NUESTROS LIBROS: En el café de la juventud perdida

24/05/2019

Patrick Modiano. En el café de la juventud perdidaQuería evadirse, huir cada vez más lejos, romper bruscamente con la vida vulgar para respirar el aire libre.

Hace bastante tiempo que leímos En el café de la juventud perdida, algo después de que Patrick Modiano ganara el Nóbel, y han pasado ya cinco años, pero lo recordamos como relato breve y ligero que describía con ligereza la nostalgia por las personas y las emociones que quedaron en el camino y que, en realidad, siempre fueron esquivos. Algún conocido se ha referido a esta historia como una novela Nouvelle Vague, y aunque sea una equiparación opinable (o no tanto, cuántas referencias literarias hay en aquellas películas, y también en este texto) sí que Modiano se acerca a la juventud, y a la condición humana en general, desde enfoques muy parecidos a los de esos cineastas y también plantea esta obra como una especie de viaje de autoconocimiento, a través de la memoria.

Esta historia se ambienta en París en los años sesenta, pero se escribió en los 2000, y su protagonista, aunque de ella no sepamos nunca demasiado (y esa es la magia) es Louki, hija de una trabajadora del Moulin Rouge y asidua a Le Condé, un café bohemio donde esta joven solitaria encontraba momentáneamente su sitio entre poetas abonados al malditismo, filósofos y estudiantes que, a veces, faltaban a clase.

De hecho, el inicio de En el café de la juventud perdida comienza hablándonos de Louki sin nombrarla, describiéndola a partir de sus hábitos y dándole el poder de hacer suyos los lugares, de transformarlos aunque no hablara: Escogía la mesa, al fondo del local, que era pequeño. Al principio, no hablaba con nadie; luego ya conocía a los parroquianos de Le Condé, la mayoría de los cuales tenía nuestra edad, entre los diecinueve y los veinticinco años, diría yo. En ocasiones se sentaba en las mesas de ellos, pero, las más de las veces, seguía siendo adicta a su sitio, al fondo del todo (…). Ahora que ha pasado el tiempo me pregunto si no era su presencia la que hacía peculiares el local y a las personas que en él había, como si lo hubiera impregnado todo con su perfume.

Ese mismo perfume también impregna la novela, hipnótica, suave pero amarga a la vez, en la que el retrato de esta chica, que no solo sedujo al narrador, se trenza con el del ambiente parisino de entonces: no podemos imaginar otro escenario posible para esta historia, que es la de la búsqueda de un objeto de deseo que por nadie se deja alcanzar del todo, que escapa cada vez que crees tenerlo contigo.

Louki es una metáfora de la fortuna imposible y fluye por París porque carece de raíces y es, por naturaleza, errante: vagabundea creando personalidades y dejando que se esfumen, cayendo y levantándose mil veces, no queriendo dejarse atrapar por la rutina ni por nadie. Parece merodear aquí y allá llevada por el azar, pero el autor nos deja ver que en realidad no hay azar en sus movimientos ni en su necesidad vital de esconderse. El retrato que de Louki vertebra, píldora a píldora, capítulo a capítulo y sin soltar la cuerda de la atención del espectador, lo componen las memorias: los recuerdos que otros tienen de ella, los del propio narrador, y en algún caso los de la protagonista, que deseaba llamarse Jacqueline de la Nada.

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