NUESTROS LIBROS: El nadador en el mar secreto

08/11/2018

William Kotzwinkle. El nadador en el mar secreto“Y esta, pensó Laski, es la razón de nuestro esfuerzo, que pueda venir el amor al mundo”.

El nadador en el mar secreto es una novela brevísima que William Kotzwinkle escribió en los setenta, que ganó en Estados Unidos el National Magazine Award Fiction y que permaneció en el olvido décadas; en español la publicó Navona hace cuatro años y supuso el hallazgo aquí de un autor que novelaba su propia experiencia (la pérdida de un hijo durante el parto) con una naturalidad y una ausencia de pretensiones que alejaba bastante su obra de los tics recientes de la autoficción. Internacionalmente su redescubrimiento llegó de la mano de Ian McEwan, que citaba esta historia en Operación dulce.

Sus poco más de cien páginas pueden leerse en un viaje corto, pero sería un error querer hacerse con este libro con rapidez: su materia prima son los sentimientos, individuales y comunes, ante el nacimiento y la muerte cuando llegan a la vez, tan juntos como para poder frustrar la expresión abierta de la ilusión y del dolor. Kotzwinkle lo escribió –y se aprecia en la lectura– cuando acababa de pasar por esas circunstancias, por la llegada y la pérdida, toda una, de su hijo, y no las cuenta con lirismo ni tampoco desde la frustración o la rabia: simplemente relata, con la austeridad y la claridad de una oración, cómo se sintió y cómo creyó que se sentía su esposa ante cada una de las fases transcurridas entre la ilusión por las contracciones y el duelo. Y en su libro, aunque no lo haya pretendido, la aceptación de la pérdida del hijo, esa experiencia breve en los días transcurridos y en la extensión corta –en correspondencia– de este libro, condensa de algún modo las sensaciones esenciales sobre las que giran todas las vidas.

Siempre produce pudor hablar de este tipo de asuntos (y de libros): por contundentes y trascendentales se explican en sí mismos, su intensidad viene de la vivencia y no de las palabras, sobre todo cuanto se cuenta con honestidad. Los añadidos son muy superfluos; la crítica del New York Times en su momento ya llegó a afirmar que decir lo que pasa en El nadador… sería como parafrasear un poema, uno con su parte estrictamente bella (Ella lo miró con un castañeteo de dientes. No era lo que él había esperado; estaban los dos conmovidos y agitados como muñecos de trapo), con la estrictamente ruda (El encanto de la noche en la carretera, donde le había parecido que todas las estrellas los miraban, estaba ahora ahogado en sudor. El rostro más hermoso que había visto en su vida le parecía ahora una masa bulbosa, roja y feúcha) y con la triste sin remedio (Laski abrió un párpado del bebé y vio una joya ennegrecida, perdida en la hondura de la noche). Y todas se resumen, después de la resignación y la serenidad, en la primera: Y se sintió mucho más joven que aquel infante que yacía ante él, aquel infante con la cabeza de un sabio anciano.

Al acabar esta obra se tiene la sensación, no solo de que solo Kotzwinkle podría haber escrito esta historia porque otro padre hubiera contado sus emociones, seguramente parecidas, de otra manera, sino de que el mismo autor no hubiera podido escribir el mismo relato en otro momento distinto del que lo hizo: esa pureza al narrar solo puede brotar en un destello, un suspiro; otras experiencias, más tiempo para pensar y para superar la desesperación, que no deja de ser un ingrediente principal del libro… la borrarían.

Y, a la vez, parece imposible que una narración tan contenida pueda salir de quien habla de su propia vida y sus momentos más negros, que son también los más preclaros, pero tenemos que pensar que es ese conocimiento vital, el haber integrado en su vida aquella muerte, lo que explica toda esa sencillez, una claridad y una falta de artificio que desarman.

 

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