Solzhenitsyn y los que no vivieron lo bastante

18/06/2019

Aleksandr SolzhenitsynEl pasado mes de diciembre se cumplieron cien años del nacimiento de Aleksandr Solzhenitsyn, el Nobel de Literatura que dio a conocer en Occidente la realidad inapelable de los gulags cuando muchos aún cerraban los ojos a los horrores al otro lado del muro.

Su denuncia literaria y áspera del hambre, la vigilancia y la muerte, y una carta abierta a las autoridades soviéticas en 1973, le llevarían a ser expulsado de la URSS al año siguiente, cuando por fin pudo recoger su premio de la Academia sueca. Muy pocos años antes, bajo el mandato de Brézhnev, que dio al traste con la esperanza de reformas, sus obras habían sido prohibidas en su país y es conocido que el PCUS se planteaba modos de lograr que dejase de escribir, por sus supuestas “labores antisoviéticas”. Regresó en los noventa, y llegó a recibir premio de manos de Putin poco antes de morir, pero tampoco le gustó lo que encontró entonces y, como era de esperar, tampoco optó por callarse; atisbó el declive del “humanismo laico” en los treinta y hasta su muerte, bajo el comunismo y bajo lo que no lo era.

Tras su obligada salida de Rusia vivió en Alemania, Suiza y Estados Unidos, pero lo hizo prácticamente recluido y concediendo entrevistas muy contadas. Además de ser cronista de los males soviéticos, parecía consciente de sus consecuencias futuras; había llamado la atención en Archipiélago Gulag sobre los efectos de intentar callarle, a él y a los críticos: Al mantener el silencio sobre el mal, enterrándolo con la profundidad necesaria para que no salga a la superficie, estamos implantándolo y resurgirá mil veces en el futuro. Cuando ni castigamos ni censuramos a quienes lo practican, no solo estamos protegiendo su imagen: destruimos los fundamentos de la justicia.

La militancia caracterizó su vida y su trayectoria literaria, por completo inseparable de sus vivencias y su denuncia al autoritarismo, pero el compromiso de Solzhenitsyn trascendía el político y tenía que ver con lo individual: El orden social es extremadamente importante, pero el orden moral lo es todavía más, afirmó en sus últimos años para ABC.

Su primera novela, Un día en la vida de Iván Denísovich, autorizada en 1962, llevó a muchos de sus compatriotas a las librerías, deseosos de conocer la visión de un superviviente de los campos de trabajo forzosos en los que penaban años y vida disidentes, delincuentes menores y víctimas casuales del arbitrio. Hubo colas para adquirirlo, que en general no se replicaron en las democracias occidentales, tan distantes entonces de aquella tragedia como lo estuvieron, en un inicio, de los desmanes nazis. Los testimonios en el mismo sentido de Koestler (Del cero al infinito), Orwell (1984) o André Gide (Regreso de la URSS) levantaron incomodidades similares.

En el fondo, Solzhenitsyn no dejó de penar por el que fue su primer “delito”, una y otra vez bajo distintas formas: al final de la II Guerra Mundial, cerca de la actual Kaliningrado en febrero del 45, fue detenido por cartearse con un amigo en misivas en las que comparaba las circunstancias vitales de los campesinos rusos y las de quienes trabajaban la tierra en los países de Europa Central. Se defendió aseverando que aquellos eran sus pensamientos, y no secretos de guerra, pero pasó por una década de trabajos forzosos y destierro que él llegaría a confrontar con el infierno de Dante en su novela El primer círculo, que tendría adaptación televisiva.

Pero su obra más claramente alimentada por aquella experiencia es la citada Un día en la vida de Iván Denísovich, sobre el día a día, hora a hora, de un acusado de alta traición expuesto al hambre, el frío y la tortura psicológica, en forma de falta absoluta de esperanza: un día más de condena no era un día menos para la libertad. En esas circunstancias, la alegría era el recurso único para no perder esa dignidad que entendía inalienable.

Mientras permaneció recluido, estuvo enfermo de cáncer, y la enfermedad y sus síntomas, convertidos en metáforas del autoritarismo comunista, son el centro de Pabellón del cáncer (1967), novela en la que Solzhenitsyn también alude a las secuelas a futuro. La liberación llegaría en 1956, pero, como hemos contado, no se cumplirían dos décadas sin que fuera de nuevo expulsado.

En 1973, tres años después de la concesión del Nobel que en su momento no recogió, se publicaría en Francia Archipiélago Gulag, la recopilación de testimonios de más de doscientos supervivientes de los campos de trabajo como él. No dio sus nombres ni apellidos, solo iniciales, para no causar problemas, pero sí los tuvo su secretaria, a quien la KGB torturó para obtener una copia del manuscrito. Ella se suicidaría después y el escritor quedó profundamente conmovido, llegando a dedicar su obra a todos los que no vivieron lo bastante para contar estas cosas.

Uno de sus últimos trabajos fue La rueda roja, dedicado al periodo de la historia rusa transcurrido entre el fin del zarismo y el triunfo bolchevique; a escribir sobre el pasado, no solo comunista, de su país, se dedicó finalmente, en un intento por romper esa perpetua asociación entre lo ruso y lo soviético.

 

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