles de los blancos; así como algunas íneas verticales negras que actúan a modo de guía para transferir las imágenes a los cuadros.
Destaca también el conocido como Manuscrito Bordes (por haber sido donado en 2015 por el escultor, arquitecto, profesor e historiador del arte Juan Bordes), una copia manuscrita directa de un cuaderno perdido de Rubens que incluía textos y dibujos, que ahora se muestra por primera vez al público.
La exposición termina, casi como si de un epílogo se tratara, con el Retrato de Clara Serena Rubens aislado en una pared. El hecho de que los comisarios hayan elegido este cierre tiene que ver con la idea de mostrar que lo que Rubens pinta va más allá de la pintura y de que lo que nos enseña es, en realidad, su propia visión de las cosas, siendo esa otra de sus geniales singularidades.
En agosto, tras su clausura en Madrid, la exposición viajará al Boijmans Van Beuningen Museum de Róterdam, poseedor, junto al Prado, de la mejor colección de Rubens del mundo.
“Rubens. Pintor de bocetos”
Paseo del Prado, s/n
Madrid
Del 10 de abril al 5 de agosto de 2018
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