Pollock dijo una vez que no quería ilustrar cosas, sino expresarlas de forma espontánea e inmediata, por eso en sus obras convergen principio y azar, y no podemos considerarlas como proyecciones, como representaciones de realidades o ficciones, sino como muestras de vida.
Sus primeros trabajos los realizó atendiendo a un estilo semiexpresionista, lívido y sombrío; se ha considerado a menudo que evocaban a El Greco. Progresivamente comenzó a sentirse atraído por el arte de brillante colorido de los indios americanos y su escritura pictórica, y también por la expresividad de los muralistas mexicanos: Diego Rivera, Siqueiros y Orozco. El surrealismo y la fase de Picasso más próxima a este movimiento también dejaron su huella en el artista de Wyoming.
Sus obras más conocidas, las realizadas con la técnica, o anti-técnica, del dripping se mostraron por primera vez en 1948: para llevarlas a cabo había trabajado danzando o moviéndose en torno a los lienzos, de gran formato y colocados en el suelo, no en el caballete, para poder desplazarse con mayor soltura en torno a ellos, entablando una relación diferente, más física e íntima, entre el artista y su creación.
Su objetivo último no era tanto atacar los valores del arte como entablar intimidad con la pintura
Pollock relacionó esta forma de trabajar con el rito por el que los indios americanos pintaban con arena en el suelo. En este procedimiento (resulta, en realidad, complicado llamarlo así), mente y espíritu se unían en una suerte de automatismo vinculado a la herencia surrealista europea.
Estas pinturas de Pollock ya no son representaciones directas ni simbólicas, sino terrenos que conservan los vestigios de la acción del pintor y atrapan su tiempo, su alma y su cuerpo. Para el norteamericano, en el proceso de pintar la pintura es un lugar, y a ella asocia violencia, vértigo, ansiedad y vacío. El proceso pictórico, además de creativo, es vital y emocional, y puede implicar incluso la destrucción y la tragedia.
La etapa más brillante de Pollock, entre finales de los cuarenta y comienzos de los cincuenta, se tradujo en piezas que poseen cierto sentido del ritmo, pese a su querencia por el azar.
Su objetivo último no era tanto atacar los valores del arte como entablar intimidad con la pintura, por eso en este periodo desecha la presencia de imágenes simbólicas y mitos que sí habían estimulado su producción anterior.
Además de con el automatismo surrealista, los mejores Pollocks pueden vincularse a la caligrafía oriental, por la que también se interesó mucho Mark Tobey; tanto el mencionado ritmo como esta influencia han planteado extensos debates sobre la verdadera espontaneidad del arte de acción.
Ya a partir de 1952, el artista comenzó a investigar con materiales y colores y a plantear a fondo el dilema que enfrenta a figuración y abstracción, una dicotomía ya debatida antes de la II Guerra Mundial.
UNA ESTAMPIDA PARA PEGGY
Precisamente en julio de 1943, durante el conflicto, Peggy Guggenheim encargó a Pollock la realización de un gran mural para su residencia. Mide dos metros de altura y seis de anchura y su autor lo definiría años más tarde como “una estampida”: Cada animal en el oeste americano, vacas y caballos y antílopes y búfalos, todos a la carga a través de la maldita superficie.
El efecto vibrante de las pinceladas enérgicas, los trazos libres y una abstracción que, no obstante, deja al espectador cierta libertad para encontrar formas, como el que se las da a las nubes, noquean al espectador gracias a la escala impactante de esta obra, quizá inspirada en los recuerdos de Pollock de su infancia en el Oeste de estados Unidos y muy probablemente en El Guernica; sabemos que vio este Picasso en Nueva York, en dos ocasiones en 1939, una en la galería Valentine y otra en el MoMA, y que quedó con él muy impresionado.
Tanto que abordó motivos específicos de esta pintura en al menos dos pequeñas obras pictóricas suyas y en varios dibujos. Lee Krasner declaró en 1969 que Pollock admiraba a Picasso y al mismo tiempo competía con él, quería superarle. Contó que, en una ocasión, cuando el artista y ella aún vivían en Nueva York, oyó caer algo en el estudio y a continuación Pollock gritó: “¡Maldita sea, a este tío no se le escapó nada!”. Lo encontró mirando al vacío, junto a un libro de Picasso tirado en el suelo.
Este Mural supuso un antes y un después en la carrera del americano, que a partir de esta pieza dejó atrás su figuración primera para zambullirse en el expresionismo abstracto y, un par de años más tarde, en la técnica del dripping.
El Museo Picasso de Málaga nos muestra este gran lienzo desde mañana y hasta el 11 de septiembre, tras su restauración en el el Getty Conservation Institute de Los Angeles y su posterior exhibición en la Peggy Guggenheim Collection de Venecia y en la Deutsche Bank Kunsthalle de Berlín. Más adelante formará parte de otra exposición en la Royal Academy of Arts de Londres.
Junto a él, veremos en Málaga obras de contemporáneos como Adolph Gottlieb, Lee Krasner, Roberto Matta, Robert Motherwell, David Reed, Antonio Saura, Charles Seliger, David Smith, Frederick Sommer, Juan Uslé y Andy Warhol e instantáneas de Herbert Matter, Barbara Morgan, Aaron Siskind y Gjon Mili que relacionarán a Pollock con la fotografía de acción.
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